– Con eso no, no creo. Tiene un alcance de pocos kilómetros.
– ¿Qué sabe?
– Pregúntaselo a él -dijo Paul.
– Di, amigo, ¿qué estabas tramando?
El calvo guardó silencio. Paul se inclinó hacia él.
– Desembucha.
Heinsler sonrió con aire espectral y se volvió hacia Manielli.
– Os oí hablar. Sé lo que os traéis entre manos. Pero os lo impedirán.
– ¿Quién te metió en esto? ¿El Bund?
El hombre bufó despectivamente.
– Nadie me metió en nada. -Ya no hacía gestos de miedo. Con emocionada devoción, añadió-: Soy leal a la Nueva Alemania. Quiero al Führer. Haría cualquier cosa por él y por el Partido. Y la gente como vosotros…
– Bah, cállate -murmuró Manielli-. ¿Qué es eso de que nos oíste?
Heinsler no respondió. Miraba por el ojo de buey con una sonrisa ufana. Paul dijo:
– ¿Te oyó hablar con Avery? ¿Qué dijisteis?
El teniente bajó la vista.
– No sé. Un par de veces repasamos el plan. Sólo eso. No recuerdo exactamente.
– ¡Hombre, no me digas que hablabais en vuestro camarote! -le espetó Paul-. ¡Deberíais haberlo hecho arriba, en la cubierta, para ver si había alguien cerca o no!
– No pensamos que alguien pudiera escuchar -replicó Manielli, a la defensiva.
Una estela de pistas como una carretera…
– ¿Qué haréis con éste?
– Hablaré con Avery. A bordo hay un calabozo. Supongo que lo meteremos allí hasta que se nos ocurra algo.
– ¿No podríamos entregarlo al Consulado de Hamburgo?
– Tal vez sí. No sé. Pero… -El joven calló, ceñudo-. ¿Qué olor es ése?
Paul también frunció el entrecejo: un olor súbito, entre dulce y amargo, había llenado el camarote.
– ¡No!
Heinsler caía ya contra la almohada, con los ojos en blanco y motas de espuma blanca en la comisura de la boca. Su cuerpo se contrajo en una convulsión horrorosa.
Era olor a almendras.
– Cianuro -susurró Manielli. Y corrió a abrir el ojo de buey.
Paul cogió una funda de almohada para limpiar minuciosamente la boca del hombre, en busca de la cápsula, pero sólo retiró unas pocas astillas de vidrio: se había destrozado por completo. Fue al lavabo en busca de un vaso de agua para lavar el veneno, pero cuando regresó el hombre ya había muerto.
– Se ha suicidado -susurraba Manielli como un maniático, mirándolo con los ojos dilatados-. Así como así… Se ha suicidado.
«Y así desaparece cualquier posibilidad de averiguar algo más», pensó Paul. El teniente seguía mirando el cadáver. Temblaba.
– Ahora sí que estamos en un aprieto. Ay, Dios mío…
– Ve a informar a Avery.
Pero Manielli parecía paralizado. Paul lo aferró por un brazo.
– Vince… debes informar a Avery. ¿Me escuchas?
– ¿Qué…? Ah, sí. A Andy. Se lo diré, sí. -Y el teniente salió.
Con unas cuantas pesas del gimnasio atadas a la cintura el cuerpo se hundiría en el océano. Pero el ojo de buey del camarote sólo medía veinte centímetros de diámetro. Y los corredores del Manhattan ya se iban poblando de pasajeros que se preparaban para desembarcar; no habría manera de sacarlo por el interior del barco. Tendrían que esperar. Paul escondió el cadáver bajo las mantas y le giró la cabeza hacia un costado, como si estuviera durmiendo; luego se lavó cuidadosamente las manos en el diminuto lavabo, a fin de eliminar cualquier rastro de veneno.
Diez minutos después alguien llamó a la puerta; Paul dejó entrar a Manielli.
– Andy está intentando ponerse en contacto con Gordon. En Washington es medianoche, pero lo localizará. -No podía apartar los ojos del cuerpo. Al fin preguntó-: ¿Tienes el equipaje preparado? ¿Estás listo?
– Sólo me falta cambiarme. -Paul echó un vistazo a su ropa de gimnasia.
– Anda, hazlo rápido. Luego sube. Dice Andy que no conviene llamar la atención. Tú desaparece, y este tipo también, y su supervisor no conseguirá dar con él… Nos encontraremos dentro de media hora en la cubierta principal, por babor.
Tras echar una última mirada a Heinsler, Paul recogió la maleta y los enseres de afeitar y se encaminó hacia la sala de duchas. Ya bañado y afeitado, se puso una camisa blanca y pantalones de franela gris. Prescindió del Stetson pardo de ala estrecha, pues a tres o cuatro novatos en los viajes transatlánticos se les había caído ya el sombrero por la borda. Diez minutos después se paseaba por las cubiertas de roble macizo, bajo la pálida luz de la mañana. Se detuvo a fumar un Chesterfield, apoyado contra la barandilla.
Pensaba en el hombre que acababa de suicidarse. Jamás comprendería el suicidio. Pero la expresión de esos ojos podía ser una clave: el brillo del fanatismo. Heinsler le hacía pensar en algo que había leído recientemente; al cabo de un momento lo recordó: la gente que caía subyugada por el predicador evangelista de Elmer Gantry, la famosa novela de Sinclair Lewis.
Quiero al Führer. Haría cualquier cosa por él y por el Partido…
Sin duda, era una locura que un hombre se quitara la vida de esa manera. Pero lo más inquietante era lo que expresaba sobre la banda de tierra gris que Paul tenía ahora a la vista. De los que vivían allí, ¿cuántos tenían la misma pasión mortífera? La gente como Dutch-Schultz y Siegel eran peligrosos, sí, pero se los podía entender. En cambio lo que había hecho ese hombre, la expresión de sus ojos, esa devoción apasionada… Estaban majaretas, totalmente descabalados. Paul nunca se había enfrentado a nada parecido.
Sus pensamientos quedaron interrumpidos al mirar hacia un costado. Un joven negro, de muy buen físico, venía hacia él. Vestía la americana azul del equipo olímpico, de tela liviana, y pantalones cortos que revelaban piernas poderosas.
Ambos se saludaron con una inclinación de cabeza.
– Disculpe, señor -dijo el hombre, en voz baja-. ¿Cómo va?
– Bien -respondió Paul-. ¿Y a usted?
– Me encanta el aire de la mañana. Mucho más limpio que en Cleveland o Nueva York. -Ambos miraron sobre el agua-. Hace un rato le vi boxear. ¿Profesional?
– ¿A mi edad? Lo hago sólo como ejercicio.
– Me llamo Jesse.
– Ah, sí, señor, ya sé quién es usted -exclamó Paul-. La Bala del Estado de Ohio.
Se estrecharon la mano. Paul se presentó. Pese a la impresión por lo que había sucedido en su camarote, no podía dejar de sonreír de oreja a oreja.
– El año pasado vi aquella competición en los informativos del cine. Lo de Ann Arbor. Usted batió tres récords mundiales. E igualó uno más, ¿no? Debo de haber visto esa filmación diez o doce veces. Pero debe de estar cansado de que se lo comenten.
– No me molesta ni un poquito, no señor -aseguró Jesse Owens-. Pero siempre me sorprende que la gente esté tan enterada de lo que hago. Sólo correr y saltar. No lo he visto mucho durante el viaje, Paul.
– Andaba por ahí -respondió él, evasivo. Se preguntaba si Owens sabría algo de lo que había pasado con Heinsler. ¿Acaso los habría oído por casualidad? ¿Y si le había visto coger al hombre junto a la chimenea de la cubierta superior? Pero decidió que, en ese caso, el atleta no habría estado tan tranquilo. Parecía estar pensando en otra cosa.
Paul señaló con la cabeza hacia atrás.
– Es el gimnasio más grande que he visto en toda mi vida. ¿Te gusta?
– Me gusta tener la posibilidad de entrenar, pero no que la pista se mueva. Mucho menos que se balancee de arriba abajo, como pasaba hace algunos días. Prefiero mil veces las pistas normales.
– Claro -dijo Paul-. Allí va el boxeador contra el que estuve peleando.
– Cierto. Buen tipo. Hemos estado hablando.
– Es bueno -manifestó Paul, sin mucho entusiasmo.
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