Steve Berry - La búsqueda de Carlomagno

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La búsqueda de Carlomagno: краткое содержание, описание и аннотация

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Una civilización desconocida enterrada bajo el hielo de la Antártida esconde un misterio que Carlomagno dejó escrito. Un secreto revelador y de una gran importancia para la humanidad está a punto de ser descubierto…
Cotton Malone intenta descubrir la verdad sobre su padre, que murió en un submarino que se perdió en el Antártida en los años 70. Pronto aparecen otros involucrados en la búsqueda: dos gemelas alemanas y un aliado del presidente de los EE.UU. Pero cada uno de ellos tiene sus propios motivos. Después de investigar pistas en un par de iglesias antiguas en Alemania y Francia descubren pruebas de una civilización desconocida y muy avanzada que vivía en la Antártida antes de que desapareciera cubierta por el hielo.
Una novela trepidante, una búsqueda épica que llevará al lector desde Alemania, hasta Francia, EE.UU. y Antártida.

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– Estoy esperando -dijo Davis.

– Murió.

– Usted la mató.

Smith sentía curiosidad.

– ¿Todo esto es por ella?

– Es por usted.

Al sicario no le gustó la amargura que destilaba la voz de Davis, de modo que repitió:

– Me largo.

Stephanie observaba mientras Davis desafiaba a su captor. Era probable que Smith no quisiera matarlos, pero no cabía la menor duda de que lo haría si era preciso.

– Era una buena persona -aseguró el viceconsejero-. No tenía que morir.

– Debería haber mantenido esta conversación con Ramsey. El era quien la quería muerta.

– Él era quien la molía a palos a todas horas.

– Puede que a ella le gustara.

Davis se adelantó, pero Smith lo detuvo con el fusil. Stephanie sabía que si el matón apretaba el gatillo, no quedaría mucho de él.

– Tiene usted los nervios de punta -afirmó Smith.

Los ojos de Davis rebosaban odio. Sólo parecía oír y ver a Charlie Smith.

Sin embargo, Stephanie percibió movimiento a espaldas de éste, al otro lado de la ventana sin cristales y del porche cubierto, donde el radiante sol era aplacado por el frío invernal.

Una sombra.

Que se aproximaba.

Acto seguido se asomó un rostro: el del coronel William Gross. Stephanie se dio cuenta de que Diane también lo había visto y se preguntó por qué Gross no mataba sin más a Smith. Seguro que iba armado, y daba la impresión de que McCoy sabía que estaba allí; dos armas que salían volando por la ventana sin duda transmitían el mensaje de que necesitaban ayuda.

Entonces cayó en la cuenta: el presidente quería a ese tipo vivo. No era prudente llamar la atención sobre la situación, de ahí que no hubiesen acudido el FBI ni los servicios secretos, pero quería a Charlie Smith de una pieza.

McCoy asintió levemente con la cabeza.

Smith lo vio y giró la cabeza.

Dorothea abandonó el edificio y bajó a la calle por una estrecha escalera. Estaba junto a la casa de baños, al otro lado de la plaza que se extendía delante, cerca del final de la cueva y de una de las paredes de piedra lisa que se alzaba cientos de metros. Giró a la derecha.

Christl se hallaba a treinta metros, corriendo por una galería en la que se alternaban la luz y la oscuridad, lo que la hacía aparecer y desaparecer.

Dorothea continuó avanzando.

Era como cazar un ciervo en el bosque: había que darle espacio, dejar que se creyera a salvo y caer sobre él cuando menos se lo esperara.

Atravesó la luminosa galería y entró en otra plaza, parecida a la que había delante de los baños en dimensiones y forma. En ella no había nada salvo un banco de piedra que ocupaba una persona. Llevaba un mono blanco especial para climas fríos parecido al suyo, sólo que el de él estaba abierto por delante, dejando al descubierto los brazos, la parte superior enrollada a la cintura, el pecho cubierto únicamente por un jersey de lana. Los ojos eran oscuras concavidades en un rostro inexpresivo, los párpados cerrados. El congelado cuello se había ladeado, el oscuro cabello le rozaba la parte superior de unas orejas de un blanco ceniciento. La barba, gris acerada, presentaba regueros de humedad congelada, y una sonrisa de felicidad asomaba a los cerrados labios. Las manos las tenía plácidamente dobladas sobre el regazo.

Su padre.

Se quedó aturdida, el corazón acelerado. Quería apartar la mirada pero no era capaz. A los cadáveres había que darles sepultura, su sitio no era un banco.

– Sí, es él -dijo Christl.

La atención de Dorothea se centró de nuevo en el peligro que la acechaba, pero no vio a su hermana, tan sólo la oyó.

– Lo he encontrado antes. Nos estaba esperando.

– No te escondas -dijo ella.

Una risotada inundó el silencio.

– Míralo, Dorothea. Se desabrochó el mono para dejarse morir, ¿te lo imaginas?

No, no se lo podía imaginar.

– Un acto de valentía -añadió la voz incorpórea-. Y pensar que mamá decía que no tenía valor, y tú que era tonto. ¿Habrías sido capaz de hacer tú eso, Dorothea?

Ella vio una salida, dos altas puertas de bronce flanqueadas por sendas columnas cuadradas, esta vez abiertas de par en par, sin una barra de metal que las mantuviera cerradas. Al otro lado había unos escalones de bajada, y Dorothea sintió una ráfaga de aire frío. Volvió a mirar el cadáver.

– Nuestro padre.

Giró en redondo. Christl estaba a unos siete metros, apuntándola con un arma.

Ella tensó el brazo y comenzó a subirlo.

– No, Dorothea -advirtió Christl-. No lo hagas.

Ella no se movió.

– Lo hemos encontrado -dijo Christl-. Hemos resuelto la búsqueda de mamá.

– Esto no arregla nada entre nosotras.

– Muy cierto.

– Yo tenía razón -aseveró Christl-. En todo. Y tú te equivocabas.

– ¿Por qué mataste a Henn y a Werner?

– Mamá envió a Henn para pararme los pies. El leal Ulrich. ¿Werner? Me parece que te alegras de que haya muerto.

– ¿También piensas matar a Malone?

– Debo ser la única que salga de aquí, la única superviviente.

– Estás loca.

– Míralo, Dorothea. Nuestro querido padre. La última vez que lo vimos temamos diez años.

Ella no quería mirar, ya había visto bastante. Y quería recordarlo como lo había conocido.

– Dudabas de él -le espetó Christl.

– Igual que tú.

– Yo nunca dudé.

– Eres una asesina.

Christl rompió a reír.

– A ver si te crees que me importa lo que piensas de mí.

Era imposible alzar la pistola y disparar antes de que Christl apretara el gatillo. Dado que de todas formas estaba muerta, decidió ser la primera en actuar.

Hizo ademán de subir el brazo y su hermana apretó el gatillo. Dorothea se preparó para recibir el impacto pero no pasó nada. Tan sólo se oyó un clic.

Christl se quedó estupefacta. Volvió a apretar el gatillo, en vano.

– No tiene balas -dijo Malone mientras entraba en la plaza-. No soy tan idiota.

Ya era suficiente.

Dorothea apuntó y abrió fuego.

El primer proyectil aceitó a Christl de lleno en el pecho y le atravesó la gruesa ropa polar. El segundo, también dirigido al pecho, estuvo a punto de desequilibrarla. El tercero, a la cabeza, le levantó la tapa de los sesos, pero el intenso frío coaguló la sangre en el acto.

Dos disparos más y Christl Falk se desplomó en el suelo. No se movía. Malone se acercó.

– Había que hacerlo -musitó Dorothea-. Era malvada.

Volvió la cabeza hacia su padre. Era como si estuviera saliendo de una anestesia, algunas ideas aclarándose, otras todavía ofuscadas y lejanas.

– Así que llegaron hasta aquí. Me alegro de que encontrara lo que estaba buscando.

Dorothea miró a Malone y vio que a él también se le había pasado por la cabeza una idea aterradora. La salida llamó la atención de ambos. No hizo falta que Dorothea dijera nada: ella había encontrado a su padre; él, no.

Aún.

NOVENTA Y DOS

Stephanie cuestionó lo acertado de la señal de McCoy. Smith, desconcertado, retrocedió y se volvió, intentando no perderlos de vista mientras echaba un vistazo por la ventana. Fuera bailoteaban más sombras.

Smith disparó una ráfaga corta que acabó con las endebles paredes, e infligió heridas dentadas a la madera. McCoy se abalanzó entonces hacia él.

Stephanie temió que él le disparara, pero Smith se limitó a girar el fusil y hundirle la culata en el estómago. McCoy se dobló sobre sí misma, respirando con dificultad, y él le propinó un rodillazo en el mentón que la derribó al suelo.

Instantáneamente, antes de que Stephanie o Davis pudieran reaccionar, Smith levantó el arma y dividió su atención entre ellos y la ventana, probablemente con la intención de decidir dónde acechaba la mayor amenaza.

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