Jeffery Deaver - El jardín de las fieras

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Berlín 1936: Un matón de la mafia es contratado para asesinar al lugarterniente de Hitler
El protagonista de esta historia es Paul Schumann, un matón de la mafia de Nueva York, conocido por su sangre fría y su “profesionalidad”.
Sin embargo, sin que él lo sepa, está en el punto de mira de los servicios secretos de su país: acorralado, tendrá que escoger entre pudrirse en la cárcel o aceptar un “trabajo” prácticamente imposible: asesinar al lugarteniente de Hitler que está dirigiendo el plan para rearmar Alemania.
En cuanto Schumann llega al Berlín de las olimpiadas del 36, los bien trazados planes del Gobierno de Estados Unidos comienzan a torcerse cuando el mejor y más implacable detective de la policía alemana se lance en persecución del sicario americano.
A medida que se va desarrollando la trama, los dos hombres comprenderán que la mayor amenaza que se cierne sobre ellos y sus es el irrefrenable ascenso de los nazis.
Jeffery Deaver consigue atrapar al lector desde la primera página de esta trepidante novela, atípica en su trayectoria, pero consecuente con su talento.

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– Eso parece -dijo el corredor. Evidentemente, él también sabía que el boxeo no era el punto más fuerte del equipo norteamericano, pero no quería criticar a sus colegas. Paul había oído decir que ese negro era uno de los más simpáticos entre los norteamericanos. La noche anterior, en el certamen de popularidad, había resultado segundo después de Glenn Cunningham.

– Te ofrecería un cigarrillo, pero…

Owens rió:

– No, no fumo.

– Ya he renunciado a ofrecer un trago de mi petaca. Sois todos demasiado sanos.

Otra risa. Luego, un momento de silencio; el corpulento negro contemplaba el mar.

– Oye, Paul, quiero hacerte una pregunta. ¿Has venido oficialmente?

– ¿Oficialmente?

– Con el comité, quiero decir. Como guardaespaldas.

– ¿Yo? ¿Por qué lo preguntas?

– Porque tienes pinta de… no sé, de militar o algo así. Además, por tu manera de pelear. Sabes lo que haces.

– Es que estuve en la guerra. Debe de ser eso lo que te ha llamado la atención.

– Tal vez. -Luego Owens añadió-: Pero eso fue hace veinte años. Y esos dos tíos con los que te he visto conversar. Son de la Marina. Los oímos hablar con un tripulante.

Hombre, otra estela de pistas.

– ¿Esos dos? Los he conocido a bordo, por casualidad. Vengo en este viaje de gorra. Estoy escribiendo unos artículos sobre deporte: el boxeo en Berlín, los Juegos… Soy escritor.

– Ah, claro. -Owens asintió lentamente. Por un momento pareció reflexionar-. Pues si eres cronista quizá sepas algo sobre esos dos tíos. -Señaló con la cabeza a unos hombres que corrían en tándem por la cubierta, pasándose el testigo. Eran veloces como el relámpago.

– ¿Quiénes son? -preguntó Paul.

– Sam Stoller y Marty Glickman. Son buenos corredores, de los mejores que tenemos. Pero se rumorea que tal vez no correrán. ¿Sabes algo de eso?

– No, nada. ¿Hay algún problema de calificación? ¿Lesiones?

– No, es que son judíos.

Paul meneó la cabeza. Recordaba cierta controversia porque a Hitler no le gustaban los judíos. Hubo algunas protestas y se habló de cambiar la sede de las Olimpiadas. Algunos hasta querían que el equipo estadounidense boicoteara los Juegos. Damon Runyon se sulfuraba por el solo hecho de que el país participara. Pero ¿qué motivos podía tener el mismo comité norteamericano para retirar a unos atletas por su condición de judíos?

– Sería ridículo. No parece correcto en absoluto.

– Claro que no. Bueno, sólo quería saber si estabas enterado de algo.

– Lo siento, amigo, pero no puedo ayudarte -dijo Paul.

Se les unió otro negro, Ralph Metcalfe, y se presentó. Paul también había oído hablar de él. En las Olimpiadas de Los Ángeles, en 1932, había ganado un par de medallas.

Owens notó que Vince Manielli los miraba desde una cubierta más alta. El teniente saludó con la cabeza y se encaminó hacia las escaleras.

– Aquí viene tu amiguito. El que conociste a bordo por pura casualidad. -Owens mostraba una gran sonrisa astuta; no estaba del todo convencido de que Paul hubiera sido sincero. El negro dirigió una mirada hacia delante, hacia la banda de tierra que iba creciendo-. ¡Figúrate! Estamos casi en Alemania. Nunca imaginé que viajaría así. La vida es asombrosa, ¿no te parece?

– Eso es muy cierto -admitió Paul.

Los corredores se despidieron y se alejaron al trote.

– ¿Ése era Owens? – preguntó Manielli al acercarse. Se apoyó contra la barandilla, de espaldas al viento, para liar un cigarrillo.

– Sí. -Paul sacó un Chesterfield. Después de encenderlo entre las manos ahuecadas ofreció las cerillas al teniente, que encendió el suyo-. Simpático, el hombre.

«Aunque demasiado perspicaz», pensó Paul.

– ¡Y cómo corre! ¿Qué te decía?

– Sólo charlábamos -respondió. Y en un susurro preguntó-: ¿Cómo están las cosas con nuestro amigo allí abajo?

– Avery se está ocupando de eso -dijo Manielli ambiguamente-. Está en el cuarto de radio. Vendrá en un minuto.

Un avión pasó a poca altura. Ellos lo observaron en silencio durante varios minutos.

Manielli aún parecía impresionado por el suicidio, pero no de la misma manera que Paul, a quien aquella muerte le revelaba algo inquietante sobre la gente con la que iba a vérselas muy pronto. No: el marino estaba inquieto porque acababa de ver la muerte desde muy cerca… y por primera vez: eso era obvio. Paul sabía que los novatos suelen ser de dos tipos. Ambos se dan aires, fanfarronean y tienen brazos fuertes, buenos puños. Pero uno de esos tipos se lanzará sobre cualquier oportunidad de liarse a golpes (tocar el hielo); el otro no. Vince Manielli entraba en esa segunda categoría. En realidad no era más que un buen chico de barrio. Le gustaba disparar palabras tales como «sicario» y «cepillar», para demostrar que conocía su significado, pero estaba tan lejos del mundo de Paul como Marion. Marion, la chica buena que coqueteaba con el lado salvaje.

Pero Lucky Luciano, el jefe mafioso, le había dicho una vez una gran verdad: «Coquetear no es follar».

Manielli parecía esperar que Paul hiciera algún comentario sobre el muerto, ese Heinsler. Algo así como que el tío merecía morir. O que estaba majareta. La gente siempre quiere escuchar esas cosas cuando muere alguien: que ha sido culpa del propio difunto, que lo merecía o que era inevitable. Pero la muerte nunca es simétrica y pulcra; el sicario no tenía nada que decir. Un silencio espeso llenó el espacio entre ellos; un momento después se les unió Andrew Avery. Traía una carpeta con papeles y un maltrecho portafolio de piel. Miró en derredor. No había nadie lo bastante cerca como para oírles.

– Acercad una silla.

Paul encontró una pesada silla de madera blanca y la acercó hasta donde estaban los marinos. No tenía por qué cargarla con una sola mano; habría sido más fácil hacerlo con dos. Pero le gustó notar que Manielli parpadeaba al verle cargar el mueble y hacerlo girar sin un solo gruñido. Paul se sentó.

– Aquí está el telegrama -susurró el teniente-. Al comandante no le preocupa mucho este tal Heinsler. El Allocchio Bacchini es un aparato pequeño, diseñado para aviones y trabajo de campo, de corto alcance. Y aunque hubiera logrado transmitir un mensaje, lo más probable es que en Berlín no le prestaran mucha atención. Para ellos el Bund es un bochorno. Pero Gordon dice que a ti te corresponde decidir. Si quieres salirte, está bien.

– Pero no habrá amnistía -dijo Paul.

– No -confirmó Avery.

– Este trato se me hace cada vez más dulce. El sicario dejó oír una risa agria.

– ¿Sigues con nosotros?

– Sigo, sí. -Con un movimiento de cabeza señaló hacia la cubierta de abajo-. ¿Qué haréis con el cadáver?

– Una vez que todo el mundo haya desembarcado subirán a bordo unos marines del Consulado de Hamburgo, que se ocuparán de él. -Luego Avery se inclinó hacia delante para decir en voz baja-: Oye, te diré qué pasará con tu misión, Paul. En cuanto desembarquemos, te marchas. Vince y yo nos encargaremos de arreglar lo de Heinsler. Luego nosotros iremos a Ámsterdam y tú te quedas con el equipo. En Hamburgo habrá una breve ceremonia; después todo el mundo tomará el tren a Berlín. Esta noche habrá otra ceremonia para los atletas, pero tú te vas directamente a la Villa Olímpica y te mantienes fuera de la vista. Mañana por la mañana coges un autobús para ir al Tiergarten, el parque central de Berlín. -Le entregó el portafolio-. Lleva esto.

– ¿Qué es?

– Parte de tu coartada. Credencial de periodista. Papel, lápices. Mucha información sobre los Juegos y la ciudad. Una guía de la Villa Olímpica. Artículos, recortes, estadísticas de deporte. El tipo de cosas que tiene cualquier cronista. No hace falta que lo mires ahora mismo.

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