John Gardner - Scorpius
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– ¡Maldita sea! Ha sido culpa mía -jadeó Bond al tiempo que Molony le empujaba para entrar también-. No debí permitir que nadie entrara aquí.
Se metió rápidamente la mano en la chaqueta y, empuñando su pistola, se volvió dispuesto a subir la escalera a toda prisa.
Oyó cómo Molony, que se había acercado a la chica, le decía que estaba todavía viva, al tiempo que oprimía el timbre para pedir auxilio.
– Haré que venga alguien -afirmó Bond, subiendo los escalones de dos en dos. En aquel preciso instante una enfermera uniformada apareció en el rellano superior-. ¡Baje enseguida! -le gritó Bond-. ¡Vaya al cuarto de la señorita Shrivenham! ¡Sir James la necesita!
Pero conforme la enfermera bajaba a toda prisa, Bond pudo ver que tenía la cara gris y los ojos vidriosos, como si sufriera los efectos de una impresión terrible.
– ¡Arriba!… -exclamó, deteniéndose cuando los dos se cruzaban. Y con una voz que era la imagen viva del terror añadió-: ¡Arriba! ¡Los agentes de seguridad! Creo que todos están…, que todos están muertos. Por favor, actúe con rapidez. ¡Uno de ellos es mi marido!
– Baje hasta donde está sir James -le ordenó Bond-. Yo me ocuparé de lo demás.
y se lanzó de nuevo hacia arriba.
Con la pistola dispuesta, Bond alcanzó el pasillo donde se encontraba el recinto ocupado por los agentes de seguridad. La puerta de acero deslizante había sido abierta. Se detuvo un momento para abarcar la escena de una ojeada. Los dos guardianes estaban muertos. Era una pequeña habitación y su primera idea fue la de que no había visto tanta sangre en un espacio tan reducido.
Nada podía hacer por los dos hombres, así que continuó hasta la planta baja, apoyó la espalda contra la pared y miró hacia el departamento de recepción. La carnicería era allí impresionante. Se preguntó cómo se las habrían compuesto para no hacer ruido.
Siguió hacia adelante con la pistola empuñada. De repente recordó el dato que le rondaba por el cerebro. Trilby Shrivenham tenía un hermano. O mejor dicho, lo tuvo. Porque el honorable Marcus Shrivenham había muerto cinco años atrás en un accidente de alpinismo en Suiza. En el Mont Blanc puntualizó como si aquello importara mucho.
13. Dispersión
El antiguo miembro del Comando 42 de los marinos reales parecía haber recibido en plena cara el impacto de una bala de grueso calibre. Bond sólo pudo reconocerle por su corpulencia y por el uniforme. Igual que en el pequeño recinto del Departamento de Seguridad, parecía haber sangre por todas partes. Y ésta no podía proceder solamente del agente.
Luego vio los otros horrores: las dos enfermeras, una de espaldas y la otra con las piernas y los brazos extendidos como si hubiera sido arrojada contra la pared y luego echada al suelo sin contemplaciones ni consideración alguna, porque la falda se había arremangado dejándola casi desnuda.
Las dos muchachas habían sido abatidas a tiros, lo que resultaba sorprendente porque no hubo ruido de disparos. Las balas habían seccionado varias arterias, y cuando esto ocurre, la sangre puede proyectarse hasta distancias considerables.
Lo que obsesionaba a Bond era enterarse de si Pearly y Harriett habían contribuido a todo aquello. Quienes simularon ser el hermano y los tíos de Trilby eran seguramente los asesinos. Pero ¿habría ayudado también al crimen el hombre del SAS o la muchacha norteamericana de la Oficina de Impuestos?
Luego vio el otro cadáver boca abajo en la escalera de la clínica y los rojos riachuelos de sangre que se formaban sobre la piedra de los peldaños. Se trataba de un hombre corpulento, de pelo oscuro y bien vestido con un traje convencional negro rayado. ¿Sería uno de los «tíos»? ¿O quizá el «hermano» de Trilby? Pero desde luego no era Pearly .
Desde allí podía ver la caseta de vigilancia y el puesto de comprobación, con la barrera pintada a franjas. Estaba levantada y los cristales de la caseta hechos añicos.
Con la automática aún en la diestra, Bond bajó a toda prisa los escalones que todavía quedaban y, cruzando el patio, se dirigió hacia la garita. Nada podía hacer ya por sus ocupantes. Los dos estaban muertos, uno de ellos todavía sentado detrás de los cristales de la ventanilla, con la delantera del uniforme llena de manchas oscuras. En su cara se pintaba una expresión de terrible sorpresa.
Volviéndose, Bond empezó a retroceder hacia la clínica. Eran varias las cosas que tenía que hacer sin pérdida de tiempo. Conforme caminaba, pudo ver casi sin creerlo el coche de carreras verde Mulsanne Turbo en el mismo lugar en el que lo había estacionado. Sólo la ambulancia se había ido.
Una vez dentro del edificio, limpió un poco la sangre de uno de los teléfonos de la recepción y marcó el número de emergencias. En todas las secciones del servicio había un sistema para casos de apuro, igual que el 999 que sirve para las ambulancias, la policía o los bomberos. El timbre sonaría en la oficina más próxima relacionada con el Servicio de Inteligencia Secreto. Quizá una subestación de la Sección Especial o del Servicio de Inteligencia Militar en alguna base del ejército, la marina o las fuerzas aéreas. En el caso presente fue en una de estas últimas: en las oficinas de la Inteligencia de las Fuerzas Aéreas en Farnborough, escenario de las exhibiciones con aparatos procedentes de todo el mundo y donde tenían lugar también otras actividades como la investigación de accidentes o la prueba de nuevos prototipos. La Royal Air Force está siempre presente en Farnborough y naturalmente hay allí una oficina del Servicio Secreto.
Bond se identificó dando su nombre cifrado; es decir, Predator. Y añadió la clave para la clínica, que era Hospice, y la señal «Flash Red» indicando que se trataba de una emergencia de alto nivel. De este modo se aseguraba de que al poco rato aparecerían en la clínica una unidad de ayuda y fuertes elementos de seguridad.
Aquello, libraba a Bond de toda responsabilidad. No tenía por qué permanecer más tiempo allí. En el breve espacio que tardó en ir desde el teléfono hasta la puerta principal, Londres quedaba informado. Al salir de la cabina telefónica miró los cuerpos tendidos sobre los escalones. A pocos pasos de distancia había una pistola y pudo ver sin necesidad de recogerla que se trataba de una Walther P4; o sea, una Walther Pl normal a la que se había añadido un largo silenciador, consistente en un grueso cilindro que se proyectaba desde el cañón haciendo que la pistola tuviera una longitud tres veces mayor que la normal.
Era una arma eficaz, y aquello explicaba el silencio con el que se había llevado a cabo el ataque. Pensando que lo mejor sería hablar con sir James antes de marcharse, Bond volvió a entrar rápidamente en el edificio. Como el coche seguía allí, podía irse cuando quisiera porque un juego de llaves siempre quedaba en el vehículo dentro de una caja maquética pegada a la trasera bajo el chasis. Aparte de eso, siempre podría recurrir al control remoto.
Junto a Molony y a la enfermera había ahora un enfermero, y todos atendían a Trilby. Sir James, en mangas de camisa, levantó la mirada cuando Bond apareció en el umbral de la puerta.
– Se curará -anunció en el momento de clavar la aguja en el brazo de la joven para ponerle una nueva inyección-. Me temo que nuestro Servicio de Seguridad no comprobó a fondo la identidad de los visitantes.
– Pues lo han pagado bien caro -comentó Bond mirando hacia la enfermera, cuyo marido había sido una de las víctimas. La mujer tenía el rostro nublado por el dolor, pero continuaba cumpliendo con su deber-. Yo sugeriría -añadió Bond- que se convocara a todo el personal para un interrogatorio.
– Ya se ha convocado -contestó la enfermera.
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