John Gardner -
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– Fue obra de su Servicio, Bond -dijo Smolin, volviéndose a mirarle-. Tengo pruebas, puede creerme; y puede creerme también si le digo que le haremos sudar hasta que se le derritan los huesos. Hay todavía un par de misterios que debo resolver, y estoy aquí precisamente para eso.
– ¿Misterios?
– Ya hemos liquidado a dos integrantes de éste nido de arañas… Trauben y Zuckermann. Puede que las reconozca mejor como Bridget Hammond y Millicent Zampek. Eran personajes sin importancia, pero teníamos que acabar con ellas. Puede que esta chica, mi chica, guarde en su pequeño cerebro algunas de las respuestas; y aún queda otra. Nikolas… o Ebbie Heritage, si usted lo prefiere. Estas dos, junto con usted, llenarán sin duda las lagunas antes de que les mandemos al infierno y la condenación.
Si quería atrapar vivas a Heather y Ebbie, ¿por qué había enviado al asesino con el mazo y a los dos tipos que les persiguieron por la escalera de incendios? Smolin se había referido a unos «imprudentes insensatos que trataron de liquidarla». Mientras observaba el traslado de Heather al Mercedes, un sinfín de tortuosas ideas se arremolinaron en la mente de Bond. Se sorprendió de que el conductor del vehículo introdujera en el portamaletas los paquetes de las compras que habían efectuado en Dublín. Actuaron con gran celeridad, sacando en un abrir y cerrar de ojos todo cuanto había en el automóvil de alquiler. No le extrañó lo más mínimo que así fuera dado que el GRU se regía por principios militares, razón por la cual era lógico que el secuestro se llevara a cabo con precisión militar. Era la primera vez que se enfrentaba con el GRU y no tenía más remedio que reconocer su alto nivel de preparación.
En Moscú, trabajaban en aquella preciosa mansión del número 19 de la calle Knamensky -otrora propiedad de un millonario zarista- y estaban en constante desacuerdo con el KGB que siempre quería llevar la voz cantante, pese a que el GRU, en virtud de sus raíces militares, no formaba parte de la organización de espionaje y seguridad del célebre KGB.
Notó el brazo de Smolin sobre su hombro.
– Ahora le toca a usted, míster Bond.
Le agarraron por los brazos y las piernas para trasladarle al BMW donde le metieron la cabeza en un grueso saco, le esposaron las muñecas a la espalda y le obligaron a tenderse en el suelo. El saco olía a trigo y le dejó la garganta seca en cuestión de segundos. Oyó el rumor de la ambulancia al ponerse en marcha y notó que los pies de Smolin le pisaban la espalda cuando éste tomó asiento en el interior del vehículo. Momentos más tarde, el automóvil se puso en marcha.
Smolin había dicho: «La trampa azucarada se preparó con cuatro jóvenes extremadamente atractivas».
Se había referido tan sólo a cuatro chicas, sin mencionar para nada a Jungla Baisley y a Fräulein capitán Dietrich, a quien Heather había descrito como uno de los dos objetivos principales. ¿Por qué? Mientras trataba de adivinar la velocidad y la dirección del coche, un plan mucho más siniestro empezó a configurarse poco a poco en su mente. ¿Y si Jungla aún no hubiera sido descubierto como integrante de la red? ¿Y si «M» le hubiera inducido deliberadamente a error al facilitarle la información? ¿Y si se estuviera fraguando algo todavía más peligroso? ¿Habría alguna conexión con los rumores que Norman Murray le había revelado a propósito de la posible presencia de alguien situado mucho más arriba que Smolin? ¿Y si Smolin estuviera sometido a alguna presión?
Recordó el sonriente rostro de Murray al decirle:
«Maxim Smolin…, el estúpido nombre en clave…, Basilisco.» Bond trató de desempolvar sus escasos conocimientos de mitología. EL basilisco era un repugnante monstruo nacido de un huevo de gallina incubado por una serpiente. Hasta los más puros e inocentes seres humanos perecían al contemplar los ojos del basilisco, que era capaz de destruir el mundo entero, a excepción de sus dos enemigos, el gallito y la comadreja. Este era inmune a sus letales efectos y el basilisco moría cuando escuchaba el canto del gallo.
Bond se preguntó si sería un gallo, una comadreja o ninguna de ambas cosas.
9. El Castillo De Los Horrores
Según los cálculos de Bond, debían llevar aproximadamente tres horas en la carretera. Hacia la mitad del camino, perdió el sentido de la dirección, aunque su instinto le decía que estaban dando incesantes vueltas por el mismo sitio. Con la cabeza metida en el oscuro y sofocante saco y el cuerpo incómodamente encogido en el suelo del vehículo, Bond trató de establecer adónde se dirigían exactamente. Cuando se dio por vencido, empezó a examinar las distintas teorías que se le habían ocurrido en la ambulancia.
Estaba seguro de que Smolin cumpliría su amenaza de sacarles una exhaustiva información sobre Pastel de Crema. La reputación de aquel hombre bastaba para convencerle de que así sería. En caso de que fueran ciertos los datos que Norman Murray le había facilitado, cabía la posibilidad de que Smolin no las tuviera todas consigo. Si la arrogancia de que había hecho gala al principio hubiera sufrido algún menoscabo, tal vez actuara de forma absurda, lo cual constituiría una ventaja para Bond. Este sabía que, a partir de aquel momento, el sesgo que tomaran los acontecimientos dependería en parte de él.
Se detuvieron una vez. Sin descender del vehículo, Smolin le dijo a Bond:
– Parece que su amiga se ha despertado y van a sacarla a dar un paseito. Está perfectamente bien, pero todavía un poco aturdida.
Bond se movió, tratando de cambiar de posición, pero el tacón de Smolin se hundió en uno de sus hombros, casi obligándole a lanzar un grito de dolor. Comprendió que el interrogatorio no se llevaría a cabo según métodos sofisticados, sino en una atmósfera de brutalidad.
Al final, pareció que abandonaban la carretera y subían por un camino más escarpado. Debían de circular a unos cincuenta kilómetros por hora y los baches eran constantes. Llegaron a un tramo liso, se desviaron ligeramente y se detuvieron. Bond oyó que se apagaban los motores y se abrían las portezuelas. Sintió el aire fresco en su cuerpo. Smolin se apartó y unas manos le quitaron el saco y le soltaron las esposas a Bond.
– Ya puede salir del automóvil, míster Bond.
Este parpadeó para que sus ojos se acostumbraran a la luz, mientras se frotaba los entumecidos brazos. Luego se incorporó rígidamente y descendió del vehículo. Parecía que las piernas no fueran suyas, y le dolían tanto los brazos y la espalda que apenas podía moverse. Tuvo que apoyarse en el automóvil para no perder el equilibrio.
Pasaron varios minutos antes de que pudiera sostenerse debidamente en pie. Aprovechó el tiempo para echar un vistazo a su alrededor. Se encontraban en una calzada circular frente a un sólido edificio gris con almenas y una torre cuadrada en cada extremo. La puerta principal era de roble macizo y cerraba un arco normando, al igual que las ventanas. Era, pensó Bond, un típico castillo neogótico de principios de la era victoriana. Disponía, además, de varios refinamientos propios del siglo veinte, tales como numerosas antenas en lo alto de una torre y una enorme antena parabólica en la otra. El edificio se levantaba en medio de una vasta extensión de césped de, por lo menos, cinco kilómetros de anchura. No había ni rastro de árboles o arbustos.
– Bienvenido.
Smolin estaba tranquilo y parecía de muy buen humor. En aquel instante, Bond vio que Heather era ayudada a descender del Mercedes aparcado frente a ellos y oyó los ladridos de unos perros al otro lado de la puerta, mezclados con el rumor de unos pestillos que alguien estaba descorriendo. Segundos más tarde, se abrió la puerta y tres pastores alemanes corrieron hacia la calzada de grava.
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