La funeraria proporcionará una pequeña lápida -«de aluminio, de buen gusto»- y más adelante, si quiero algo mayor, puedo comprarlo.
¿Y me gustaría una segunda tumba?, me pregunta.
– En realidad, las dos tumbas juntas, una «tumba doble», no será mayor que la tumba individual normal. En el caso de las cenizas, dentro de una urna, el espacio no tiene por qué ser tan grande. Resulta muy económico comprar una tumba doble ahora, señora Smith.
¡Económico! Eso es importante.
– Sí. Gracias. Es lo que voy a hacer.
Tan íntima como una cama doble, pienso.
A Ray le gustaría, ¿no? Nadie quiere estar solo en la tumba más tiempo del necesario.
– Va a comprar una tumba doble a la Asociación del Cementerio de Pennington, señora Smith. Le entregaremos un título de propiedad y un documento de la Asociación del Cementerio de Ewing y tendrá que firmar unos cuantos documentos más; por ejemplo, ¿los restos de su marido contienen un marcapasos, implante radiactivo, prótesis o cualquier otro aparato que pudiera ser dañino para el crematorio? Si es que no, firme aquí.
¿Dañino para el crematorio? Da que pensar.
En cualquier caso, parece que estoy firmando documentos. Contratos. Por lo visto, estoy de acuerdo en comprar la «tumba doble» para la esposa superviviente de Raymond Smith: «Joyce Carol Smith».
Aturdida, relleno un cheque. Tres mil doscientos ochenta y un dólares. Últimamente he hecho varios cheques, y seguiré haciéndolos, de nuestra cuenta conjunta. Porque la muerte no es barata, por si les interesa.
Mi amiga Jeanne, que tiene formación de abogada, lee los documentos antes de dejarme firmarlos. Por lo que dicen, Jeanne y Jane parecen pensar que es una decisión razonable comprar en este momento la tumba doble a la Asociación del Cementerio de Pennington.
¡Qué bien! No me he precipitado ni he cometido una locura. He hecho gala de sentido común .
Todo este rato he tenido la idea borrosa y no analizada de que Ray sigue en el hospital, en la cama en la que le dejé. En mi imagen de Ray, está ya para siempre en la cama de hospital en la habitación 539 del Centro Médico de Princeton, está «dormido», «en paz», con los ojos cerrados, el rostro liso y afeitado, muy quieto, me inclino sobre él para besarle; por eso, cuando Betty me informa de que «los restos de su marido» están en una habitación aquí al lado y deben ser identificados, me llevo una sorpresa; estoy asombrada; estoy completamente conmocionada.
Por supuesto que sé - sé - que esta mañana recogió el cuerpo de Ray en el centro médico un conductor de la funeraria de Pennington. Lo sé porque fui yo quien lo organizó. Sé que han llevado el cuerpo de Ray en un ataúd, transportado en un vehículo sin señas especiales a la parte posterior del 21 de North Main Street, Pennington, para ser «identificado».
Sé todo eso, pero lo he olvidado.
Sé todo eso, pero me siento abrumada por el hecho de que Ray está en la habitación de al lado. Ray está muerto, Ray está en la habitación de al lado. Ray está aquí… .
Hasta ahora me he comportado de forma normal, creo. He hablado, incluso sonreído, en compañía de Betty Davis, Jeanne y Jane, pero ahora empiezo a sentir un ataque de pánico, a hiperventilar; se me va la cabeza, estoy aterrorizada. Rápidamente, Jeanne dice que Jane y ella pueden identificar a Ray.
– Tú quédate aquí.
Estoy demasiado débil para protestar. Estoy demasiado asustada. No puedo soportar la idea de ver a Ray en este momento. Por qué me pasa, no lo sé. Lamentaré este instante. Me arrepentiré de esta decisión. Nunca entenderé por qué en este momento crucial me comporté de forma tan infantil, como si mi marido, al que tanto quiero, se hubiera vuelto físicamente repulsivo.
¡Cuánto me avergonzaré de esta decisión! Como una niña que se esconde y oculta los ojos.
Siempre pensaré: igual que me equivoqué al llevar a Ray al hospital regional de Princeton y mantenerlo allí cuando seguramente habría recibido mejor tratamiento en otro sitio, también ahora estoy equivocándome de forma inexplicable.
– No hace falta que veas ahora a Ray -me dice Jeanne-. Lo viste anoche. Ya has dicho adiós.
La viuda ha entrado en la fase de pensamiento primitivo en la que se imagina que un gesto pequeño y trivial suyo puede tener significado en relación con la muerte de su marido. Como si siendo «buena», «responsable», pudiera deshacer su catástrofe personal. Poco a poco empezará a darse cuenta de que ya no se puede hacer nada .
«Identificar» el cuerpo de su marido o no, ver su cuerpo por última vez o no, no habrá ninguna diferencia. Su marido ha muerto, se ha ido, y no va a regresar.
Lo que ha dicho mi amiga Jeanne es verdad y no es verdad.
Nunca -jamás- dices realmente adiós.
En el cementerio de Pennington, en el cruce de Delaware Avenue y Main Street, a poca distancia detrás de la iglesia presbiteriana de Pennington, hay una zona relativamente nueva, cubierta de hierba, en la que, en un espacio señalado como n.° 551 Centro Oeste, una pequeña lápida dice:
raymond j. smith, jr.
1930-2008
Curiosamente, hay pocas lápidas más en esta parte. Salvo una casi al lado, una atractiva lápida grande hecha de granito: katherine greef austin 1944-1997, william j. o'connell 1944-1996. Observo fijamente esas palabras, esas fechas, y llego a una conclusión: «Una viuda que murió de pena».
Los azares de la muerte han convertido a smith y o'connell, que no se conocían en vida, en vecinos.
¡Qué extraño es ver el nombre de Ray en un lugar así! Me resulta muy difícil asimilar que, en el sentido más literal, los «restos» de la persona que fue Raymond J. Smith están enterrados, en una urna, bajo la tierra que se ve aquí.
– ¡Oh, cariño! Qué ha pasado…
En sueños, a veces, se revela que lo que una creía que era real no lo es, después de todo. En la vida, con menos frecuencia, se revela que lo que una creía que era real no lo es, después de todo; pero siempre queda la posibilidad, la esperanza.
Como mi mente no está funcionando normalmente, todos los momentos se basan en una esperanza infantil: «Esto no está bien. Pero quizá se arregle si soy buena».
No hay nadie visitando el cementerio esta mañana salvo yo. ¡Qué alivio! Aunque siento ansiedad cuando estoy sola, sueño con estar sola; la casa vacía me resulta aterradora, pero, cuando estoy lejos de ella, sueño con volver. Sólo que ahora, en el cementerio en el que están enterrados los restos - restos , qué palabra tan horrible- de mi marido, estoy sola y no lo estoy al mismo tiempo.
Me parece que llego tarde a una cita. Quizá el juzgado -me va a llevar Jeanne-, porque mi vida, desde la muerte de Ray, se ha convertido en una concatenación de citas, deberes -«trámites mortuorios»-, que hacen de cada día un Sahara que se extiende hasta el horizonte y más allá, una vida de robot, de zombi, que estoy pensando (y éste es mi pensamiento más delicioso cuando estoy sola) en abandonar. Cuando tenga tiempo.
Mientras que a algunos puede asustarles la idea, la tentación del suicidio, a la viuda la consuela la tentación del suicidio. Porque el suicidio promete una buena noche de sueño, ¡sin interrupciones! Y nada de día siguiente .
– No debería haberte dejado. Cuánto lo siento…
Es un día soleado y ventoso. La nieve persiste en madejas y montones medio derretidos entre las lápidas, que son de tamaños muy diferentes. Qué terrible, Ray está aquí; resulta incomprensible, aquí .
Me digo, con lógica infantil, que, si estuviera vivo Ray y no yo, esa ausencia sería idéntica a ésta.
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