– Han traído de Roma las vestiduras pontificias. Tú y yo lo vestiremos para el entierro.
Michener apreció la importancia del gesto y repuso:
– Creo que le habría gustado.
La caravana se fue abriendo paso despacio hacia el Vaticano en medio de la lluvia. Habían tardado casi una hora en recorrer los casi treinta kilómetros que los separaba de Castelgandolfo, el camino festoneado de miles de dolientes. Michener iba en el tercer vehículo junto con Ngovi, el resto de los cardenales en los distintos coches que habían llegado a toda prisa desde el Vaticano. Un coche fúnebre encabezaba el cortejo, el cuerpo de Clemente en la parte posterior, ataviado con las vestiduras y la mitra e iluminado para que los fieles pudieran verlo. Ahora, dentro de la ciudad, casi a las seis de la tarde, era como si toda Roma llenara las aceras, la policía despejaba el camino para que los automóviles pudieran avanzar.
La plaza de San Pedro estaba abarrotada, pero habían acordonado un pasillo entre un mar de paraguas que serpenteaba entre la columnata y llegaba hasta la basílica. Lamentos y llanto seguían a la comitiva. Muchos de los dolientes lanzaban flores a los capos, tantas que comenzaba a resultar difícil ver por el parabrisas. Uno de los hombres de seguridad finalmente apartó los montones con la mano, pero no tardaron en formarse otros.
Los coches atravesaron el Arco de las Campanas y dejaron atrás el gentío. Ya en la plaza de los Protomártires el cortejo rodeó la sacristía de San Pedro y se dirigió hacia una entrada trasera de la basílica. Allí, a salvo tras los muros, el espacio aéreo restringido, podía disponerse el cuerpo de Clemente para los tres días de exposición pública.
Una suave lluvia envolvía los jardines en una bruma espumosa. Las luces de los senderos se desdibujaban como cuando el sol atravesaba densas nubes.
Michener intentó imaginar lo que estaría sucediendo en los edificios que tenía en derredor. En los talleres de los sampietrini se construía un triple ataúd: el interior de bronce, el segundo de cedro, el tercero de ciprés. En San Pedro ya se había organizado e instalado un catafalco, cerca un único cirio encendido, que aguardaba al cuerpo que sustentaría en los días venideros.
Mientras avanzaban por la plaza, Michener había reparado en los equipos de televisión que instalaban cámaras en las balaustradas, los mejores lugares entre las 162 estatuas estarían sin duda muy solicitados. La oficina de prensa del Vaticano se hallaba asediada. Él había echado una mano en el último funeral de un pontífice y preveía las miles de llamadas que entrarían en las próximas jornadas. Hombres de Estado del mundo entero no tardarían en llegar, y habría que asignarles legados para que les prestaran ayuda. La Santa Sede se enorgullecía de una estricta observancia del protocolo incluso ante un pesar indescriptible, el cometido de garantizar el éxito en esto estaba en manos del cardenal de voz suave que iba sentado a su lado.
Los automóviles se detuvieron y los cardenales empezaron a congregarse cerca del coche fúnebre. Los sacerdotes protegían a los príncipes con sendos paraguas, los cardenales iban ataviados con la sotana negra adornada con una faja roja de rigor. Un cuerpo de guardia de honor vestido de gala custodiaba la puerta de la basílica. A Clemente no le faltaría en los próximos días. Cuatro de los guardias suizos llevaban a hombros las andas y se acercaron al coche fúnebre. El maestro de ceremonias pontificias, un sacerdote holandés de rostro barbado y corpulento, permanecía no muy lejos. Se adelantó y dijo:
– El catafalco está listo.
Ngovi asintió.
El maestro de ceremonias avanzó hacia el coche fúnebre y ayudó a los expertos a sacar el cuerpo de Clemente. Una vez centrado en las andas y colocada la mitra, el holandés indicó a los expertos que se retiraran. Luego arregló con sumo cuidado las vestiduras, doblando despacio cada pliegue. Dos sacerdotes protegían el cuerpo con dos paraguas, y otro joven sacerdote se adelantó con el palio. La estrecha banda de lana blanca bordada con seis cruces púrpura simbolizaba la plenitud del papado. El maestro de ceremonias rodeó el cuello de Clemente con los cinco centímetros de banda y a continuación dispuso las cruces en el pecho, los hombros y el abdomen. Realizó algunos arreglos en los hombros y finalmente enderezó la cabeza. Por último se arrodilló, dando a entender que había terminado.
Una leve inclinación de cabeza por parte de Ngovi hizo que la guardia suiza alzara las andas. Los sacerdotes con los paraguas se apartaron, y los cardenales formaron una fila detrás.
Michener no se unió al cortejo: él no era príncipe de la Iglesia, y lo que les aguardaba era sólo para ellos. Tendría que desocupar sus habitaciones en el palacio antes del día siguiente: también las sellarían, a la espera del cónclave. Asimismo tenía que dejar el despacho. Su influencia finalizaba con el último suspiro de Clemente. Los que un día gozaran del favor del Papa se marchaban para dejar sitio a los que pronto gozarían del favor del nuevo pontífice.
Ngovi esperó hasta el final para unirse a la hilera que entraba en la basílica. Antes de irse, dio media vuelta y musitó:
– Quiero que hagas inventario de las dependencias del Papa y saques sus pertenencias: Clemente no habría querido que otro se ocupara de sus efectos personales. He dejado dicho a la guardia que te permita entrar. Hazlo ahora.
Un guardia le abrió a Michener las dependencias del Papa. La puerta se cerró tras él, que se quedó solo con una extraña sensación. Allí donde en su día disfrutara, ahora se sentía como un intruso.
Las habitaciones seguían igual que las había dejado Clemente el sábado por la mañana. La cama estaba hecha, las cortinas descorridas, las gafas de leer de repuesto del Papa aún en la mesilla de noche. La Biblia encuadernada en piel que solía descansar en ese mismo sitio se hallaba en Castelgandolfo, en la mesa, junto al portátil de Clemente, cosas estas que no tardarían en volver a Roma.
En el escritorio, al lado del mudo computador de sobremesa, había algunos papeles. Pensó que lo mejor sería empezar por allí, de modo que encendió el computador y comprobó las carpetas. Sabía que Clemente se comunicaba con regularidad por correo electrónico con algunos parientes lejanos y algunos cardenales, pero al parecer no había guardado ninguno de esos mensajes. No había archivo alguno. La libreta de direcciones contenía alrededor de una docena de nombres. Examinó todas las carpetas del disco duro: la mayoría eran informes procedentes de la curia, la palabra escrita sustituida por unos y ceros en una pantalla. Borró todas las carpetas utilizando un programa especial que eliminaba todo rastro de los archivos del disco duro y apagó el aparato. El terminal se quedaría allí y sería utilizado por el siguiente Papa.
Echó un vistazo a su alrededor. Tendría que encontrar unas cajas para meter las pertenencias de Clemente, pero por el momento lo amontonó todo en medio de la estancia. No había gran cosa: Clemente había llevado una vida sencilla. Algunos muebles, unos cuantos libros y diversos objetos de familia constituían todas sus posesiones.
El ruido de una llave en la cerradura llamó su atención.
La puerta se abrió y entró Paolo Ambrosi.
– Espera fuera -le ordenó éste al guardia al tiempo que entraba y cerraba tras de sí. Michener se enfrentó a él:
– ¿Qué está haciendo aquí?
El menudo sacerdote dio un paso adelante.
– Lo mismo que usted: desocupar las dependencias.
– El cardenal Ngovi me ha encomendado esa tarea a mí.
– El cardenal Valendrea ha dicho que tal vez necesitara ayuda.
Al parecer el secretario de Estado pensaba que sería conveniente ponerle una niñera, pero él no estaba de humor.
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