No estoy segura de qué día es, cuántas horas han pasado desde la muerte de Ray; gran parte de mi esfuerzo mental se dedica a esos cálculos inútiles; es un esfuerzo mental que lucha contra la constante intrusión de palabras, fragmentos de música, canciones; cuál es la mejor forma de describir mi mente, quizás es la mente típica del novelista, aparte de un desagüe que ha capturado todo tipo de escombros; cuando mi vida está más sacudida que nunca, el desagüe está abarrotado de basura, como después de una tormenta, hay poca distinción entre las cosas que se ven en el desagüe, salvo que casi todas son inútiles, superfluas y agotadoras; nada de lo que «oigo» es un auténtico sonido, como lo sería, supongo, en una persona aquejada de esquizofrenia; estas distracciones son simplemente molestas, cuando no burlonas y crueles.
Había una vez un barco…
El nombre de nuestro barco era
La Vanidad Dorada.
Como un metrónomo que va demasiado deprisa, empieza a latirme un pulso en la cabeza. Es el ritmo de la burla, una sensación de que nuestra vida juntos fue en vano y ahora ha terminado, se ha hundido en el Mar de Tierras Bajas , como en el melancólico estribillo de la balada.
He olvidado la mayor parte de la letra de la balada. Sólo hay unas cuantas palabras que me vienen a la mente con una frecuencia enloquecedora.
A veces, al ver a Ray con una mirada lejana o distraída, le preguntaba en qué estaba pensando y él me contestaba:
– En nada.
– Pero ¿cómo puedes estar pensando en nada?
– No sé. Pero es lo que estaba haciendo.
¡Qué gracioso podía ser Ray! Aunque siempre tenía otro lado, como en un eclipse.
Le habría conmovido mucho saber cuánto le echan de menos nuestros amigos. Qué afectados se han quedado por su muerte. Se ha formado una especie de familia… Es horrible pensar que las últimas horas de Ray las pasó entre desconocidos.
Si estaba consciente en ese momento, ¿de qué fue consciente?
¿Cuáles fueron sus últimos pensamientos, cuáles fueron sus últimas palabras?
De pronto se adueña de mí la necesidad de buscar a la joven médico que habló conmigo en la habitación de Ray. Ni siquiera sé su nombre, tendré que averiguar su nombre, le preguntaré qué dijo Ray, qué recuerda…
Claro que, por supuesto, no se acordará. O, si se acuerda, no me lo dirá.
Mejor no saberlo. Mejor no empeñarse en esto .
Desde el instante en el que nos conocimos en Madison, Wisconsin, siempre fue Ray el más escurridizo de los dos, el más secretista, elíptico. A lo largo de los años permaneció en él algún residuo de su educación puritana de católico irlandés, mucho después de que abandonara la Iglesia a los dieciocho años; le desagradaba la religión en todas sus formas, pero en especial la dogmática; le desagradaba la teología, en especial la teología morbosamente críptica y exigente de Santo Tomás de Aquino, que había tenido que estudiar en Marquette, el instituto dirigido por los jesuitas en Milwaukee.
El lema jesuita: «Hago lo que estoy haciendo».
Es decir: «Lo que estoy haciendo está justificado porque estoy haciéndolo».
Porque estoy al servicio de Dios .
Había una faceta de Ray que me era desconocida, que mantenía a cierta distancia de mí. Igual -supongo- que había una parte de mí que mantenía a cierta distancia de Ray, que sabía muy poco de mi trabajo de escritora.
Lo aterrador es que quizá nunca lo conocí. En cierto sentido fundamental, nunca conocí a mi marido.
Porque conocí a mi marido en la medida en que él se dejaba conocer. Pero el hombre que fue mi marido - Ray Smith, Raymond Smith, Raymond J. Smith - se me ha escapado.
¿O acaso es inevitable, ninguna esposa conoce verdaderamente a su marido? Ser una esposa es una intimidad tan cercana, que una no puede ver; igual que, pegado a un espejo, uno no puede ver su propio reflejo.
El varón se le escapa a la mujer. El varón es el otro , el que hay que domesticar; la mujer es la domesticación.
Hay un líquido que cae de forma inesperada -¿sangre?- de mi muñeca. Sin darme cuenta, me he rascado demasiado la piel.
Me han salido erupciones, verdugones, pequeños granitos como de hiedra venenosa, en la delicada piel del interior de los brazos sobre todo, y en la parte inferior de la mandíbula; en la espalda han aparecido unas estrías como nervios al descubierto. Al mirar estos dibujos en el espejo de mi cuarto de baño esta mañana, era como si fueran un mensaje en un idioma desconocido.
También en mi cuarto de baño he estado ordenando cajas de pastillas en el borde de la encimera del lavabo. Analgésicos, pastillas para dormir, una acumulación de años. ¿Han perdido eficacia los medicamentos? ¿Habrá disminuido su fuerza?
Ahora estoy pensando: «Estoy tan cansada que podría dormir hasta la eternidad».
Pero no hay tiempo. Ya son las 10.20 de la mañana -es el 20 de febrero de 2008-, debo reunir los documentos para ir al juzgado en Trenton.
– ¡Adiós, cariño!
La viuda se consuela mediante una estratagema desesperada. Claro que todas las estratagemas de la viuda son desesperadas. Aventurará que no conocía del todo a su marido; eso le dará razones para buscarlo, para conocerlo. Mantendrá a su marido «vivo» en su memoria, escurridizo, burlón. Porque la verdad es que la viuda no puede aceptar que su marido ha desaparecido de su vida de forma irrevocable. No puede aceptar -no puede ni siquiera entender- que no tiene más relación con Raymond J. Smith que en calidad de viuda, de «ejecutora» de su herencia.
Las acciones de una viuda pueden definirse como alternativas racionales o irracionales al suicidio. Cualquier acto que la viuda lleve a cabo o piense en llevar a cabo es una alternativa al suicidio y, por tanto, deseable, por ingenuo, estúpido o inútil que sea.
– ¡Oh, Reynard! Pero qué has hecho.
Por lo visto, el más viejo de nuestros gatos, Reynard, se ha hecho pis en un montón de documentos que, en mi desesperación por no perder nada fundamental de los numerosos papeles de Ray, había extendido por el suelo de su estudio.
Una docena o más de carpetas de papel manila, extendidas sobre la mesa de Ray y el suelo, con letreros cuidadosamente escritos que indican seguro médico, seguro del coche, seguro de la casa, documentos de hacienda (2007), banco/finanzas, seguridad social, certificados de nacimiento, testamento, etcétera, y en algún momento de las últimas horas Reynard ha profanado a escondidas una copia del certificado de defunción y la carpeta de Hacienda, así que tengo que A) secar las páginas, B) espolvorearlas de limpiacristales, C) volver a secarlas, D) colocarlas en nuestro solario (que no tiene calefacción) con la esperanza de que para mañana A) se hayan secado y B) ya no tengan ese olor tan inconfundible y penetrante.
– ¡Reynard! Gato malo.
Mi voz, gritona y molesta, hace que los dos gatos salgan corriendo con ese pánico con el que los animales domésticos huyen de sus amos indignados sobre un suelo de madera: patinando, deslizándose y resbalándose, con las uñas arañando como si fueran animales de dibujos animados. De pronto me siento furiosa con los gatos -con Reynard y con Cherie, más joven y de largo pelo gris-, pienso que ya no me quieren. En este asunto de la desaparición de Ray me echan la culpa a mí .
Uno podría pensar que, al faltar Ray, iban a mostrarse más afectuosos conmigo y querer dormir conmigo, pero no .
A duras penas consienten que les dé de comer. Se apresuran a salir corriendo fuera, para huir de mí. Vuelven a regañadientes cuando los llamo para las comidas y porque ya es de noche.
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