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Ken Follett: La Caída De Los Gigantes

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Ken Follett La Caída De Los Gigantes

La Caída De Los Gigantes: краткое содержание, описание и аннотация

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La caída de los gigantes sumerge al lector en una historia cargada de épica. Ésta primera novela, que forma parte de una trilogía, sigue los destinos de cinco familias diferentes a lo largo y ancho del mundo. Desde América a Alemania, Rusia, Inglaterra y Gales, Follet sigue la evolución de sus personajes a través de la Primera Guerra Mundial, la Revolución Rusa y las primeras luchas por los derechos de la mujer. Como siempre, Follet pone un especial interés por su tierra natal, Gales, al comenzar con la historia de Billy Williams, un sencillo minero; en América encontramos a Gus Dewar, un estudiante de derecho con el corazón partido por un desengaño amoroso. En Rusia, dos hermanos huérfanos, Grigori y Lev se ven en medio de una revolución que trastoca sus vidas y acaba por separar sus caminos. Como nudo entre las historias encontramos a la hermana de Williams, quien trabaja en Inglaterra como ama de llaves de Lady Fitzherbert, enamorada de un espía alemán, Walter von Ulrich. Poco a poco estos personajes irán encontrándose a medida que la inmensa maquinaria creada por Follet avance, tan deprisa y violenta como el principio del siglo XX en el que se ven inmersos. En los siguientes volúmenes de la trilogía, Follet seguirá con las mismas familias, creando un gran texto generacional con el que escribir y retratar uno de los siglos más terribles y maravillosos de la historia de la humanidad.

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El golpe de Estado de la cervecería de Munich había exaltado a todo el mundo. El héroe de guerra Erich Ludendorff era el partidario más prominente. Las autodenominadas tropas de asalto, con sus camisas pardas, y los estudiantes de la Escuela de Oficiales de Infantería se habían hecho con el control de los principales edificios. Los concejales de la ciudad habían sido tomados rehenes, y los judíos más prominentes, detenidos.

El viernes, el gobierno legítimo contraatacó. Cuatro policías y dieciséis paramilitares murieron. A juzgar por las noticias que habían llegado a Berlín, Maud no podía saber si la insurrección se había acabado o no. Si los extremistas tomaban el control de Baviera, ¿se harían con el poder en el resto del país?

Aquella situación enfureció a Walter.

– Tenemos un gobierno elegido democráticamente – dijo -. ¿Por qué la gente no puede dejar que haga su trabajo?

– Nuestro gobierno nos ha traicionado – espetó su padre.

– Esa es su opinión. ¿Y qué? ¡En Estados Unidos, cuando los republicanos ganaron las últimas elecciones, los demócratas no se amotinaron!

– En Estados Unidos los bolcheviques y los judíos no están subvirtiendo el país.

– Si le preocupan los bolcheviques, dígale a la gente que no los vote. ¿Y a qué viene esta obsesión con los judíos?

– Son una influencia perniciosa.

– Hay judíos en Gran Bretaña. Padre, ¿no recuerda que, en Londres, lord Rothschild hizo todo lo posible para evitar la guerra? Hay judíos en Francia, en Rusia, en América. Y no están conspirando para traicionar a sus gobiernos. ¿Qué le hace pensar que los nuestros son especialmente malvados? La mayoría de ellos solo quiere ganar dinero para alimentar a sus familias y enviar a sus hijos a escuela, como todo el mundo.

Robert decidió intervenir, lo que sorprendió a Maud.

– Estoy de acuerdo con el tío Otto – dijo -. La democracia se está debilitando. Alemania necesita un liderazgo sólido. Jörg y yo nos hemos unido a los nacionalsocialistas.

– ¡Oh, Robert, por el amor de Dios! – exclamó Walter, indignado -. ¿Cómo se te ha ocurrido?

Maud se puso en pie.

– ¿Alguien quiere un pedazo de tarta de cumpleaños? – preguntó con alegría.

Maud se fue de la fiesta a las nueve para ir a trabajar.

– ¿Dónde está tu uniforme? – preguntó su suegra mientras se despedía. Susanne creía que trabajaba de enfermera para un caballero anciano y rico.

– Lo tengo en el trabajo y me cambio cuando llego – respondió Maud.

De hecho, tocaba el piano en un club nocturno llamado Nachtleben. Sin embargo, era cierto que dejaba el uniforme en su lugar de trabajo.

Tenía que ganar dinero y nunca le habían enseñado demasiado, salvo a vestirse elegante y asistir a fiestas. Había recibido una pequeña herencia de su padre, pero la había convertido en marcos cuando se trasladó a Alemania y ya no valía nada. Fitz se negó a concederle una asignación porque aún estaba furioso con ella por casarse sin su permiso. El sueldo de Walter en el Ministerio de Asuntos Exteriores subía cada mes, pero nunca al ritmo de la inflación. Para compensar todo aquello, en parte, la renta que pagaban por su casa era insignificante, y el casero ya no se molestaba en cobrársela. Pero tenían que comprar comida.

Maud llegó al club a las nueve y media. Lo habían decorado y amueblado recientemente, y tenía un buen aspecto incluso con las luces encendidas. Los camareros sacaban brillo a los vasos, el barman picaba hielo y un ciego afinaba el piano. Maud se puso un vestido de noche escotado, joyas falsas, y se maquilló con una espesa capa de polvos, lápiz de ojos y pintalabios. Estaba al piano cuando el local abrió a las diez.

Se llenó enseguida de hombres y mujeres vestidos con trajes de noche, que bailaban y fumaban. Pedían cócteles de champán y esnifaban cocaína, con discreción. A pesar de la pobreza y de la inflación, la vida nocturna de Berlín era muy agitada. Aquella gente no tenía problemas de dinero. O bien recibía ingresos del extranjero, o tenía algo mejor que el dinero: reservas de carbón, un matadero, un almacén de tabaco o, lo mejor de todo, oro.

Maud formaba parte de un grupo femenino que tocaba un nuevo tipo de música que se llamaba jazz. De haberlas visto, Fitz se habría horrorizado, pero a ella le gustaba el trabajo. Siempre se había rebelado contra las restricciones de su educación. Repetir las mismas melodías todas las noches podía resultar tedioso, pero a pesar de ello la ayudaba a liberar algo que reprimía en su interior. Se contoneaba en el taburete de su piano y lanzaba miradas coquetas a los clientes.

A medianoche llegaba su actuación en solitario: cantaba y tocaba temas popularizados por cantantes negras como Alberta Hunter, que había aprendido gracias a los discos americanos que sonaban en un gramófono del dueño del Nachtleben. La anunciaban como Mississippi Maud.

Entre canción y canción, un cliente se acercó al piano y le pidió:

– ¿Te importaría tocar «Downhearted Blues», por favor?

Conocía la canción, un gran éxito de Bessie Smith. Empezó a tocar los acordes de blues en mi bemol.

– Podría – dijo ella -. ¿A cambio de qué?

El hombre le dio un billete de mil millones de marcos.

Maud se rió.

– Con eso no paga ni el primer acorde – le dijo -. ¿No tiene moneda extranjera?

Le dio un billete de un dólar.

Maud cogió el dinero, se lo metió en la manga y tocó «Downhearted Blues».

Sintió un arrebato de alegría por tener un dólar, que equivalía a un billón de marcos. Aun así, no la abandonó del todo el sentimiento de tristeza, que había hecho mella en su corazón. Era un logro remarcable que una mujer de sus orígenes hubiera aprendido a sonsacar propinas, pero el proceso era degradante.

Después de su actuación, la abordó el mismo cliente, mientras se dirigía al camerino. Le puso una mano en la cadera y le preguntó:

– ¿Te gustaría desayunar conmigo, cielo?

La mayoría de las noches la manoseaban, a pesar de que a sus treinta y tres años era una de las mujeres mayores del club: había muchas chicas de diecinueve y veinte años. Cuando sucedía eso, no se les permitía montar un escándalo. Se suponía que debían poner la mejor de sus sonrisas, apartar la mano del caballero con delicadeza, y decir: «Esta noche no, señor». Pero en ocasiones esa respuesta no era lo bastante desalentadora, y las demás chicas le habían enseñado una réplica más efectiva:

– Tengo unos insectos pequeños en el vello púbico – le dijo -. ¿Cree que es algo que debería preocuparme?

El hombre desapareció.

Después de llevar cuatro años en el país, Maud hablaba alemán con fluidez, y gracias al trabajo en el club también había aprendido las palabras más vulgares.

El Nachtleben cerró a las cuatro de la madrugada. Maud se desmaquilló y se puso la ropa de calle. Fue a la cocina y pidió unos granos de café. Un cocinero al que le gustaba le metió unos cuantos en un cucurucho de papel.

Los músicos cobraban en efectivo cada noche. Todas las chicas llevaban unos grandes bolsos para guardar los fajos de billetes.

Cuando salía, Maud cogió un periódico que había dejado un cliente. A Walter le gustaba leerlo y no podían permitirse el lujo de comprar la prensa.

Salió del club y fue directamente a la panadería. Era peligroso conservar el dinero mucho tiempo: corría el riesgo de que al día siguiente no pudiera comprar ni una hogaza de pan con el sueldo. Ya había varias mujeres esperando frente a la tienda, pasando frío. A las cinco y media el panadero abrió la puerta y escribió los precios con tiza en una pizarra. Aquel día una hogaza de pan costaba 127.000 millones de marcos.

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