Steve Berry - El tercer secreto

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Fátima, Portugal, 1917. La Virgen María se aparece a tres niños y les hace tres revelaciones. Dos de ellas son hechas públicas: la primera presagia la II Guerra Mundial, la segunda, la conversión de Rusia. El tercer secreto es guardado bajo llave. En el año 2000 Juan Pablo II desvela finalmente el misterio: el atentado fallido contra el Papa. Pero algo indica que un mensaje mucho más importante sigue sumido en la oscuridad. En la actualidad, Clemente XV se adentra en la Riserva vaticana y estudia la caja de madera que alberga el tercer secreto. ¿Duda el nuevo pontífice de su autenticidad? Andrej Tibor, el sacerdote que lo tradujo, sabe la verdad.

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El archivero hizo una pausa para mirar a Valendrea, y éste captó su glacial expresión. Era evidente que el anciano no aprobaba lo que estaba a punto de decir. El cardenal archivero volvió al micrófono:

Qui Sibi Imposuit Nomen…

Las palabras le devolvían el eco. El nombre que había escogido era el de…

Petrus II.

El eco resonó en la inmensa plaza como si las estatuas que coronaban la columnata hablaran entre sí, cada una preguntándole a las otras si habían oído bien. El gentío sopesó el nombre un instante y después comprendió.

Aumentaron las aclamaciones.

Valendrea echó a andar, pero se percató de que sólo lo seguía un cardenal. Se giró. Ngovi no se había movido.

– ¿Viene?

– No.

– Es su deber de camarlengo.

– Me avergüenzo de él.

Valendrea retrocedió.

– He pasado por alto su insolencia en la capilla. No vuelva a ponerme a prueba.

– O ¿qué? ¿Me meterá en la cárcel? ¿Confiscará mis bienes? ¿Me despojará de mis títulos? No estamos en la Edad Media.

El otro cardenal, que estaba al lado, parecía violento. Era uno de sus incondicionales, de modo que era preciso hacer algún alarde de poder.

– Me encargaré de usted más tarde, Ngovi.

– Y el Señor se encargará de usted.

El africano se volvió y se fue.

Valendrea no estaba dispuesto a permitir que le estropearan ese momento. Miró al otro cardenal.

– ¿Vamos, Eminencia?

Y salió al sol, los brazos abiertos en señal de cálido abrazo a aquella multitud que expresaba a gritos su aprobación.

52

Medjugorje, Bosnia-Herzegovina 12:30

Michener se encontraba mejor. Había recuperado la vista y no le dolían ni la cabeza ni el estómago. Ahora veía que la habitación del dispensario era un cubículo, las paredes de hormigón pintadas de amarillo claro. Una ventana con cortinas de encaje permitía que entrara luz, pero no dejaba ver nada, pues habían cubierto los cristales con una espesa capa de pintura.

Katerina había ido a interesarse por Jasna. El médico no había dicho nada, y él esperaba que estuviese bien.

La puerta se abrió.

– Está bien -anunció Katerina-. Al parecer ambos estaban lo bastante lejos. Sólo tiene unos chichones en la cabeza. -Se situó junto a la cama-. Y hay más noticias.

Michener la miró, contento de poder ver de nuevo su hermoso rostro.

– Valendrea es Papa. Lo he visto en televisión. Acaba de dirigirse a la multitud que se agolpa en la plaza de San Pedro: ha hecho un llamamiento a la vuelta a las raíces de la Iglesia. Y, no te lo pierdas, ha decidido llamarse Pedro II.

– Rumanía cada vez me apetece más.

Ella le dedicó una media sonrisa.

– Y dime, ¿mereció la pena subir a la cima?

– ¿A qué te refieres?

A lo que quiera que tú y ella estuviesen haciendo la otra noche en esa montaña.

– ¿Estás celosa?

– Más bien siento curiosidad.

Él cayó en la cuenta de que le debía una explicación.

– Se suponía que iba a contarme el décimo secreto.

– ¿En medio de una tormenta?

– No me pidas que lo racionalice. Me desperté y ella estaba en la calle, esperándome. Fue espeluznante, pero sentí la necesidad de ir.

Decidió no hablarle de su alucinación, pero recordaba perfectamente la visión, como un sueño que no se desvanecía. El médico había dicho que había estado varias horas inconsciente, de manera que lo que vio u oyó no fue más que una manifestación de todo lo que había averiguado durante los últimos meses. Los mensajeros habían sido dos hombres que ejercían una poderosa influencia en su mente. Pero ¿y Nuestra Señora? Probablemente nada más que la imagen de lo que había visto en casa de Jasna el día anterior.

¿O no?

– Mira, no sé lo que se proponía Jasna. Me dijo que para conocer el secreto tenía que ir con ella. Así que me fui.

– ¿No pensaste que era una situación un poco rara?

– Todo esto es raro.

– Va a venir aquí.

– ¿De qué estás hablando?

– Jasna me dijo que iba a venir a verte. La estaban preparando cuando me fui.

La puerta se abrió, y una silla de ruedas guiada por una mujer de mayor edad entró en la estrecha estancia. Jasna parecía cansada, y tenía vendados la frente y el brazo derecho.

– Quería ver si se encontraba bien -dijo débilmente.

– También yo quería saber cómo estaba usted.

– Sólo lo llevé allí porque Nuestra Señora me lo pidió. No quería hacerle daño.

Por vez primera parecía cercana.

– No la culpo de nada. Fui yo quien decidió ir.

– Me han dicho que la cruz quedará marcada para siempre: un tajo ennegrecido recorre su blancura de arriba abajo.

– ¿Es ésa la señal para los ateos? -inquirió Katerina con cierto desdén.

– No tengo idea -replicó Jasna.

– Puede que el mensaje de hoy a los fieles lo aclare todo. -Katerina no parecía estar dispuesta a darle un respiro.

Michener quería pedirle que se relajara, pero sabía que estaba alterada, y descargaba su frustración en el blanco más fácil.

– Nuestra Señora ha venido por última vez.

Él escrutó los rasgos de la mujer que tenía delante: su rostro era triste, y apretaba los ojos, la expresión diferente de la del día anterior. Supuestamente llevaba veintitantos años hablando con la madre de Dios. Tanto si era verdad como si no, la experiencia era importante para ella, y ahora que todo había terminado el dolor de la pérdida quedaba patente. Michener imaginó que sería algo similar a la muerte de un ser querido: una voz que no volvería a escuchar, unos consejos y un consuelo con los que ya no contaría. Como ocurrió con sus padres. Y con Jakob Volkner.

De pronto compartió la tristeza de Jasna.

– La otra noche, en la cima de la montaña, la Virgen me reveló el décimo secreto.

Michener recordó lo poco que le había oído decir en mitad de la tormenta: «Lo recordaré. Sé que seré capaz. Querida Señora, no tenía idea.»

– Apunté lo que dijo. -Le entregó una hoja de papel doblada-. Nuestra Señora me pidió que se lo diera.

– ¿Dijo alguna otra cosa?

– Fue entonces cuando desapareció. -Jasna le indicó a la anciana que guiaba la silla-: Me gustaría volver a mi habitación. Espero que se ponga bien, padre Michener. Rezaré por usted.

– Y yo por usted, Jasna -repuso él. Y lo decía en serio.

Jasna se fue.

– Colin, esa mujer es una impostora. ¿Es que no lo ves? -Katerina estaba levantando la voz.

– No sé qué es, Kate. Si es una impostora, es buena. Se cree lo que dice. Y aunque sea una farsante, el timo se ha terminado. Las visiones han cesado.

Ella le señaló el papel.

– ¿Vas a leerlo? Esta vez no hay ninguna orden papal que te lo impida.

Era verdad. Desdobló la hoja, pero fijar la vista en ella le levantó dolor de cabeza, de modo que se la entregó a Katerina.

– No puedo. Léemela.

53

Ciudad del Vaticano, 13:00

Valendrea se encontraba en la sala de audiencias, recibiendo felicitaciones del personal de la secretaría de Estado. Ambrosi ya había expresado el deseo de cambiar a muchos de los sacerdotes y a la mayor parte de los secretarios, y él no se había opuesto. Si esperaba que Ambrosi satisficiera todas sus necesidades, lo menos que podía hacer era dejar que escogiera a sus propios subordinados.

Ambrosi no se había apartado de su lado desde esa mañana, permaneciendo sumisamente en el balcón mientras él se dirigía a la multitud que llenaba la plaza de San Pedro. Luego Ambrosi siguió los informes de radio y televisión, los cuales eran positivos en su mayoría, en particular en lo tocante a la elección del nombre de Valendrea, pues los comentaristas estaban de acuerdo en que ése sería un «pontificado importante». Valendrea hasta imaginó a Tom Kealy balbuciendo un segundo o dos cuando las palabras «Pedro II» salieron de su boca. Durante su papado no habría más sacerdotes estrella. Los clérigos harían lo que se les dijera, y en caso contrarío serían despedidos… empezando por Kealy. Ya le había dicho a Ambrosi que apartara del sacerdocio a ese idiota antes de que finalizara la semana.

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