Steve Berry - La profecía Romanov

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El 16 de julio de 1918 el Zar Nicolás II y toda la familia imperial son ejecutados a sangre fría, pero cuando en 1991 se inhuman sus restos se descubre que faltan los cadáveres de dos de los hijos del Zar. Hoy, tras la caída del comunismo, el pueblo rusa ha decidido democráticamente el regreso de la monarquía. Una Comisión especial queda a cargo de que el nuevo Zar sea escogido entre varios familiares distantes de Nicolás II. Cuando el abogado norteamericano Miles Lord es contratado para investigar a uno de los candidatos, se ve envuelto en una trama para descubrir uno de los grandes enigmas de la Historia: qué le sucedió realmente a la familia imperial. Su única pista es un críptico mensaje en los escritos de Rasputín que anuncia que aquel cruento capítulo no será el último en la leyenda de los Romanov.

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– ¿Quién cree usted que está más legitimado?

El ruso levantó una ceja.

– Difícil pregunta. ¿Conoce usted la ley sucesoria rusa?

Lord asintió con la cabeza.

– La instituyó el emperador Pablo, en 1797. Se establecieron cinco criterios. El sucesor ha de ser varón, siempre que haya alguno entre los posibles, herederos. Será de religión ortodoxa. Su madre y su mujer han de ser ortodoxas. Sólo podrá contraer matrimonio con una mujer de igual rango, perteneciente a una familia reinante. Y necesitará permiso del Zar para casarse. Si no cumples cualquiera de estos requisitos, puedes darte por eliminado.

Pashenko sonrió.

– Conoce usted bien nuestra historia. ¿Y qué pasa con el divorcio?

– Eso es algo que nunca preocupó a los rusos. No es extraordinario que una divorciada pase a formar parte de la familia real. Siempre me pareció interesante esa actitud. Devoción casi fanática por la religión ortodoxa, pero, al mismo tiempo, aceptación de las razones prácticas, en nombre de la política.

– ¿Es usted consciente de que no puede garantizarse que la Comisión del Zar cumpla la Ley de Sucesión?

– Estoy en el convencimiento de que no les queda otro remedio. La ley nunca fue derogada, salvo por decretos comunistas a los que nadie otorga validez en este momento.

Pashenko ladeó la cabeza.

– Pero la aplicación de los cinco requisitos excluiría literalmente a todos los pretendientes.

Ése era el punto que habían estado discutiendo Lord y Hayes. Aquel hombre tenía razón, la ley sucesoria planteaba un problema. Y los pocos Romanov que sobrevivieron a la revolución no estaban facilitando las cosas. Se habían escindido en cinco clanes bien diferenciados, sólo dos de los cuales -los Mijailovichi y los Vladimirovichi- poseían los vínculos genéticos suficientes como para competir por el trono.

– Es un verdadero dilema -dijo el profesor-. Pero la situación que se da aquí es muy insólita. Toda una familia reinante fue eliminada. Es fácil comprender que haya confusión en lo tocante a la sucesión. La comisión tendrá que resolver el rompecabezas y elegir un Zar válido que el pueblo pueda aceptar.

– Me preocupa el proceso. Baklanov asegura que varios de los Vladimirovichi son unos traidores. Me han dicho que se propone presentar pruebas que demuestren esta acusación, si alguno de sus nombres aparece entre los candidatos.

– Y ¿le preocupa a usted Baklanov?

– Mucho.

– ¿Ha descubierto usted algo que pueda poner en peligro su candidatura?

Lord negó con la cabeza.

– Nada que guarde relación con él. Es un Mijailovichi, el más cercano, por linaje, a Nicolás II. Es nieto de Xenia, hermana de Nicolás. Huyeron de Rusia a Dinamarca en 1917, cuando los bolcheviques se hicieron con el poder. Los siete hijos se criaron en Occidente, y acabaron dispersándose. Los padres de Baklanov vivieron en Alemania y en Francia. Él fue a los mejores colegios, pero no entro en la línea directa hasta las prematuras muertes de sus primos. Ahora es el varón de más edad. Aún no he encontrado nada que pueda perjudicarle.

Si quitamos, pensó, la posibilidad de que un descendiente directo de Nicolás y Alejandra ande por ahí dando vueltas. Pero ésa era una idea demasiado fantástica como para tenerla en consideración.

O, al menos, hasta ayer, eso parecía.

Pashenko se acercó el vaso de vodka al curtido rostro.

– Conozco bien a Baklanov. Su único problema puede ser su mujer. Es ortodoxa, con un toque de sangre real. Pero, por supuesto, no pertenece a ninguna casa reinante. ¿Cómo iba a pertenecer? Quedan tan pocas. Seguramente, los Vladimirovichi dirán que eso la descalifica, pero, a mi modo de ver, la comisión no tendrá más remedio que obviar ese requisito. Me temo que nadie lo cumple. Y, desde luego, ninguno de los descendientes que aún viven puede aducir que el Zar autorizó su matrimonio, porque llevamos decenios sin Zar.

Lord ya había llegado, él también, a esa conclusión.

– No creo que el pueblo ruso tenga en cuenta la cuestión del matrimonio -prosiguió Pashenko-. Tendrá muchísima más importancia lo que el nuevo Zar y la Zarina hagan después. Estos sobrevivientes de los Romanov pueden ser bastante mezquinos. Tienen antecedentes de conflictos internos. Algo que no puede tolerarse, y menos en público, en la comisión.

Recordando de nuevo la nota de Lenin y el mensaje de Alejandra, Lord decidió comprobar hasta dónde sabía Pashenko.

– ¿Ha vuelto usted a pensar en lo que le enseñé el otro día, en los archivos?

El profesor sonrió.

– Entiendo su preocupación. ¿Qué pasa si hay un descendiente directo de Nicolás II que aún esté con vida? Con ello quedarían invalidadas las aspiraciones de todos los Romanov, excepto el descendiente directo. ¿No irá usted a creer, señor Lord, que alguien sobrevivió a la matanza de Ekaterimburgo?

– No sé qué creer. Pero no, si los relatos en que se describe la matanza son correctos, no hubo sobrevivientes. El caso, no obstante, es que Lenin parece poner en duda los informes. Y, bueno, el tal Yurovsky en ningún caso habría informado a Moscú, si le hubieran faltado dos cadáveres.

– Estoy de acuerdo. Aunque ahora hay pruebas evidentes de que así ocurrió. Los huesos de Alexis y Anastasia se han esfumado.

Lord recordó que habían sido Alexander Audonin, geólogo retirado, y Geli Ryabov, cineasta, quienes en 1979 localizaron el sitio en que Yurovsky y sus esbirros habían enterrado a la familia imperial. Se pasaron meses entrevistando a familiares de los guardias y de miembros del Soviet del Ural y recuperando documentos y libros desaparecidos: uno de ellos era un manuscrito del propio Yurovsky, y lo consiguieron por mediación del primogénito del ejecutor; este texto llenó muchas lagunas y aportó detalles exactos de dónde estaban enterrados los cuerpos. Pero el clima político soviético hizo entonces que nadie se atreviera a revelar lo descubierto, y mucho menos a buscar los cuerpos. Audonin y Ryabov no siguieron sus propias pistas y exhumaron los esqueletos hasta 1991 -caído ya el régimen comunista-. Luego se procedió a su identificación positiva mediante análisis del ADN. Pashenko tenía razón: de la tierra sólo se extrajeron nueve esqueletos. En años posteriores hubo rigurosas búsquedas en la tumba, pero los restos de los dos hijos menores de Nicolás II nunca aparecieron.

– Puede que los enterraran en otro sitio, sencillamente -señaló Pashenko.

– Pero ¿a qué se refiere Lenin cuando dice que los informes sobre lo sucedido en Ekaterimburgo no son enteramente ciertos?

– Es difícil saberlo. Lenin era un tipo muy complicado. No cabe dudar de que fue él quien ordenó la ejecución de toda la familia. Los documentos demuestran fehacientemente que las órdenes llegaron de Moscú y que llevaban la aprobación personal de Lenin. Lo que menos le convenía en este mundo era que el Ejército Blanco liberara al Zar. Los Blancos no eran monárquicos, pero aquella acción podría haber ofrecido un punto de unión a partir del cual se produjera el fin de la revolución.

– ¿A qué cree usted que se refería al escribir: la información relativa a Félix Yusúpov corrobora la aparente falsedad de los informes sobre Ekaterimburgo?

– Eso , desde luego, es interesante. He estado dándole vueltas, junto a lo que cuenta Alejandra que le dijo Rasputín. Son datos nuevos, señor Lord. Me considero bastante informado en lo tocante a la historia de los Zares, pero nunca había leído nada que relacionase a Yusúpov con la familia real después de 1918.

Se llenó de nuevo el vaso.

– Yusúpov mató a Rasputín. No faltan quienes dicen que ello aceleró la caída de la monarquía. Ambos, Nicolás y Alejandra, odiaban a Yusúpov por lo que había hecho.

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