– Los robas a una fuente gubernamental para vendérselos a otra.
– Ay, señor John Dillinger, qué divertido eres. -Miró al otro lado del salón-. Un momento. ¡Hans, ven aquí! ¡Hans!
Apareció un hombre vestido de esmoquin, quien miró a Paul con aire suspicaz. Webber le aseguró que era un amigo. Luego dijo:
– Ha llegado a mis manos una cantidad de mantequilla. ¿La quieres?
– ¿Cuánto?
– ¿Cuánta mantequilla o cuánto cuesta?
– Ambas cosas, desde luego.
– Diez kilos. Setenta y cinco marcos.
– Si es como la de la última vez, quieres decir seis kilos de mantequilla mezclada con cuatro de aceite de carbón, grasa animal, agua y colorante amarillo. Es demasiado dinero por tan poca mantequilla.
– Pues te la cambio por dos cajones de champán francés.
– Uno.
– ¿Diez kilos por un cajón? -Webber parecía indignado.
– Seis kilos, como he explicado.
– Dieciocho botellas.
El jefe de camareros dijo, encogiéndose de hombros:
– Si le añades colorante, acepto. El mes pasado hubo diez o doce parroquianos que no quisieron tocar tu mantequilla blanca. ¿Quién podría reprochárselo?
Cuando el hombre se hubo ido, Paul acabó su cerveza y sacó un Chesterfield de la cajetilla, siempre maniobrando bajo la mesa, para que nadie viera la marca norteamericana. Hicieron falta cuatro intentos para encender el cigarrillo: las cerillas baratas provistas por el club se rompían una tras otra. Webber las señaló con la cabeza.
– No me las eches en cara, amigo. No las vendí yo.
Después de inhalar profundamente el humo del Chesterfield, Paul preguntó:
– ¿Por qué me has ayudado, Otto?
– Porque estabas en aprietos, claro está.
– Haces buenas obras, ¿eh? -El norteamericano enarcó una ceja.
Su compañero se acarició los bigotes.
– Bueno, te seré franco: en estos tiempos las oportunidades son mucho más difíciles de encontrar.
– Y yo soy una oportunidad.
– Quién sabe, señor John Dillinger. Tal vez sí, tal vez no. Si no, no he perdido nada, salvo una hora bebiendo cerveza con un amigo nuevo, lo cual no es pérdida en absoluto. Sí, tal vez ambos podamos extraer beneficios de esto. -Se levantó para acercarse a la ventana y miró por entre las gruesas cortinas-. Creo que ya puedes salir sin peligro. No sé qué haces en nuestra vibrante ciudad, pero es posible que yo sea el hombre que te conviene. Conozco a mucha gente, gente que ocupa puestos importantes. No, no me refiero a los altos cargos, sino a la gente que más conviene conocer en nuestro tipo de trabajo.
– ¿Qué gente?
– Gente pequeña, bien situada. ¿Has oído ese chiste sobre el pueblecillo de Baviera que reemplazó su veleta por un funcionario? ¿Por qué? Porque los funcionarios saben mejor que nadie de dónde sopla el viento. ¡Ja! -Rió con ganas. Luego volvió a ponerse solemne y vació su jarra de cerveza-. La verdad es que aquí me estoy muriendo. Muero de aburrimiento. Echo de menos los viejos tiempos. Anda, déjame un mensaje o ven a verme. Generalmente estoy aquí. En este salón o en el bar. -Apuntó la dirección en una servilleta y la empujó hacia su compañero.
Paul echó un vistazo al cuadrado de papel; después de memorizar la dirección, se la devolvió.
Webber lo observaba.
– Ah, pero si eres un cronista de deportes muy espabilado, ¿verdad?
Caminaron hacia la puerta. Paul le estrechó la mano.
– Gracias, Otto.
Ya fuera, el alemán le dijo:
– Y ahora adiós, amigo mío. Espero volver a verte. -Luego frunció el entrecejo-. ¿Y yo? Yo debo ponerme a buscar tintura amarilla. Ach mira en qué se ha convertido mi vida. Grasa y colorante.
Reinhard Ernst, sentado en su amplio despacho de la Cancillería, repasó nuevamente los descuidados caracteres de la nota:
Cnel. Ernst:
Espero el informe sobre ese Estudio Waltham que ha decidido preparar. He reservado un rato del lunes para inspeccionarlo.
Adolf Hitler
Limpió las gafas de marco de alambre. Mientras volvía a ponérselas se preguntó qué revelaría esa grafía desordenada sobre quien la había escrito. La forma, en particular, era llamativa. «Adolf» era un relámpago comprimido; «Hitler», aunque un poco más legible, se inclinaba extraña y marcadamente hacia abajo y hacia la derecha.
Ernst giró en su silla para mirar por la ventana. Se sentía como un comandante de ejército que, aun enterado de que el enemigo se acerca y va a atacar, no sabe cuándo, con qué tácticas, dónde establecerá las líneas de ataque, de dónde procederá la maniobra. Era consciente de que la batalla sería decisiva, y de que el destino de sus ejércitos, mejor dicho, del país entero, estaba en juego.
No exageraba la gravedad de su dilema, pues Ernst sabía de Alemania algo que pocos percibían y no estaban dispuestos a admitir en voz alta: que Hitler no detentaría el poder por mucho tiempo.
El Führer tenía demasiados enemigos, tanto dentro como fuera del país. Era César, era Macbeth, era Ricardo. Cuando su locura se agotara sería expulsado o asesinado; incluso era posible que muriera por su propia mano, tan asombrosamente maniacos eran sus ataques de ira. Y tras su muerte otros llenarían el inmenso vacío. No sería Göring, tampoco: sus apetitos físicos y anímicos conspiraban en su contra para arruinarlo. Ernst pensaba que, desaparecidos los dos Führer (y con Goebbels llorando a Hitler, su amor perdido), los nacionalsocialistas se marchitarían. Entonces emergería un estadista prusiano de centro: otro Bismarck, tal vez imperial, pero razonable y brillante.
Y hasta era posible que Ernst tuviera algo que ver con esa transformación. Pues a falta de una bala o una bomba, la única amenaza segura contra Adolf Hitler y el Partido era el Ejército alemán.
En junio del año 34, durante la llamada Noche de los Cuchillos Largos, Hitler y Göring habían asesinado o arrestado a gran parte de la plana mayor de las Tropas de Asalto. Se consideró que la purga era necesaria, sobre todo para apaciguar al Ejército regular, celoso de la enorme milicia de los Camisas Pardas. Hitler había sopesado por un lado a la horda de matones; por el otro, a los militares alemanes, herederos directos de los batallones Hohenzollern del siglo XIX. Y sin un momento de vacilación eligió a los últimos. Dos meses después, a la muerte del presidente Hindenburg, dio dos pasos para cimentar su posición. Primero, se declaró Führer sin restricciones de la nación. Segundo (y mucho más importante), requirió que las Fuerzas Armadas alemanas pronunciaran un juramento personal de lealtad a él.
Tocqueville había dicho que en Alemania nunca habría una revolución, pues la policía no lo permitiría. No, a Hitler no le preocupaba la posibilidad de un alzamiento popular; su único miedo era el Ejército.
Y era a ese Ejército nuevo y preclaro al que Ernst había dedicado su vida desde el fin de la guerra. Un ejército que protegiera a Alemania y a sus ciudadanos de todas las amenazas, tal vez hasta del mismo Hitler, en último término.
Sin embargo, se dijo, Hitler aún no había desaparecido y él no podía permitirse el lujo de ignorar al autor de esa nota, que lo atribulaba tanto como el rumor distante de los vehículos blindados aproximándose en la noche.
«Cnel. Ernst: Espero el informe…».
Había albergado la esperanza de que la intriga iniciada por Göring se diluyera, pero ese delgado trozo de papel significaba que no era así. Comprendió que debía actuar deprisa y prepararse para repeler el ataque.
Después de un debate difícil, el coronel tomó una decisión. Se guardó la carta en el bolsillo y se levantó del escritorio para abandonar la oficina. Dijo a su secretaria que regresaría en media hora.
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