Steve Berry - El tercer secreto

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Fátima, Portugal, 1917. La Virgen María se aparece a tres niños y les hace tres revelaciones. Dos de ellas son hechas públicas: la primera presagia la II Guerra Mundial, la segunda, la conversión de Rusia. El tercer secreto es guardado bajo llave. En el año 2000 Juan Pablo II desvela finalmente el misterio: el atentado fallido contra el Papa. Pero algo indica que un mensaje mucho más importante sigue sumido en la oscuridad. En la actualidad, Clemente XV se adentra en la Riserva vaticana y estudia la caja de madera que alberga el tercer secreto. ¿Duda el nuevo pontífice de su autenticidad? Andrej Tibor, el sacerdote que lo tradujo, sabe la verdad.

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– No ha sido muy difícil.

Lo cierto es que le apetecía hablar del tema.

– Es diferente. Cercana, pero difícil de definir.

Clemente bebió un sorbo de vino de su copa.

– No puedo evitar pensar que sería mejor sacerdote, mejor hombre, si no tuviera que reprimir mis sentimientos -repuso Michener.

El Papa dejó el vaso en la mesa.

– Tu confusión es comprensible. El celibato no está bien.

Michener dejó de comer.

– Espero que no le haya contado eso a nadie más.

– Si no puedo ser sincero contigo, ¿con quién voy a serlo?

– ¿Cuándo llegó a esa conclusión?

– El Concilio de Trento se celebró hace mucho, y sin embargo aquí nos tienes, en el siglo veintiuno y aferrándonos a una doctrina del siglo dieciséis.

– Es la naturaleza católica.

– El Concilio de Trento se convocó para tratar de la Reforma protestante. Perdimos esa batalla, Colin. Los protestantes se han convertido en un problema permanente.

Entendió lo que estaba diciendo Clemente. El Concilio de Trento había determinado que el celibato era necesario por el bien del Evangelio, pero admitía que su origen no era divino, lo cual significaba que podía cambiarse si la Iglesia lo deseaba. Los únicos concilios que se habían celebrado después del de Trento, el Vaticano I y el Vaticano II, habían rehusado hacer nada, y ahora el sumo pontífice, el único hombre que podía hacer algo, se cuestionaba lo acertado de la actitud de sus predecesores.

– ¿Qué está diciendo, Jakob?

– No estoy diciendo nada, tan sólo hablo con un viejo amigo. ¿Por qué no pueden casarse los sacerdotes? ¿Por qué han de ser castos? Si es aceptable para otros, ¿por qué no para el clero?

– Personalmente estoy de acuerdo, pero creo que la curia adoptaría un punto de vista distinto.

Clemente se inclinó hacia delante al apartar el cuenco de sopa vacío.

– Y ése es el problema: la curia siempre se opondrá a todo aquello que amenace su supervivencia. ¿Sabes lo que me dijo uno de ellos hace unas semanas?

Michener negó con la cabeza.

– Dijo que el celibato debía mantenerse porque el coste que supondría pagar a los sacerdotes se dispararía. Nos veríamos forzados a destinar decenas de millones para hacer frente a la subida de sueldos, ya que los sacerdotes tendrían esposa e hijos que mantener, ¡imagínate! Ésa es la lógica que emplea la Iglesia.

Michener era de la misma opinión, si bien se sintió en la obligación de contestar:

– El mero hecho de que insinuara la necesidad de un cambio le daría a Valendrea un arma arrojadiza perfecta para utilizar con los cardenales. Podría enfrentarse a una rebelión.

– Pero ésa es la ventaja de ser Papa: mis opiniones en materia de doctrina son infalibles. Mi palabra es la última palabra. No necesito permiso, y no me pueden echar.

– La infalibilidad también fue creada por la Iglesia -le recordó Michener-. El próximo Papa podría cambiarla, junto con todo aquello que usted haga.

Clemente se pellizcaba la parte carnosa de la mano, una nerviosa costumbre que Michener ya le había visto.

– He tenido una visión, Colin.

Las palabras, apenas un susurro, tardaron un instante en ser asimiladas.

– Una ¿qué?

– La Virgen me habló.

– ¿Cuándo?

– Hace muchas semanas, justo después de que el padre Tibor se pusiera en contacto conmigo por vez primera. Por eso acudí a la Riserva . Ella me dijo que fuera.

Primero el Papa hablaba de desechar un dogma que llevaba en pie cinco siglos y ahora afirmaba haber presenciado apariciones marianas. Michener cayó en la cuenta de que la conversación debía quedar entre ellos, con las plantas por único testigo, pero oyó de nuevo lo que Clemente había dicho en Turín: «¿De verdad crees que disfrutamos de alguna privacidad aquí, en el Vaticano?»

– ¿Es prudente discutir esto? -Esperaba que su tono le transmitiera el aviso, pero Clemente no pareció escuchar.

– Ayer se me apareció en mi capilla. Alcé la vista y allí estaba, flotando delante de mí, rodeada de una luz dorada y azul, un halo envolviendo su resplandor. -El Papa hizo una pausa-. Me dijo que su corazón estaba rodeado de espinas con las que los hombres la laceran, sus blasfemias y su ingratitud.

– ¿Está seguro de esas afirmaciones? -le preguntó el sacerdote.

Clemente asintió.

– Las dijo con toda claridad. -El Papa unió los dedos-. No estoy senil, Colin. Fue una visión, de eso estoy seguro. -Se detuvo-. Juan Pablo II también las tuvo.

Michener lo sabía, pero no dijo nada.

– Somos unos estúpidos -aseguró el Papa.

A su interlocutor empezaban a inquietarlo tantos acertijos.

– La Virgen me dijo que fuera a Medjugorje.

– Y ¿por eso me envía allí?

Clemente afirmó con la cabeza.

– Dijo que entonces quedaría todo claro.

Por unos momentos reinó el silencio. Michener no sabía qué decir. Era difícil discutir con el Cielo.

– Dejé que Valendrea leyera el contenido de la caja de Fátima -musitó el pontífice.

Michener se sentía confuso.

– ¿Qué hay en ella?

– Parte de lo que me mandó el padre Tibor.

– ¿Va a decirme qué es?

– No puedo.

– ¿Por qué permitió que Valendrea lo leyera?

– Para ver su reacción. Incluso trató de intimidar al archivero para que le dejara echar un vistazo. Ahora sabe exactamente lo mismo que sé yo.

Michener estaba a punto de preguntar una vez más de qué se trataba cuando unos golpecitos a la entrada de la terraza interrumpieron la conversación. Entró uno de los camareros con una hoja de papel doblada.

– Acaba de llegar esto de Roma por fax, monseñor Michener. En la cabecera indicaba que se lo entregara de inmediato.

El aludido cogió el papel y le dio las gracias al camarero, que se marchó al punto. Lo abrió y leyó el mensaje. Luego miró a Clemente y dijo:

– Hace un rato se ha recibido una llamada del nuncio de Bucarest. El padre Tibor ha muerto. Encontraron su cuerpo esta mañana, en la orilla de un río al norte de la ciudad. Tenía el cuello rajado, y al parecer lo arrojaron por un precipicio. Hallaron su coche cerca de una vieja iglesia que frecuentaba. La policía sospecha que fueron ladrones, porque la zona está plagada. Me han informado porque una de las monjas del orfanato le habló al nuncio de mi visita. Se pregunta por qué fui sin decir nada.

El rostro de Clemente perdió el color. El Papa hizo la señal de la cruz y unió sus manos en oración. Michener vio que Clemente apretaba los ojos y musitaba algo para sí.

Luego las lágrimas anegaron la cara del alemán.

27

16:00

Michener llevaba toda la tarde pensando en el padre Tibor. Dio un paseo por los jardines de la villa e intentó borrar de su mente la imagen del cuerpo ensangrentado del viejo búlgaro rescatado del río. Finalmente se dirigió a la capilla donde papas y cardenales se habían situado ante el altar durante siglos. Hacía más de diez años que no decía misa: había estado demasiado ocupado atendiendo las necesidades de otros, pero ahora sentía el deseo imperioso de celebrar un funeral en honor del viejo sacerdote.

Se puso las vestiduras en silencio y después escogió una estola negra, se la echó al cuello y fue hasta el altar. Lo habitual era que el difunto se hallara delante del altar, los bancos llenos de amigos y parientes. Se trataba de acentuar la unión con Cristo, una comunión con los santos de la que ahora gozaba el fallecido. Con el tiempo, en el día del Juicio Final, todos se reunirían y morarían para siempre en la casa del Señor.

O eso afirmaba la Iglesia.

Sin embargo, mientras pronunciaba las oraciones de rigor, no pudo evitar preguntarse si todo aquello no sería en balde. ¿De verdad había un ser supremo esperando para ofrecer la salvación eterna? Y ¿podía obtenerse dicha recompensa simplemente haciendo lo que la Iglesia decía? ¿Podía perdonarse toda una vida de fechorías con unos instantes de arrepentimiento? ¿Acaso no querría más Dios? ¿No querría una vida de sacrificio? Nadie era perfecto, siempre se cometían errores, pero la medida de la salvación sin duda debía ser mayor que unos cuantos actos de contrición.

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