Sin embargo, su acción disgustó a aquellos miembros del ejército y del gobierno responsables de utilizar en secreto a los soldados británicos para sus propios fines políticos. Williams fue sometido a un consejo de guerra y recibió una condena de diez años.
No es el único. Un gran número de militares que se negaron a formar parte del intento de contrarrevolución fueron sometidos a una serie de juicios de dudosa legalidad en Rusia y recibieron unas condenas escandalosamente largas.
William Williams y otros han sido las víctimas de unos hombres vengativos que ocupan cargos de poder. Hay que poner fin a esta situación. Gran Bretaña es un país donde existe la justicia, que es, a fin de cuentas, por lo que luchamos.
– ¿Qué te parece? – preguntó Billy -. Dicen que soy la víctima de unos hombres poderosos.
– Yo también – dijo Cyril Parks, que había violado a una chica belga de catorce años en un granero.
De repente le arrancaron el periódico de las manos. Billy alzó la mirada y vio la estúpida cara de Andrew Jenkins, uno de los celadores más desagradables.
– Tal vez tengas amigos en las putas altas instancias, Williams – dijo el hombre -. Pero aquí no eres más que un jodido preso del montón, así que regresa al trabajo de una maldita vez. – Ahora mismo, señor Jenkins – dijo Billy.
Fitz se indignó, ese verano de 1920, cuando una delegación comercial rusa fue a Londres y fue recibida por el primer ministro, David Lloyd George, en el Número Diez de Downing Street. Los bolcheviques aún estaban en guerra con Polonia, país recién reconstituido, y Fitz opinaba que Gran Bretaña debía alinearse con los polacos, pero su propuesta apenas halló apoyo. Los estibadores de Londres fueron a la huelga para no cargar barcos con fusiles para el ejército polaco, y el congreso de sindicatos amenazó con una huelga general si el ejército británico intervenía.
Fitz se resignó a no tomar posesión de las propiedades del difunto príncipe Andréi. Sus hijos, Boy y Andrew, habían perdido su herencia rusa, y tenía que aceptarlo.
Sin embargo, no pudo permanecer callado cuando supo lo que tramaban los rusos, Kámenev y Krassin, en su viaje por Gran Bretaña. La Sala 40 aún existía, aunque bajo una forma distinta, y los servicios secretos británicos interceptaban y descifraban los telegramas que los rusos enviaban a casa. Lev Kámenev, el presidente del Sóviet de Moscú, se dedicaba a hacer circular propaganda revolucionaria de forma descarada.
Fitz estaba tan encendido que reprendió a Lloyd George, a principios de agosto, en una de las últimas cenas de la temporada londinense.
Fue en la casa que lord Silverman tenía en Belgrave Square. La cena no fue tan opípara como las que había celebrado antes de la guerra. Hubo menos platos, se devolvió menos comida sin probar a la cocina y la decoración de la mesa fue más sencilla. El banquete fue servido por doncellas, en lugar de lacayos: nadie quería ser lacayo en esos días. Fitz supuso que aquellas fiestas eduardianas derrochadoras se habían acabado para siempre. Sin embargo, Silverman aún era capaz de atraer a los hombres más poderosos del país a su casa.
Lloyd George preguntó a Fitz por su hermana, Maud.
Aquel era otro tema que enfurecía al conde.
– Lamento decir que se ha casado con un alemán y que se ha ido a vivir a Berlín – explicó. No añadió que ya había dado a luz a su primer hijo, un niño llamado Eric.
– Lo entiendo – dijo Lloyd George -. Tan solo me preguntaba cómo se encontraba. Una muchacha encantadora.
El gusto del primer ministro por las muchachas encantadoras era de sobra conocido, por no decir notorio.
– Me temo que la vida en Alemania es dura – dijo Fitz.
Maud le había escrito para suplicarle que le concediera una asignación, pero él se negó en redondo. Ella no le había pedido permiso para casarse, así pues, ¿cómo podía esperar que la ayudara?
– ¿Dura? – se preguntó Lloyd George -. Tal y como debería ser, después de lo que han hecho. Aun así, lo siento por ella.
– Cambiando de tema, primer ministro – dijo Fitz -, ese tipo, Kámenev, es un bolchevique judío, debería deportarlo.
El primer ministro se mostraba afable, con una copa de champán en la mano.
– Estimado Fitz – repuso en tono amable -, al gobierno no le preocupa en exceso la desinformación rusa, que es burda y violenta. Le ruego que no subestime a los trabajadores británicos: reconocen los disparates cuando los oyen. Créame, los discursos de Kámenev están haciendo más para desacreditar al bolchevismo que nada de lo que podamos decir usted y yo.
Fitz creía que aquello era un montón de sandeces displicentes.
– ¡Incluso le ha dado dinero al Daily Herald!
– Es un gesto descortés, lo admito, que un gobierno extranjero financie uno de nuestros periódicos, pero, de verdad, ¿tenemos miedo del Daily Herald? No se puede decir que nosotros los liberales y los conservadores no tengamos nuestros propios periódicos.
– Pero se están poniendo en contacto con los grupos revolucionarios más radicales del país, ¡con unos maníacos que pretenden acabar con nuestro estilo de vida!
– A los británicos, menos les gusta el bolchevismo cuanto más lo conocen, recuerde mis palabras. Solo parece formidable cuando se observa desde lejos, a través de una niebla impenetrable. Casi se podría decir que el bolchevismo es una salvaguarda para la sociedad británica, ya que contagia a todas las clases el terror de lo que podría suceder si se destruye la organización actual de la sociedad.
– No me gusta.
– Además – prosiguió Lloyd George -, si los echamos tal vez tengamos que explicar cómo sabemos lo que traman; y si se llegara a divulgar que los espiamos, la noticia podría encender a la clase trabajadora y ponerla en contra de nosotros con una mayor efectividad que todos sus rimbombantes discursos.
A Fitz no le agradaba que le dieran lecciones sobre la realidad política, aunque lo hiciera el primer ministro, pero insistió en su argumentación porque se sentía muy furioso.
– ¡Pero no es necesario que hagamos negocios con los bolcheviques!
– Si nos negáramos a mantener relaciones comerciales con todos aquellos que utilizan sus embajadas de Londres con fines propagandísticos, no nos quedarían muchos socios. ¡Venga, Fitz, hacemos negocios con los caníbales de las islas Salomón!
Fitz no estaba muy seguro de que fuera cierto, ya que los caníbales de las islas Salomón no tenían mucho que ofrecer, pero pasó la cuestión por alto.
– ¿Tan grave es nuestra situación que tenemos que tratar con esos asesinos?
– Me temo que sí. He hablado con muchos hombres de negocios y me han asustado bastante con sus perspectivas sobre los próximos dieciocho meses. No están llegando pedidos. Los clientes no compran. Podríamos estar a punto de entrar en la peor época de desempleo que todos hayamos conocido jamás. Pero los rusos quieren comprar… y pagan con oro.
– ¡Yo no aceptaría su oro!
– Ah, pero Fitz – dijo Lloyd George -, usted ya tiene de sobra.
Hubo fiesta en Wellington Row, cuando Billy llevó a su esposa a Aberowen.
Era un sábado soleado y, por una vez, no llovía. A las tres de la tarde Billy y Mildred llegaron a la estación con las niñas de Mildred, las nuevas hijastras de Billy, Enid y Lillian, de ocho y siete años. Para entonces los mineros habían salido del pozo, se habían dado su baño semanal y se habían puesto sus trajes de domingo.
Los padres de Billy esperaban en la estación. Habían envejecido y parecían haber encogido, ya no sobresalían entre la gente que los rodeaba. Papá le estrechó la mano a Billy y dijo:
– Estoy orgulloso de ti, hijo. Te enfrentaste a ellos, tal y como te enseñé.
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