Bajó de la tribuna.
Cuando acabaron de contar los votos, Billy había ganado por una mayoría aplastante.
Ethel también.
Los conservadores constituían el primer partido del nuevo Parlamento, pero no tenían la mayoría absoluta. Los laboristas eran el segundo partido, con 191 diputados, incluida Eth Leckwith de Aldgate y Billy Williams de Aberowen. Los liberales representaban la tercera fuerza. Los prohibicionistas escoceses obtuvieron un escaño. El partido comunista, ninguno.
Cuando se convocó la primera sesión parlamentaria, los diputados laboristas y liberales unieron sus votos para expulsar a los conservadores del gobierno, y el rey se vio obligado a preguntarle al jefe del Partido Laborista, Ramsay MacDonald, si deseaba convertirse en el primer ministro. Por primera vez, Gran Bretaña tenía un gobierno laborista.
Ethel no había estado en el interior del palacio de Westminster desde aquel día de 1916 en que fue expulsada por gritar a Lloyd George. Ahora estaba sentada en el banco de cuero verde, estrenando abrigo y sombrero, escuchando los discursos, alzando de vez en cuando la mirada a la tribuna del público, de donde la habían echado hacía ya más de siete años. Salió al pasillo y votó junto con los miembros del gabinete, famosos socialistas a los que había admirado desde la distancia: Arthur Henderson, Philip Snowden, Sidney Webb y el mismísimo primer ministro. Ethel tenía su propio escritorio en una pequeña oficina que compartía con otra parlamentaria laborista. Echó una ojeada a la biblioteca, comió tostadas con mantequilla en la sala del té y cogió unas sacas de correo para ella. Recorrió el enorme edificio, aprendiendo a orientarse en él, intentando sentir que tenía derecho a estar allí.
Un día, a finales de enero, llevó a Lloyd con ella y le enseñó el lugar. Tenía casi nueve años y nunca había estado en un edificio tan grande y lujoso. Ella quiso explicarle los principios de la democracia, pero aún era demasiado pequeño.
En una escalera estrecha, cubierta por una alfombra roja, en el límite entre la zona de los comunes y la de los lores, se encontraron con Fitz. Él también tenía un joven invitado: su hijo George, al que llamaban Boy.
Ethel y Lloyd subían, Fitz y Boy bajaban, y se cruzaron en un rellano.
Fitz la miró como si esperara que lo dejara pasar.
Los dos hijos del conde, Boy y Lloyd, su heredero al título nobiliario y el bastardo no reconocido, tenían la misma edad. Se observaron mutuamente con sincero interés.
En Ty Gwyn, recordó Ethel, siempre que se encontraba con Fitz en el pasillo, tenía que hacerse a un lado, contra la pared, y agachar la mirada mientras él pasaba.
Ahora ella estaba en medio del rellano, agarrando a Lloyd de la mano con fuerza, y miró a Fitz.
– Buenos días, lord Fitzherbert – le saludó, y alzó el mentón en un gesto desafiante.
Él le aguantó la mirada. Su rostro reflejaba un resentimiento furioso. Al final, dijo:
– Buenos días, señora Leckwith.
Ethel miró a Boy.
– Debe de ser el vizconde de Aberowen – comentó -. Encantada.
– Encantado, señora – respondió el niño, con educación.
– Y este es mi hijo, Lloyd – le dijo a Fitz.
El conde se negó a mirarlo.
Ethel no iba a permitir que Fitz se saliera con la suya tan fácilmente.
– Dale la mano al conde, Lloyd – le ordenó Ethel.
El niño le tendió la mano y saludó:
– Es un placer conocerlo, conde.
Habría sido un gesto muy indecoroso despreciar a un niño de nueve años. Fitz se vio obligado a estrecharle la mano.
Por primera vez, tocó a su hijo Lloyd.
– Y ahora les deseamos que pasen un buen día – dijo Ethel con desdén y dio un paso hacia delante.
Fitz puso cara de pocos amigos. Se hizo a un lado junto con su hijo, muy a regañadientes, y esperaron, con la espalda pegada a la pared, a que Ethel y Lloyd pasaran frente a ellos y subieran por las escaleras.
En estas páginas aparecen varios personajes históricos y, en ocasiones, los lectores me preguntan dónde trazo la línea entre historia y ficción. Es una pregunta razonable, y he aquí mi respuesta.
En algunos casos, por ejemplo cuando sir Edward Grey se dirige a la Cámara de los Comunes, mis personajes ficticios están presenciando un acontecimiento que sucedió de verdad. Lo que sir Edward dice en esta novela se ajusta a las actas parlamentarias, aunque he abreviado el discurso, sin que se haya perdido nada importante, espero.
En ciertos momentos un personaje real va a un lugar ficticio, como cuando Winston Churchill visita Ty Gwyn. En tal caso, me he asegurado de que visitó casas de campo con frecuencia y de que pudo haberlo hecho alrededor de esa fecha.
Cuando los personajes reales mantienen conversaciones con mis personajes ficticios, acostumbran a decir cosas que realmente dijeron en algún momento. La explicación que Lloyd George le da a Fitz sobre los motivos por los que no quiere deportar a Lev Kámenev está basada en lo que escribió Lloyd George en un memorando citado en la biografía de Peter Rowland.
Mi regla es: o bien la escena sucedió, o bien podría haber sucedido; o se pronunciaron esas palabras, o se podrían haber pronunciado. Y si encuentro algún motivo por el que la escena no podría haber tenido lugar en la vida real, o por el que las palabras no podrían haberse pronunciado – si, por ejemplo, el personaje se encontraba en otro país en ese momento -, la elimino.
Mi principal asesor histórico para la elaboración de este libro ha sido Richard Overy. Asimismo, varios historiadores leyeron los borradores e hicieron correcciones: John M. Cooper, Mark Goldman, Holger Herwig, John Keiger, Evan Mawdsley, Richard Toye y Christopher Williams. Susan Pedersen me asesoró con el tema de las ayudas económicas para las esposas de los soldados.
Como siempre, Dan Starer, de la empresa Research for Writers de Nueva York, me ayudó a encontrar a muchos de estos asesores.
Entre los amigos que me ayudaron se cuentan Tim Blythe, que me proporcionó algunos libros imprescindibles; Adam Brett-Smith, que me aconsejó sobre champán; Nigel Dean, con sus grandes dotes de observador; Tony McWalter y Chris Manners, dos críticos sensatos y perspicaces; Geoff Mann, aficionado a los trenes que me asesoró sobre máquinas locomotoras, y Angela Spizig, que leyó el primer borrador y lo analizó desde el punto de vista alemán.
Los editores y agentes que leyeron el manuscrito y me aconsejaron fueron Amy Berkower, Leslie Gelbman, Phyllis Grann, Neil Nyren, Imogen Taylor y, como siempre, Al Zuckerman.
Para acabar, me gustaría dar las gracias a los familiares que leyeron el borrador y me aconsejaron, en especial a Barbara Follett, Emanuele Follett, Marie-Claire Follett, Jann Turner y Kim Turner.
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