Ernst subió para afeitarse. Su deseo conyugal y su apetito por el desayuno que lo esperaba habían desaparecido por completo.
Cuarenta minutos más tarde Reinhard Ernst caminaba entre obreros por los pasillos de la Cancillería del Estado, en un céntrico edificio de Berlín, que se levantaba en la esquina de las calles Wilhelm y Voss. El edificio era antiguo (algunos sectores databan del siglo XVIII) y había sido la sede de los Führer es alemanes desde los tiempos de Bismarck. Hitler solía lanzarse en parrafadas sobre lo maltrecho de la estructura y, puesto que aún faltaba mucho para que se terminara la nueva Cancillería, no paraba de ordenar renovaciones en la vieja.
Pero ni la construcción ni la arquitectura tenían, por el momento, interés alguno para Ernst. El único pensamiento que ocupaba su mente era: «¿Cuáles serán las consecuencias de mi error? ¿Hasta qué punto he calculado mal?».
Levantó el brazo en un somero «Heil» dirigido a un guardia, que había saludado con entusiasmo al plenipotenciario por la Estabilidad Interior, título tan pesado e incómodo de usar como una chaqueta raída y mojada. Ernst continuó a lo largo del corredor, con el rostro impávido, sin revelar los turbulentos pensamientos sobre el crimen que había cometido.
¿Y cuál era ese crimen?
El pecado mortal de no compartirlo todo con el Führer .
Quizá en otros países fuera un asunto de poca importancia, pero en el suyo podía considerarse ofensa capital. Sin embargo a veces no era posible compartirlo todo. Si uno daba a Hitler todos los detalles de una idea, su mente podía prenderse del aspecto más insignificante. Y así acabaría todo, fusilado con una sola palabra. Poco importaba que no tuvieras ningún interés personal en juego, que pensaras sólo en el bien de la patria.
Pero si no se lo decías… Buff, eso podía ser mucho peor. En su paranoia podía decidir que le estabas ocultando información por algún motivo. Y entonces ese gran ojo penetrante que era el mecanismo de seguridad del Partido se volvía hacia ti y hacia tus seres queridos… a veces con resultados mortíferos. Reinhard Ernst estaba convencido de que eso era lo que ocurría ahora, dada la misteriosa y perentoria convocatoria a una reunión temprana, que no estaba programada. El Tercer Imperio era el orden, la estructura y la regularidad personificados. Todo lo que saliera de lo ordinario era motivo de alarma.
Vaya, debería haberle dicho algo del Estudio Waltham desde el momento de su concepción, el pasado marzo. Pero por entonces el Führer , el ministro de Defensa von Blomberg y el mismo Ernst estaban tan ocupados en recuperar la Renania que el estudio había quedado en un segundo plano por el riesgo monumental que entrañaba reclamar esa porción del país, que les habían robado los Aliados en Versalles. Y a decir verdad, gran parte del estudio se basaba en un trabajo académico que a los ojos de Hitler resultaría sospechoso, si no incendiario; Ernst, sencillamente, no había querido mencionar el asunto.
Y ahora pagaría por esa omisión.
Se anunció a la secretaria de Hitler y ella le hizo pasar.
Al entrar en el gran antedespacho se encontró de pie ante Adolf Hitler, Führer , canciller y presidente del Tercer Imperio y comandante supremo de las Fuerzas Armadas. Pensó, como tantas veces: «Si los principales ingredientes del poder son el carisma, la energía y la astucia, he aquí al hombre más poderoso del mundo».
Hitler, de uniforme pardo y lustrosas botas negras hasta la rodilla, estaba encorvado hacia el escritorio, hojeando unos papeles.
– Mi Führer . -Ernst lo saludó con una respetuosa inclinación de cabeza y un leve toque de tacones, resabio de los tiempos del Segundo Imperio, que había terminado dieciocho años atrás, con la rendición de Alemania y la huida del káiser Guillermo rumbo a Holanda. Aunque se esperaba de los ciudadanos que hicieran el saludo del Partido, diciendo «Heil Hitler» o « Heil victoria», los oficiales de mayor grado rara vez empleaban esa formalidad, salvo los aduladores más entregados.
– Coronel. -Hitler levantó hacia Ernst sus pálidos ojos azules bajo los párpados caídos; por algún motivo esos ojos daban la impresión de que su dueño estaba estudiando diez o doce cosas al mismo tiempo. Su estado de ánimo era siempre insondable. Una vez hubo hallado el documento que buscaba, se dio la vuelta para entrar en su despacho, una oficina amplia, pero modestamente decorada-. Venga, por favor.
Ernst lo siguió. Su impávido rostro de militar no delató reacciones, pero el corazón le dio un vuelco al ver quiénes estaban presentes.
Hermann Göring, sudoroso y corpulento, de cara redonda, descansaba en un sofá que crujía bajo su peso. Aseguraba estar siempre dolorido y su manera de cambiar constantemente de posición causaba horror. La fragancia de su colonia, excesivamente intensa, llenaba la habitación. El ministro del Aire saludó con la cabeza a Ernst, quien le devolvió el gesto.
Otro hombre, sentado en una silla ornamentada, bebía café a sorbos, con las piernas cruzadas a la manera de las mujeres: aquella rata repugnante de Paul Joseph Goebbels, ministro de Propaganda del Estado. Ernst no dudaba de su habilidad: él era el principal responsable del apoyo temprano y vital que el Partido había logrado en Berlín y Prusia. Aun así, lo despreciaba por su manera de mirar al Führer con ojos de adoración; además, ya servía ufanamente cotilleos malévolos sobre judíos y socios prominentes, ya dejaba caer los nombres de famosos actores y actrices alemanes de los estudios UFA. Ernst le dio los buenos días y se sentó, recordando un chiste que circulaba desde hacía poco: «Describa al ario ideal. Pues a ver, es rubio como Hitler, esbelto como Göring y alto como Goebbels».
Hitler ofreció el documento al abotargado Göring, quien lo leyó e hizo un gesto afirmativo; luego lo guardó sin comentarios en un suntuoso cartapacio de piel. El Führer tomó asiento y se sirvió chocolate. Luego enarcó una ceja hacia Goebbels, para indicarle que continuara con lo que había estado diciendo. Ernst comprendió que lo del Estudio Waltham debería permanecer en el limbo por un tiempo más.
– Como decía, mi Führer , muchos de los asistentes a las Olimpiadas querrán entretenimientos.
– Tenemos cafeterías y teatros. Tenemos museos, parques, cines. Pueden ver nuestras películas de Babelsberg, pueden ver a Greta Garbo y a Jean Harlow. A Charles Laughton, a Mickey Mouse.
El tono impaciente de Hitler reveló a Ernst que el hombre sabía exactamente a qué tipo de entretenimiento se refería Goebbels. Siguió un debate penosamente largo y nervioso sobre la posibilidad de permitir que las prostitutas legales («chicas de control» acreditadas) volvieran a las calles. Al principio Hitler se opuso a la idea, pero Goebbels había estudiado el asunto a fondo y presentó argumentos persuasivos. Al fin el Führer cedió, a condición de que no hubiera más de siete mil mujeres en toda la zona metropolitana. También el Artículo 175 del Código Penal, que prohibía la homosexualidad, se aplicaría momentáneamente con menos rigor. Abundaban los rumores sobre las preferencias del propio Hitler (desde el incesto a los excrementos humanos, pasando por muchachos y animales), pero Ernst había llegado a la conclusión de que, simplemente, a ese hombre no le interesaba el sexo en absoluto; la única amante que deseaba era la nación alemana.
– Por fin -continuó Goebbels, zalamero-, está ese asunto de la exhibición pública. Me parece que podríamos permitir que las mujeres acortaran un poco sus faldas.
Mientras el jefe del Tercer Imperio alemán y su ayudante debatían en centímetros el grado en que las berlinesas tendrían autorización para ajustarse a la moda mundial, el gusano de la inquietud continuaba devorando el corazón de Ernst. ¿Por qué no le habría dicho siquiera el título del Estudio Waltham, algunos meses antes? Podría haberlo mencionado como de pasada en alguna carta al Führer . En estos tiempos había que ser muy prudente con esas cosas.
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