Dan Fesperman - El prisionero de Guantánamo

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Vivo o muerto, el enemigo había llegado a la costa de Guantánamo y eso era motivo de alarma en La Habana. El cadáver de un soldado norteamericano alcanza la orilla al otro lado de la Base Naval entre las iguanas y los guardias fronterizos cubanos. ¿Qué está sucediendo en el Gitmo, el nombre preferido del Pentágono para denominar a la reconvertida cárcel de alta seguridad para los detenidos en la guerra mundial contra el terrorismo? ¿Quién está matando a soldados norteamericanos? Revere Falk, un arabista y agente del FBI destinado en Guantánamo para interrogar a los detenidos, se tendrá que hacer cargo de la investigación. Nada será igual desde aquel día, el mismo en el que ha logrado que su nuevo detenido, un yihadista yemení de 19 años, Adnan Al-Hamdi, confiese por fin el nombre de su protegido: Hussey. Pero Falk intuye que debe callarse. En los 116 kilómetros cuadrados de la base de Guantánamo no hay secretos. Y Falk podrá comprobar que el espionaje no sólo es cubano, sino que CIA, FBI y el propio Ejército norteamericano compiten por el control de la información. Y él deberá tener especial cuidado: tiene un vínculo común con el lugar, un vínculo con una historia extraña e inquietante que creía completamente olvidado. ¿Pero lo conoce alguien más?

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Gonzalo miró entre las persianas. Vio a las dos mujeres subir a un Mazda que había aparcado en el bordillo, al parecer inofensivo; pero le recordó que podría presentarse alguien en cualquier momento. Por si acaso, dejó caer la bolsa junto a la puerta y recorrió la casa, volviendo sobre sus pasos para comprobar si había pasado algo por alto. Casi como una idea tardía, se le ocurrió alzar el teléfono y pulsar el botón de «marcado rápido» y el uno. El aparato se puso en acción con un pitido, marcando sabe Dios qué número. Colgó de inmediato y montó en cólera.

– ¡Cabrones negligentes, vagos, estúpidos! ¡Cretinos de mierda! -exclamó en inglés. Después de veinte años en Florida, Gonzalo maldecía casi siempre en inglés.

No sabía desprogramar el teléfono bien, así que lo intentó en vano unos segundos, lo desenchufó y lo echó en la bolsa. Recuperó los supletorios de arriba y luego abrió la puerta para marcharse, mirando a los lados desde el pequeño porche. La calle estaba despejada. El calor más fuerte del día se fundía en calzadas y aceras, conservando su fuerza para la mañana. Gonzalo decidió no cerrar la puerta al salir. Si entraban ladrones y saqueaban el resto, tanto mejor. A saber qué correspondencia podría llegar los próximos días, a juzgar por la monumental estupidez ya manifiesta. Pero él no podía hacer nada al respecto.

Procuró no conducir con demasiado cuidado en el camino de vuelta, aunque miraba compulsivamente los retrovisores para ver si le seguían. Lo único que podía llamar la atención de un policía más que una carrera de coches trucados por la autopista Dixie, era que un conductor observara escrupulosamente el límite de velocidad. Añádase pegarse al vehículo de delante, acelerones excesivos después de los semáforos y quedar como un idiota con frecuentes cambios de vía. Si no te pitaba nadie al menos una vez cada ocho kilómetros, seguro que dejabas mucho que desear.

En el aparcamiento, subió a su coche, un Corolla de nueve años. Se sintió como un ladrón al cargar la bolsa en el coche, y fue todo el camino echando ojeadas al asiento de al lado. En algún lugar del interior, creciendo como un tumor tal vez, iba la nota de MX. No le extrañaría que se incendiase de pronto, revelando espontáneamente su presencia a los otros conductores. Había una barbacoa de carbón en la parte trasera del edificio de apartamentos en el que vivía, y sus vecinos estaban acostumbrados a que él la usara. Colocaría los documentos bajo un montón de pastillas de carbón y los quemaría. Sólo tardaría unos minutos, y la brisa nocturna se llevaría las cenizas al océano. Un entierro en el mar, todos aquellos secretos prohibidos seguros al fin. Luego asaría unas salchichas, abriría una cerveza y se relajaría. Ya se ocuparía de los teléfonos y del equipo electrónico más tarde.

Pero cuando se encontró arriba en casa y a salvo, le venció la curiosidad. Si MX estaba enviando notas urgentes y, todavía peor, si los jefes se atrevían a hacer copias para los agentes descuidados, entonces, ¿por qué no debía conocer él al menos la última, aunque sólo fuese como medida de protección? Si bien su relativa autonomía como «rana del árbol» solía redundar en su beneficio, también le convertía en víctima fácil de los supervisores deseosos de emplear sus servicios para minar a sus rivales. Lo que sus supervisores no comprendían al encargarle aquellas misiones era que, en el proceso, Gonzalo solía enterarse de su debilidad tanto como de la de sus objetivos. Divulgando tal conocimiento violaban la norma más importante del oficio: no había que decir nunca a nadie más de lo estrictamente necesario. Gonzalo incurría en el mismo error leyendo el memorando prohibido.

Sabía de sobra por descubrimientos anteriores que cualquier directriz de MX que implicara fuente Guadalupe y agente Rosa del Desierto era probable precursora de renovada agitación. Pero mientras miraba la bolsa que había dejado sobre la mesa de la cocina, pensó que, para variar, sería mejor saber más de lo que se suponía que sabía. Encontró el documento sin problema, ya que había sido el último que había metido en la bolsa. Estaba un poco arrugado del viaje en coche desde la otra punta de la ciudad, así que lo estiró y lo alisó en la mesa de la cocina.

Comprobó primero la fecha. Hacía nueve días, lo bastante reciente para ser fresco y lo bastante antiguo para haber sido superado por los acontecimientos. Se preguntó si se relacionaría de algún modo con el inminente descubrimiento del agente local.

La lista de destinatarios era misteriosa. Además de a Miami, habían enviado la nota a los jefes en Madrid, Jartum y Damasco. Madrid era el eje de Europa, Jartum ocupaba el centro de los actuales problemas de Sudán, y Damasco era con frecuencia el centro de intercambio de información sobre las operaciones en Oriente Próximo, aunque aquel escenario llevaba inactivo mucho tiempo, desde que la Dirección había roto las relaciones con varias facciones palestinas, algunas de las cuales habían enviado hacía tiempo combatientes a Cuba para su instrucción en armas y explosivos.

El mensaje era breve:

Guadalupe informa aborto incompleto. Rosa del Desierto, José I y otros tres, incomunicados. Pidan ayuda inmediata a todas las posiciones. Máxima urgencia.

Gonzalo sabía que Guadalupe era una especie de autónomo refinado, con deberes parecidos a los de él, pero que actuaba en un campo más amplio. Rosa del Desierto era un nombre que no se había encontrado desde hacía años, databa de los días de cooperación más activa con los palestinos. José I no le sonaba, pero parecía haberse unido a Rosa del Desierto y a los «otros tres». Al parecer, la Dirección intentaba impedir que el quinteto siguiera haciendo lo que fuese, aunque no lo había conseguido hasta el momento. Si ahora consideraban fuera de control a los cinco, entonces tenían que haber cruzado los límites de la ortodoxia de la Dirección.

Convencido de que tenía que haber más información sobre un tema tan importante, Gonzalo buscó entre los documentos restantes, pero todo el montón era basura, tan poco valioso como los cupones de pizzas que habían echado por la ranura del correo. Justificantes de gastos y logística administrativa. Algunas reprimendas por gastar demasiado respondían a peticiones de fondos quejumbrosas. El toma y daca habitual entre la central y cualquier oficina regional, fuese el producto zapatos o secretos.

La nota era lo único importante de toda la bolsa, así que Gonzalo volvió a leerla, por si había pasado algo por alto la primera vez. La lista de destinatarios seguía intrigándole. Negó con la cabeza, pensando que sería mejor que encendiera el fuego. Pasara lo que pasase, parecía un buen momento para mantenerse al margen.

Pero no pudo, debido al mensaje que llegó al día siguiente por la mañana en onda corta. Cada dos días, como la aguja disparada de un sismógrafo. Y el segundo era tan inquietante como el primero, a su modo:

Peregrino en nido. Organice reunión. Máxima urgencia. Más detalles

Puma.

Gonzalo solía borrar los mensajes en cuanto los leía. Dejó aquél en la pantalla varios minutos, mientras caminaba de un lado a otro de la cocina y conectaba la cafetera. Encendió un cigarrillo y volvió para echar una segunda ojeada. Pulsó la tecla Borrar, pero sólo una vez, y recuperó el mensaje para hacer una última lectura, aunque sólo fuese para convencerse de que no era un espejismo, un fallo.

Peregrino era un nombre que representaba uno de sus triunfos más interesantes y sus fracasos más estrepitosos, aunque sus superiores mantenían una idea optimista de la operación. Había esperado mucho tiempo la oportunidad de rescatar algo del naufragio, por lo que en ese sentido estaba satisfecho. Pero qué extraño que Peregrino hubiese vuelto a su percha original, o «nido», como decía el mensaje. Tal vez los detalles, que llegarían pronto al buzón Puma, aclarasen las circunstancias de tan misterioso suceso.

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