John Gardner - Operación Rompehielos

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James Bond, como sucediera antes con Sherlock Holmes, se ha convertido en un mito del siglo veinte. Cuando en la década de los ochenta John Gardner resucitó -con la debida autorización legal-, el personaje de James Bond, dotado para la ocasión de una sensibilidad inédita hacia la salud pública y la ecología, amén de un coche nuevo y de un gesto de comprensión hacia el feminismo, su libro License Renewed pasó a ocupar directamente el número uno entre los títulos más vendidos a uno y otro lado del Atlántico. Según el Daily Telegraph, el mismo Fleming “no hubiese quedado decepcionado”. Un segundo libro que narraba las aventuras actualizadas de Bond, For Special Services, disfrutó incluso de mejor acogida por parte del público, y durante muchos meses se mantuvo en las listas de bestsellers de Estados Unidos.
En la obra que ahora nos ocupa, vemos a Bond embarcado en una tercera misión de la mano de John Gardner. Se trata de una arriesgadísima operación que el superespía lleva a cabo junto con sus respectivos pares de Israel, Estados Unidos y la Unión Soviética -es decir, con el Mossad, la CIA y la KGB- en las vastas y desoladas tierras árticas de Laponia. Pero surgen los interrogantes: aunque en teoría el enemigo común es el fascismo, que brota con renovada fuerza de la mano del conde Von Gloda, ¿a quién hay que temer en realidad? ¿Se puede confiar en que el Smersh soviético resista su afán de desquite contra Bond? ¿Quién hace el doble juego: Brad Tirpitz, el escurridizo agente norteamericano, o Rivke Ingber, la voluptuosa espía israelí? ¿Pretenden los servicios secretos finlandeses utilizar a Bond con el único objeto de aliviar el sofocante abrazo que la KGB -con Kolya Mosolov a la cabeza- mantiene sobre su frágil autonomía nacional?
Nunca hasta hoy se había topado Bond con un grupo de colaboradores tan fríamente desleales ni soportado una sucesión tan asombrosa de mortales enfrentamientos.

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– No me diga -las palabras de su superior traslucían un deje de ironía-. Pues yo sí estoy seguro, cero cero siete. Por supuesto que los miembros del grupo son unos fanáticos, pero los servicios secretos y de seguridad militar de las principales potencias coinciden en la estimación. El ideario que mueve a las Tropas de Acción se nutre de postulados del nacionalsocialismo más recalcitrante. No hablan por hablar, y da la impresión de que cada día que pasa crece el número de adeptos. Todo parece indicar que los dirigentes del grupo se consideran como los arquitectos del Cuarto Reich. Por el momento su objetivo es el comunismo organizado; pero hace poco han surgido dos nuevos elementos.

– ¿Cuáles son?

– Brotes de antisemitismo por toda Europa y Estados Unidos…

– No se ha demostrado que haya relación…

M le indicó, alzando la mano, que no le interrumpiera.

– En segundo lugar, hemos atrapado a uno de ellos.

– ¿Un miembro de las Tropas de Acción? Pero si nadie…

No se ha informado ni hablado de ello, pero lo tenemos mejor atado que una momia egipcia.

Bond preguntó si al decir «tenemos» se refería al Reino Unido.

– Oh, sí; en este mismo edificio, en el ala destinada a los huéspedes -y al decir estas palabras señaló con un brusco gesto hacia el suelo, una clara alusión al amplio centro de interrogatorios ubicado en los sótanos del edificio. Aquella parte del inmueble se había habilitado después de que los recortes en el presupuesto de defensa impidieran que los servicios de información británicos contaran con «un lugar bajo el sol» en las afueras, donde antes se hallaba el centro de detención e interrogatorios.

M continuó explicando que el sujeto en cuestión había sido detenido «después de la última juerguecita en Londres», refiriéndose al asesinato, a plena luz del día, de tres altos funcionarios británicos en el momento en que abandonaban la embajada soviética, a la que habían acudido para negociar un tratado comercial. De eso hacía seis meses. Por lo visto uno de los asesinos intentó pegarse un tiro, pero los hombres del servicio secreto consiguieron hacerse con él.

– No se salió con la suya -M sonrió sin ganas-. Nos encargamos de mantenerlo con vida. Casi todo lo que sabemos se basa en lo que nos ha contado.

– ¿Ha querido hablar?

– Poca cosa -respondió M encogiéndose de hombros-; pero lo que dijo nos permitió leer entre líneas. Son poquisimas las personas que están enteradas, cero cero siete. Si le cuento todo esto es para que no dude ni un momento que estamos sobre la buena pista. Tenemos casi la absoluta certeza de que las Tropas de Acción constituyen una organización de ámbito universal que cuenta cada día con más gente y a la que es preciso parar los pies sin dilación, de lo contrario saldrá a la luz pública e intentará hacerse con un sector del electorado en muchas democracias. De aquí el enorme interés de los soviéticos en el asunto.

– En tal caso, ¿por qué ir de la mano con ellos?

– Porque ningún otro servicio de inteligencia, desde el Bundesnachrichtendienst hasta el SDECE, dispone de indicios…

– Pero…

– Nadie sa1vo los de la KGB.

Bond permaneció impasible, sin mover un músculo.

– Por supuesto, ellos no están enterados de que tenemos un prisionero -prosiguió M-, pero cuentan con una pista de bastante interés. El suministro de armas.

Bond inclinó la cabeza.

– Puesto que siempre han utilizado material soviético, presumo que…

– No presuma nada, cero cero siete. Es una de las reglas básicas de la estrategia. La KGB cuenta con pruebas sólidas de que las armas que emplean las Tropas de Acción están muy bien escondidas en territorio ruso y que alguien, probablemente un súbdito finlandés, se encarga de transportarlas a diversos puntos. Tal es la razón de que quieran operar en la clandestinidad, sin conocimiento del gobierno finlandés.

– ¿Y por qué nosotros? -Bond empezaba a ver claro.

– Dicen -empezó M-, dicen que es necesario contar con el soporte de otros países que no sean los del bloque oriental. Es lógico que uno de ellos sea Israel, puesto que será el próximo objetivo. En cuanto a los Estados Unidos y Gran Bretaña, ambos constituirían un formidable elemento de disuasión si se sabe que forman parte de la operación de lucha. Además arguyen que ello nos afecta a todos por igual, que se trata de algo de interés común.

– ¿Lo cree usted así, señor?

M esbozó una leve sonrisa y le miró con gravedad.

– No, no del todo. Pero tampoco pienso que nos la quieran jugar urdiendo una complicada añagaza que implique a tres servicios de inteligencia.

– ¿Cuánto tiempo lleva en marcha la Operación Rompehielos?

– Seis semanas. Solicitaron su presencia desde el principio, pero antes quería comprobar el grosor de la capa de hielo. Ya me entiende.

– ¿Y es sólida?

– Aguantará su peso, cero cero siete, o al menos así lo creo yo. Claro que lo ocurrido en Helsinki aumenta el riesgo de la operación.

Hubo una larga pausa. Detrás de la maciza puerta se oyó, lejano, el repiqueteo de un teléfono. Bond rompió por fin el silencio.

– El agente al que usted asignó la misión…

– Para ser exactos le diré que eran dos. Cada grupo tiene un agente coordinador in situ , camuflado en Helsinki. Este es el hombre al vamos a sustituir. Dudley. Clifford Arthur Dudley. Residió en Estocolmo una temporada.

– Buen elemento -Bond encendió otro cigarrillo-. Hemos trabajado juntos. -En efecto, ambos habían llevado a cabo una comprometida misión en París, hacía dos años. Se trataba de vigilar y hacer desaparecer de la escena a un diplomático rumano-. Sí, un tipo listo, y además muy cordial. ¿Dice usted que se llevaba mal…?

M rehuyó la mirada de su interlocutor. Se levantó del sillón y dirigió sus pasos hacia la ventana; allí permaneció unos instantes inmóvil, con los puños cerrados detrás de la espalda y la vista fija en la zona de Regent's Park.

– Sí -dijo con voz calma-. Sí. Le pegó un puñetazo en la boca a nuestro colega norteamericano.

– ¿Cliff Dudley?

M se dio la vuelta. Sonreía con una ironía muy peculiar.

– Por supuesto, lo hizo siguiendo mis instrucciones. Para ganar tiempo o, como dije, para comprobar el hielo; y en espera de que estuviera usted aclimatado, si le interesa seguir el juego.

Nueva pausa, rota también por Bond.

– ¿Y tengo que reunirme con el resto del grupo?

– Sí -M parecía un tanto abstraído en sus pensamientos-. Sí, sí. Tiene que sumarse al grupo lo antes posible. Yo mismo escogí el punto de cita. ¿Qué le parece el hotel Reid's de Funchal, en Madeira?

– Mejor que una kota lapona en el Círculo Polar Ártico, señor.

– Me alegro. En tal caso vamos a facilitarle toda la información de que disponemos, y si puede con ella le mandaremos de viaje mañana por la noche sin dilación. Bueno, ahora hay que poner manos a la obra. Debe meterse en la cabeza que eso no va a ser un pastel, como se solía decir durante la segunda guerra mundial.

– ¿Ni siquiera un pastel de Madeira? -sonrió Bond

Por fin M soltó una breve carcajada.

5. Cita en el Reid's

A la postre, James Bond abandonó Londres más tarde de lo previsto. Quedaba mucho por hacer, y los médicos insistieron en comprobar su estado físico. Además, luego apareció Bill Tanner con los resultados de la pesquisitoria sobre Paula Vacker y su amiga Anni Tudeer.

Dio cuenta de dos hechos de notable interés no muy tranquilizadores. Por lo visto Paula era sueca de nacimiento, aunque había adoptado la ciudadanía finlandesa. Durante unos años su padre había pertenecido al cuerpo diplomático sueco, pero una nota señalaba que era hombre de «un belicismo muy derechista».

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