Gianrico Carofiglio - El pasado es un país extranjero

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«El pasado es un país extranjero. Allí las cosas se hacen de otra manera». L. P. Hartley – El mensajero
Estudiante modelo, hijo de intelectuales burgueses, Giorgio tiene una vida tranquila, en la que parece que nunca pasara nada. Hasta que conoce a Francesco, un joven un poco mayor que Giorgio que pasa a representar todo a lo que éste aspira. Porque Francesco es atractivo y elegante, anda siempre rodeado de mujeres e irradia la irresistible fascinación de una persona con tratos con el misterioso mundo del delito. A partir de su encuentro con Francesco, la existencia de Giorgio cambiará para siempre. Su nuevo amigo lo iniciará en el universo del juego y de la trampa, del sexo y el lujo, de la miseria y de la ilegalidad. Al tiempo que Giorgio va pasando, casi sin darse cuenta, de la alta sociedad a las márgenes de la criminalidad, Chiti, un novato policía que acaba de llegar a Bari, debe enfrentarse a una seguidilla de violaciones cuyo culpable siempre consigue evadir la acción policial.
Galardonada con el prestigioso premio Bancarella y éxito instantáneo de público y crítica, El pasado es un país extranjero es una novela sobre las amistades peligrosas y sobre el doloroso paso de la juventud a la adultez, a la vez que un inquietante thriller psicológico sobre la iniciación al mal y a la vida.

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Habría perdido aunque no hubiéramos estado nosotros en aquella mesa.

Dejamos de jugar a las cuatro de la madrugada. Las otras mesas ya estaban vacías cuando nos levantamos; casi todas las luces estaban apagadas y en el aire flotaba una neblina grisácea e inquietante.

Naturalmente, gané y también ganó, aunque menos que yo, uno de los dos tipos anónimos. Francesco me había explicado que se trataba de alguien con quien era mejor no tener cuentas pendientes. Y era mejor no ponerlo nervioso. Por eso lo había dejado ganar. Para que, como de costumbre, todo anduviese bien, sin contratiempos de ninguna clase.

Los otros, Francesco incluido, perdieron. El abogado Gino más que nadie. Prendió un enésimo cigarrillo, sacándolo de la cajetilla aplastada y casi vacía y dijo que, si no me molestaba, me pagaría con un cheque, porque obviamente no llevaba encima todo aquel dinero. Y si no me molestaba diferiría ese cheque. No había que preocuparse porque esperaba dinero de un cliente. Cuestión de dos o tres días. En todo caso, para seguridad, si no me molestaba, diferiría aquel cheque una semana. Dije que no había problema pero, no sé por qué, evité mirar a Francesco.

Pagamos al viejo, Francesco pagó al contado al señor anónimo con el cual era mejor no tener cuentas pendientes, pasaron de mano en mano algunos otros pocos billetes y al fin me encontré con un cheque de pago diferido, con fecha postergada, escrito en una letra elegante y nerviosa. Aristocrática, pensé. Tan en contraste con el aspecto maltrecho de aquel hombre. Como si fuese el último resto de otra persona que alguna vez debía de haber existido. En algún lugar perdido del pasado.

15

Algunos días después, en la fecha indicada en el cheque del abogado Gino, fuimos al banco para cobrar y repartirnos el dinero. Como de costumbre.

El cajero hizo los controles habituales y luego dijo que lo lamentaba pero que la cuenta estaba en rojo y por lo tanto el cheque estaba en descubierto. Nunca nos había ocurrido algo así y yo, con ingenuidad, me sentí atrapado en el acto. Pensé que el cajero me preguntaría cómo había obtenido aquel cheque, que me habría acosado con otras preguntas y, escrutando mi expresión culpable, me habría descubierto. El silencio duró algunos segundos, larguísimos. No sabía qué decir y, sencillamente, habría querido no estar allí, ocurriera lo que ocurriese.

Luego escuché la voz de Francesco, que estaba casi pegado detrás de mí. Le dijo al cajero que por favor nos devolviera el cheque, porque evidentemente había habido un malentendido con el cliente. Dijo con exactitud eso: «Debe de haber habido un malentendido con el cliente». Cosas que pasan. Resolveríamos nosotros el problema, no era necesario armar un escándalo, formalizar una queja o cosas por el estilo. Gracias y buenos días.

Unos instantes después estábamos fuera del banco, en el bochorno del aire de Bari.

– Ese capullo. Debí habérmelo esperado. -Por primera vez desde que lo conocía Francesco parecía enfadado. Verdaderamente enfadado. Furioso.

– La culpa es mía. No hay que jugar en los garitos y con ésos no hay que jugar. Mierda.

– ¿Esos quiénes?

– Drogadictos. Ludópatas. Drogodependientes de la mesa verde. Como ése, justamente. -En las palabras de Francesco había violencia y desprecio. Por alguna razón que no me parecía natural aunque no entendía por qué.

– ¿Viste cómo jugaba? -Hizo una pausa, pero no era para oír mi respuesta. Y yo, en realidad, no dije nada-. Los que son como él juegan igual que otros que se inyectan heroína. Son toxicómanos. Y no te puedes fiar, igual que con los toxicómanos. Roban a la madre, al padre, a la mujer. Roban a los hijos para venir a sentarse a la mesa una vez más. Piden pasta prestada a los amigos y no la devuelven. Creen que saben jugar y, si los oyes hablar, parece que conocen métodos científicos, infalibles para ganar siempre. Cuando luego se sientan a la mesa juegan como locos. Y cuando pierden quieren volver a jugar enseguida. Quieren siempre más. Lo necesitan porque jugar les da la sensación de estar vivos. Pordioseros. Todos pordioseros. No existe una persona menos fiable que uno de ésos. Y yo me senté a su mesa, y lo sabía. Es culpa mía.

Francesco siguió hablando pero al final dejé de escucharle. Su voz se convirtió en un ruido de fondo mientras a mí me parecía intuir la razón de aquella rabia. Por unos instantes, o por un tiempo más largo que no sé precisar, me pareció captar el sentido oculto de lo que estaba diciendo.

Luego aquel sentido se desvaneció, tan de improviso como se había formado.

Muchos años después leería que el juego de azar patológico es un intento de controlar lo incontrolable, y da a los jugadores la ilusión de ser dueños de su propio destino. Y volvió a mi mente -clarísima- la intuición de aquella mañana.

Si Francesco hablaba con tanto resentimiento del abogado Gino era porque aquel desgraciado era su doble. Su espejo. Mirar aquel espejo le resultaba insoportable y por eso lo destruía, pensando que así destruía su propio temor.

Los dos tenían la misma fiebre en el alma. También Francesco, manipulando las cartas, y las personas, perseguía la ilusión de dominar el destino.

Los dos, de manera diferente, caminaban al borde del precipicio.

Yo los seguía. Muy de cerca.

Fuimos a sentarnos bajo las sombrillas de un bar al aire libre en el paseo marítimo, con sus grandes palacios fascistas, cerca de la Pinacoteca.

Francesco dijo que por fuerza debíamos recuperar aquella suma. Él había pagado, la noche misma de la partida, el dinero que había perdido. Lo había perdido deliberadamente con aquel señor peligroso cuya cara yo ni siquiera recordaba, para evitar cualquier sospecha sobre la regularidad de la partida. Además estaba el gasto de la mesa, el porcentaje sobre la ganancia que yo había entregado al administrador del garito, etcétera.

Ante todo debíamos recuperar aquellas pérdidas. Sea como sea, dijo con el tono neutro de quien está tratando una cuestión de balanzas comerciales. Pero su cara tenía una expresión que no me gustaba. En absoluto.

Tenía la sensación de que algo iba a salir mal. La sensación de que algo inminente -nada bueno- ocurriría. La sensación de estar cerca de un punto sin retorno.

Aventuré débilmente que nos olvidáramos del pobre infeliz. Aquel dinero no nos era indispensable, teníamos más de lo que necesitábamos, dividiríamos la pérdida y daríamos la cuestión por zanjada.

Eso no le gustó.

Permaneció un rato en silencio, con las mandíbulas apretadas como si estuviera esforzándose por contener la ira. Después, sin mirarme, empezó a hablar en voz baja y tensa. Su tono era helado, casi metálico, como quien habla a un subalterno que no ha sabido quedarse en su lugar. Me puse rojo, pero él no se dio cuenta. Eso creo.

No era sólo una cuestión de dinero. No podíamos dejar pasar una deuda de juego no pagada. Eso despertaría sospechas, de un modo u otro correría la voz y sería el principio del fin para nosotros. Debíamos recuperar aquella cantidad. Hasta la última lira.

No hice las preguntas que hubieran sido esperables. Sobre cómo podría correr la voz si el único que lo sabía era aquel tipo. Que con seguridad no iría a pregonar que había pagado una deuda de juego millonaria con un cheque al descubierto.

No contesté porque esperaba que Francesco abandonara aquel tono. No quería que se enfadara conmigo. No quería que me quitase su aprobación.

Por eso me dije que no teníamos elección. Él tenía razón. No podíamos dejar pasar algo semejante, era un riesgo inaceptable. Debíamos recuperar aquel dinero porque, me dije confusamente, de otro modo todo terminaría para nosotros. Me dije muchas cosas confusamente, para convencerme.

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