El debate continuaba. Por fin el Führer dijo con firmeza.
– Las faldas se pueden acortar cinco centímetros. Asunto resuelto. Pero no permitiremos el maquillaje.
– Sí, mi Führer .
Se hizo un momento de silencio en tanto Hitler posaba los ojos en el rincón, cosa que hacía a menudo. Luego los clavó en Ernst.
– Coronel.
– ¿Sí, señor?
Se levantó para dirigirse hacia su despacho. Después de recoger una hoja regresó lentamente hacia los otros. Göring y Goebbels no apartaban los ojos de Ernst. Aunque cada uno de ellos creía tener una influencia especial sobre el Führer , muy en el fondo existía el temor de que esa gracia fuera pasajera o, peor aún, ilusoria; en cualquier momento uno podía encontrarse allí como Ernst, como un zorro acorralado, aunque probablemente sin el tranquilo aplomo del coronel.
El Führer se atusó el mostacho.
– Un asunto importante.
– Por supuesto, mi Führer . En qué puedo servirle. -Ernst le sostenía la mirada y respondía con voz firme.
– En relación a nuestra Fuerza Aérea.
Ernst echó un vistazo a Göring, cuyas mejillas rojizas enmarcaban una falsa sonrisa. Tras haber sido durante la guerra un as temerario (aunque despedido por el mismo barón von Richthofen por sus repetidos ataques contra civiles), en la actualidad era a la vez ministro del Aire y comandante en jefe de la Fuerza Aérea alemana, siendo este último título su favorito entre los diez o doce que ostentaba. El tema de la Fuerza Aérea era el que provocaba los choques más frecuentes y apasionados entre él y Ernst.
Hitler entregó el documento al coronel.
– ¿Sabe leer inglés?
– Un poco.
– Es una carta del señor Charles Lindbergh en persona -explicó el Führer con orgullo-. Asistirá a las Olimpiadas como invitado especial nuestro.
¿De verdad? La información era estimulante. Göring y Goebbels, sonrientes, se inclinaron hacia delante para dar unos golpecitos en la mesa que tenían delante, en señal de aprobación por esa noticia. Ernst cogió la carta con la mano derecha, en cuyo dorso tenía cicatrices de metralla, como en el hombro.
Lindbergh… Él había seguido ávidamente la historia de su vuelo transatlántico, pero lo conmovió mucho más el terrible relato de la muerte de su hijo. Él conocía el horror de perder a un hijo. La explosión accidental que se había llevado a Mark era trágica, desgarradora, por supuesto; pero al menos su hijo había muerto al timón de un barco de guerra, tras haber visto el nacimiento de Rudy, su propio hijo. En cambio perder a un bebé a manos de un criminal… eso sí que era horroroso.
Ernst echó un vistazo al documento y pudo entender esas palabras cordiales, que expresaban interés por ver los últimos adelantos alemanes en materia de aviación.
El Führer continuó:
– Por eso lo he mandado llamar, coronel. Algunos piensan que sería estratégicamente importante mostrar al mundo el crecimiento de nuestra potencia aérea. Yo mismo me inclino por pensar así. ¿Qué opina usted de organizar un pequeño espectáculo aéreo en honor del señor Lindbergh, para hacer una demostración con nuestro nuevo monoplano?
Para Ernst fue un gran alivio que no se le hubiera convocado por lo del Estudio Waltham. Pero el alivio duró apenas un momento. Su preocupación volvió a crecer al analizar lo que se le reguntaba… y la respuesta que debía dar. Al decir «algunos piensan» Hitler se refería, naturalmente, a Hermann Göring.
– El monoplano, señor, eh…
El Me 109 Messerschmitt era una estupenda máquina de matar, un avión de combate con una velocidad de cuatrocientos sesenta kilómetros por hora. Había en el mundo otros similares, aunque ninguno tan veloz. Pero lo más importante era que el Me 109 estaba hecho entero de metal, cosa que Ernst había recomendado fervientemente, pues eso facilitaba la producción en masa, el mantenimiento y la reparación allí donde estuvieran. Hacía falta un gran número de aviones para llevar a cabo los devastadores bombardeos que Ernst planeaba como precursores de cualquier invasión por tierra que llevara a cabo el Ejército del Tercer Imperio.
Inclinó la cabeza a un costado, como si estudiara la cuestión, aunque había tomado su decisión al instante.
– Yo me opondría a esa idea, mi Führer .
– ¿Por qué? -Hitler dilató los ojos, señal de que podía sobrevenir una rabieta, probablemente acompañada por algo casi igualmente malo: un delirante monólogo sobre política o historia militar-. ¿Acaso no se nos permite protegernos? ¿Nos avergüenza hacer saber al mundo que rehusamos ese papel de tercera clase al que intentan relegarnos los Aliados?
«Con cautela ahora», se dijo Ernst. Con la cautela del cirujano al extirpar un tumor.
– No estoy pensando en ese traicionero tratado de 1918 -respondió, llenando la voz de desprecio por el acuerdo de Versalles-. Pienso en la prudencia de permitir que otros sepan lo de ese aeroplano. Quienes estén familiarizados con la aviación reconocerán de inmediato el carácter único de su construcción. Podrían deducir que lo estamos produciendo en masa. A Lindbergh le sería fácil reconocer esto: tengo entendido que él mismo diseñó su Espíritu de San Luis.
Göring evitó el contacto visual con el coronel para insistir en su punto de vista:
– Nuestros enemigos deben comenzar a ver nuestra potencia.
– Tal vez -propuso Ernst lentamente- se podría exhibir en las Olimpiadas uno de los prototipos del 909. Fueron construidos más artesanalmente que los modelos en producción y no tienen montado el armamento. Además están equipados con motores Rolls Royce británicos. Así el mundo vería nuestro avance tecnológico, pero quedaría desarmado por el hecho de que utilizamos los motores de nuestro antiguo enemigo, lo cual daría a entender que cualquier utilización ofensiva está muy lejos de nuestros pensamientos.
– Tiene usted algo de razón, Reinhard -reconoció Hitler-. Sí, no habrá ningún espectáculo aéreo. Y exhibiremos el prototipo. Bien. Eso está decidido. Gracias por venir, coronel.
– Mi Führer . -Ernst se levantó, visiblemente aliviado.
Estaba llegando a la puerta cuando Göring dijo, como de pasada:
– Ah, Reinhard, ahora que lo recuerdo… Creo que una carpeta suya ha sido enviada por error a mi oficina.
Ernst se volvió para examinar aquella sonriente cara de luna.
Los ojos hervían por la anterior derrota en el debate del avión. El hombre quería venganza. Göring entornó los párpados.
– Creo que se relacionaba con… ¿Cómo se llamaba? Estudio Waltham. Sí, eso.
«Dios bendito…».
Hitler no prestaba atención. Había desplegado un diseño arquitectónico y lo estaba estudiando minuciosamente.
– ¿Por equivocación? -repitió el coronel. En realidad eso significaba que había sido escamoteado por uno de los espías de Göring-. Gracias, señor ministro -dijo en tono ligero-. Mandaré que pasen a recogerla inmediatamente. Buenos dí…
Pero su estratagema no dio resultado, por supuesto.
Göring continuó:
– Ha tenido suerte de que me la entregaran a mí. Imagine lo que podrían pensar algunos si vieran su nombre asociado a unos escritos judíos.
Hitler levantó la vista.
– ¿De qué se trata?
El ministro del Aire sudaba prodigiosamente, como siempre.
Después de enjugarse la cara, respondió:
– Del Estudio Waltham que ha encargado el coronel Ernst. -Como el Führer meneaba la cabeza, Göring insistió-: Perdón. Suponía que nuestro Führer estaba enterado.
– Explíquese -exigió Hitler.
– No sé nada del asunto. Sólo recibí, por error, como he dicho, varios informes escritos por esos médicos judíos que se dedican a la mente. Uno de ese austriaco Freud. Otro llamado Weiss. Y otros que no recuerdo. Esos psicólogos -añadió, haciendo una mueca.
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