Sin embargo, al regresar al cuartel general descubrieron que había ocurrido un milagro: en el despacho de Willi Kohl estaban las fotografías de la víctima y de las huellas digitales encontradas en el pasaje Dresden.
– Mire esto, Janssen -dijo el inspector, señalando con un gesto las lustrosas copias pulcramente alineadas.
Se sentó ante el maltrecho escritorio que tenía en el Alex, el enorme y vetusto edificio de la Kripo, así apodado en honor de la plaza y el vecindario que lo rodeaba: Alexanderplatz. Al parecer se estaban remozando todos los edificios del Estado, salvo ése. La Policía Criminal seguía alojada desde hacía años en la misma construcción cochambrosa. De cualquier modo a Kohl no le molestaba, pues estaba a cierta distancia de la calle Wilhelm, lo cual brindaba al organismo cierta autonomía práctica, aunque en lo administrativo ya no tuviera ninguna.
Además podía considerarse afortunado por tener despacho propio, un cuarto de cuatro metros por seis con escritorio, mesa y tres sillas. Sobre el sencillo roble de la mesa había miles de hojas, un cenicero, un portapipas y diez o doce fotografías enmarcadas de su esposa, sus hijos y sus padres.
Se balanceó hacia delante en la chirriante silla de madera para inspeccionar las fotografías de la escena del crimen y las de las impresiones dactilares.
– Usted tiene talento, Janssen. Éstas son bastante buenas.
– Gracias, señor. -El joven las miraba, asintiendo con la cabeza.
Kohl lo observó con atención. Él había ido ascendiendo de rango por la vía tradicional. Cuando era niño, aunque era hijo de un agricultor prusiano, le fascinaban Berlín y el trabajo policial por los libros que leía. A los dieciocho años llegó a la gran ciudad y consiguió empleo como oficial uniformado de la Schupo; después de cursar el entrenamiento básico en el famoso Instituto Policial de Berlín, ascendió a cabo y a sargento; mientras tanto obtuvo un certificado de estudios universitarios. Después, ya casado y con dos hijos, pasó a la Escuela de Oficiales y se incorporó a la Kripo, donde con el correr de los años ascendió de inspector auxiliar a inspector jefe.
Su joven protegido, en cambio, seguía un camino diferente, mucho más común en los nuevos tiempos.
Varios años atrás Janssen se había graduado en una buena universidad; después de aprobar el examen eliminatorio de Jurisprudencia y estudiar en el instituto policial, a esa temprana edad había sido aceptado como aspirante a inspector, bajo la dirección de Kohl.
A menudo era difícil hacerlo hablar; Janssen era reservado. Estaba casado con una morena robusta y esperaban el segundo hijo. El joven sólo se animaba cuando hablaba de su familia y de su pasión por el ciclismo y las caminatas. Hasta que la proximidad de las Olimpiadas obligó a toda la policía a trabajar tiempo extra, los inspectores trabajaban en miércoles sólo media jornada; a mediodía Janssen solía ponerse los pantalones cortos en un lavabo de la Kripo y salía a caminar con su hermano o con su esposa.
Cualesquiera que fuesen sus aficiones, el hombre era inteligente y ambicioso; Kohl se consideraba muy afortunado por poder contar con él. Desde hacía varios años la Kripo sufría una hemorragia de oficiales con talento que pasaban a la Gestapo, donde el sueldo era mejor y había más oportunidades. Cuando Hitler llegó al poder la Kripo tenía doce mil detectives en todo el país; ahora ese número había descendido a ocho mil. Y de éstos, muchos eran antiguos investigadores de la Gestapo, transferidos a cambio de jóvenes oficiales; y a decir verdad, en su mayoría eran borrachones incompetentes.
Zumbó el teléfono. Él atendió.
– Aquí Kohl.
– Inspector, soy Schreiber, el empleado con quien usted ha hablado hoy. Heil Hitler.
– Sí, sí, Heil. -En el trayecto de regreso al Alex desde el Jardín Estival, Kohl y Janssen se habían detenido en Tietz, la gran tienda que dominaba el costado norte de la Alexanderplatz, cerca del cuartel general de la Kripo. En la sección de artículos para caballeros, el jefe había mostrado al empleado la foto de Göring, preguntando qué clase de sombrero era ése. El hombre no lo sabía, pero prometió averiguarlo-¿Ha tenido suerte? -le preguntó Kohl.
– Ach, sí, sí, ya tengo la respuesta. Es un Stetson. Fabricado en Estados Unidos. Como usted sabe, el ministro Göring tiene un gusto excelente.
El inspector no hizo comentarios sobre eso.
– ¿Es un sombrero común aquí?
– No, señor. Bastante raro. Y caro, como usted puede imaginar.
– ¿Dónde se pueden comprar en Berlín?
– En verdad, señor, no lo sé. Me han dicho que el ministro los encarga especialmente a Londres.
Kohl le dio las gracias y cortó. Luego dijo a Janssen lo que acababa de saber.
– Quizá el hombre es norteamericano -dijo su ayudante-. Pero tal vez no, puesto que Göring usa el mismo tipo de sombrero.
– Un pequeño acertijo, Janssen. Pero ya descubrirá que muchas piezas pequeñas suelen brindar una imagen del crimen más clara que una sola pieza grande. -Sacó del bolsillo los sobres con las pistas y seleccionó el que contenía la bala.
La Kripo tenía su propio laboratorio forense, que databa de los tiempos en que la fuerza policial prusiana había sido la más importante de la nación (o acaso del mundo: en los días de la Weimar la Kripo resolvía el noventa y siete por ciento de los homicidios de Berlín). Pero también el laboratorio había sido saqueado por la Gestapo, tanto en cuanto a equipo como personal; los técnicos que trabajaban en el cuartel general estaban sobrecargados de trabajo y eran mucho menos competentes que antes. Por ende Willi Kohl había asumido la responsabilidad de adquirir pericia en ciertos aspectos criminológicos. Pese a la falta de interés personal por las armas de fuego, había hecho un verdadero estudio de balística, imitando el enfoque del mejor laboratorio del mundo: el del FBI de Washington, dirigido por J. Edgar Hoover.
Hizo caer la bala en una hoja de papel limpio y, con el monóculo en un ojo, buscó un par de pinzas para examinarla minuciosamente.
– Mire usted, que tiene mejor vista -pidió.
El aspirante a inspector cogió cuidadosamente la bala y el monóculo, mientras Kohl retiraba una carpeta del estante. Contenía fotografías y dibujos de muchos tipos de balas. Era un archivador grande, de varios cientos de páginas, pero el inspector lo había organizado por calibres y por número de surcos y planos (las bandas dejadas en el proyectil de plomo por el cañón) y por su torsión hacia la derecha o la izquierda. Apenas cinco minutos después Janssen halló una que coincidía.
– Bien, ésa es una buena noticia -dijo Kohl.
– ¿Por qué?
– Nuestro homicida ha utilizado un arma fuera de lo común. Es una nueve milímetros de cartucho largo. Muy probablemente del modelo A de la Spanish Star. Es rara, por suerte para nosotros. Y tal como usted ha señalado, es un arma nueva o muy poco usada. Roguemos que sea lo primero. Usted que maneja bien las palabras, Janssen: por favor, envíe un telegrama a todos los distritos policiales de la zona. Que pregunten en las armerías si en alguna se ha vendido en los últimos meses una Star Modelo A, nueva o poco usada, o municiones para esa arma. No: que sea en el último año. Quiero el nombre y la dirección de todos los compradores.
– Sí, señor.
El joven aspirante a inspector apuntó la información. Cuando salía hacia la sala de teletipos Kohl añadió:
– Espere: añada a su mensaje, como posdata, una descripción de nuestro sospechoso. Y aclare que va armado. -El inspector recogió las fotografías más claras de las huellas digitales del sospechoso y la tarjeta con las de la víctima. Luego suspiró-. Y ahora debo tratar de actuar con diplomacia. Ach, cómo detesto hacer eso.
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