Lord señaló los papeles.
– Hay otro documento, profesor. De uno de los guardias. No se lo enseñé antes. Puede que le interese leerlo.
Pashenko localizó el papel y lo leyó.
– Es coherente con los demás testimonios -dijo, al terminar-. Brotaron espontáneamente intensos sentimientos de simpatía por los miembros de la familia imperial. Muchos de los guardias los odiaban, les robaron todo lo que pudieron, pero hubo otros que reaccionaron de modo distinto. El Originador supo utilizar esa simpatía.
– ¿Quién es el Originador? -preguntó Akilina.
– Félix Yusúpov.
Lord quedó muy sorprendido.
– ¿El hombre que mató a Rasputín?
– El mismo.
Pashenko cambió de postura.
– Mi padre y mi tío me contaron algo que ocurrió en el Palacio Alejandro, en Tsarskoe Selo. La noticia partió del Originador y llegó a conocimiento de la Santa Agrupación. El acontecimiento tuvo por fecha el 28 de octubre de 1916.
Lord acercó los ojos a la carta que Pashenko sostenía.
– La fecha coincide con la de la carta de Alejandra a Nicolás.
– Exactamente. Alexis acababa de sufrir otro episodio de hemofilia. La emperatriz mandó a buscar a Rasputín, éste acudió y supo aliviar los padecimientos del muchacho. Luego, Alejandra se vino abajo, y el starets le echó en cara su falta de fe en Dios y en él. Fue entonces cuando Rasputín profetizó que quien se sintiera más culpable vería el error de sus propósitos, afirmando que la sangre de la familia imperial resucitaba por sí misma. También dijo que sólo un cuervo y un águila podrían tener éxito donde todo hubiera fracasado antes…
– …Y que la inocencia de las bestias guardaría el camino, señalándolo; y que sería el último arbitro del éxito -dijo Lord.
– La carta confirma lo que a mí me contaron hace tantos años. Una carta que encontró usted oculta en los archivos estatales.
– Muy bien, pero ¿qué tiene que ver todo eso con nosotros? -preguntó Lord.
– Señor Lord: usted es el cuervo.
– ¿Por ser negro?
– En parte. Es usted una rareza en este país. Pero hay algo más. -Pashenko se volvió hacia Akilina-. Esta dama tan bella. Su nombre, señora, significa «águila» en ruso antiguo.
El rostro de Akilina expresó sorpresa.
– Ahora comprenderán ustedes por qué sentimos tanta curiosidad. Sólo un cuervo y un águila pueden tener éxito donde todo haya fracasado antes. El cuervo entra en contacto con el águila. Me temo, señorita Petrovna, que está usted metida en esto, se dé usted cuenta o no. Por esa razón teníamos vigilado el circo. Estaba seguro de que ustedes dos volverían a ponerse en contacto. Que así haya sido no hace sino confirmar la profecía de Rasputín.
Lord estuvo a punto de echarse a reír.
– Rasputín era un oportunista. Un campesino corrupto que manipuló a una Zarina abrumada por el sentido de culpa. Si no hubiera sido por la hemofilia del zarevich, el gusano del starets nunca habría tenido acceso a la casa imperial.
– Lo cierto es que Alexis padecía una gravísima hemofilia y que Rasputín le proporcionaba alivio durante los ataques.
– Sabemos que la disminución del estrés emocional puede tener efecto en la pérdida de sangre. Determinado tipo de hemofilia reacciona bien a la hipnosis. El estrés afecta tanto la circulación de la sangre como la solidez de las paredes vasculares. A juzgar por todo lo que he leído, lo único que hacía Rasputín era calmar al chico. Le hablaba, le contaba cuentos de Siberia, le decía que todo acabaría bien. En esas ocasiones, Alexis solía quedarse dormido, lo cual también contribuía.
– Yo también he leído esas explicaciones. Pero sigue siendo un hecho que Rasputín tenía efecto en el zarevich. Y, al parecer, predijo su propia muerte con semanas de antelación, además de lo que ocurriría si era alguien de sangre real quien lo mataba. También profetizó una resurrección. La que puso en práctica Félix Yusúpov. La que ahora va a alcanzar su culminación, gracias, en parte, a la ayuda de ustedes dos.
Lord miró a Akilina. Su nombre y la relación establecida entre ambos podían ser pura coincidencia. Pero el caso era que esa coincidencia llevaba años gestándose. Sólo un cuervo y un águila pueden tener éxito cuando todo se viene abajo. ¿Qué era lo que estaba pasando?
– Stefan Baklanov no es digno de regir los destinos de este país -dijo Pashenko-. Es un tonto lleno de petulancia, sin capacidad alguna para gobernar. Es elegible sólo por una serie de muertes casuales. Lo manipularán con mucha facilidad, y me temo que la Comisión del Zar piensa investirlo de un poder sin límites, un regalo que la Duma no podrá sino confirmar. El pueblo quiere un Zar, no una figura decorativa.
Pashenko bajó los ojos para ponerlos en Lord.
– Señor Lord, soy consciente de que su tarea consiste en apoyar las aspiraciones de Baklanov. Pero creo firmemente que hay, en alguna parte, un heredero directo de Nicolás II. Dónde exactamente, no tengo ni idea. Sólo usted y la señorita Petrovna pueden averiguarlo.
Lord suspiró:
– Es demasiado, profesor. Esto ya es demasiado.
Una ligera sonrisa se dibujó en los labios del viejo.
– Lo comprendo. Pero antes de contarles nada más a ustedes, voy un momento a la cocina, para ocuparme de la cena. ¿Por qué no lo hablan a solas? Tienen que tomar una decisión.
– ¿Sobre qué?
Pashenko se levantó del sillón:
– Su futuro. Y el de Rusia.
20:40
Hayes se tendió de espaldas y asió la barra de hierro que había más arriba de su cabeza. Alzó las pesas, las separó de su base e hizo diez levantamientos, sudando copiosamente: sus bíceps y sus hombros acusaron dolorosamente el esfuerzo. Le encantaba que el Voljov dispusiera de gimnasio. Andaba ya cerca de los sesenta años, pero no estaba dispuesto a tolerar que el tiempo lo derrotara. Nada le impedía vivir otros cuarenta años. Y necesitaba ese tiempo. Había tanto que hacer, y sólo ahora estaba en condiciones de tener éxito. Tras la coronación de Stefan Baklanov, podría trabajar a gusto y hacer lo que quisiera. Le tenía puesto el ojo a un espléndido chalé en los Alpes austríacos, un sitio donde podía disfrutar del aire libre, la caza y la pesca, y ser dueño de su propia casa solariega. La mera idea lo embriagaba de placer. Motivación más que suficiente para seguir adelante, fuera cual fuera la tarea.
Concluyó otra sesión de levantamientos, cogió una toalla y se enjugó el sudor de la frente. A continuación abandonó la sala de ejercicios y se encaminó hacia los ascensores.
¿Dónde podía estar Lord? ¿Por qué no había llamado? Le había dicho a Orleg, antes, que bien podía ser que Lord ya no confiara en él. Pero no estaba convencido. También era posible que Lord diera por supuesto que los teléfonos del hotel estaban pinchados. Lord conocía lo suficientemente bien la paranoia rusa como para saber lo fácil que le resultaría al gobierno -o a cualquier agrupación privada- aplicar ese control. Ello podría explicar por qué no había tenido noticias de Lord desde su apresurada salida del despacho de Feliks Orleg. Pero podría haber llamado por teléfono a Atlanta, a la compañía, para que alguien concertase desde allí un encuentro entre los dos. Lo había comprobado hacía un par de horas, sin embargo, y nadie había recibido ninguna llamada.
Qué lío.
Miles Lord se estaba convirtiendo en un auténtico problema.
Salió del ascensor a un vestíbulo con las paredes forradas de madera, en el sexto piso. Había uno en cada pasillo, una zona para sentarse a leer periódicos y revistas. Dos de los sillones estaban ocupados por Brezhnev y Stalin. Hayes tenía cita con ellos y con los demás miembros de la Cancillería Secreta dentro de dos horas, en un palacete del sur de la ciudad, de modo que le sorprendió su presencia en aquel momento.
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