Tancredi se acerca a Martina y le apoya los dedos índice y medio en el cuello. Para comprobar si todavía le circula la sangre. Pero es un gesto mecánico e inútil. Los ojos están desorbitados, la boca entreabierta deja entrever los dientes y un riachuelo de sangre ya seca le brota de la nariz. El rostro de la muerte; de la muerte violenta. Un rostro que Tancredi ya ha visto muchas veces; y que yo también he visto, pero sólo en los expedientes de casos de homicidio. Jamás tan concreto, presente y espantosamente trivial.
Tancredi le pasa una mano por los ojos para cerrarlos. Después mira a su alrededor, localiza un trapo de color, lo coge y le cubre la cara.
Cassano -o Loiacono- hace ademán de salir para ir a llamar a los demás, pero Tancredi se lo impide, le dice que espere. Se acerca a Claudia, sentada en el suelo con las manos esposadas a la espalda. Se arrodilla y le habla en voz baja durante unos cuantos segundos; al final, ella hace un gesto afirmativo con la cabeza.
– Quitadle las esposas.
Cassano y Loiacono lo miran a la cara. La mirada que él les devuelve no precisa de interpretación; significa que no tiene ganas de repetir la orden y basta. Cuando Claudia vuelve a estar libre, Tancredi nos dice a todos que salgamos de la cocina y él nos acompaña.
– Bueno, escuchadme bien, porque dentro de unos segundos aquí ya nadie entenderá nada.
Lo miramos.
– Os digo lo que ha ocurrido. Claudia entró. Él la agredió y se inició una pelea. Lo hemos oído todo a través del teléfono y hemos echado abajo la puerta. Al llegar a la cocina, ellos se estaban peleando. Los dos. Nosotros intervinimos, él opuso resistencia y, como es natural, tuvimos que golpearlo. Al final, lo inmovilizamos y esposamos. Y basta. No ha ocurrido nada más.
Hace una pausa para mirarnos uno a uno.
– ¿Está claro?
Nadie dice nada. ¿Qué tenemos que decir? Él nos mira todavía un instante y después se dirige a Cassano, o tal vez a Loiacono.
– Llama a los demás sin armar demasiado alboroto. No salgas gritando, total, ya no sirve de nada. Y manda entrar también a los de la ambulancia. Para este pedazo de mierda.
El otro da media vuelta para retirarse y Tancredi lo vuelve a llamar.
– Oye.
– ¿Sí?
– No quiero ver periodistas aquí dentro. ¿Está claro?
Salimos cuando la casa ya se estaba llenando de policías, carabineros, médicos y enfermeros. El subcomisario de la Móvil recuperó, por así decirlo, el mando de las operaciones.
Tancredi me dijo que me llevara a Claudia, que procurara calmarla y lo volviera a llamar una hora después. Teníamos que ir a comisaría para la declaración de Claudia y quería ser él, lógicamente, quien la interrogara.
Mientras hablaba no la miró. Ella, en cambio, sí lo miraba a él y parecía querer decir algo. No lo consiguió, pero probablemente no era necesario.
Nos dirigimos a su furgoneta, que estaba allí, abollada contra el contenedor de basura.
– ¿Puedes conducir tú, por favor?
– ¿Quieres que veamos a un médico?
– No -contestó mientras se acercaba inconscientemente la mano a la barbilla y la sujetaba entre el pulgar y los demás dedos, quizá para comprobar que todo estuviera en su sitio después del puñetazo-. No. Es sólo que no me siento con ánimos para conducir.
Aún quedaba un poco de luz y el aire era fresco y suave. Es lo que pensé mientras subía a aquel viejo cacharro por el lado del conductor.
Pensé que estábamos en abril.
El más cruel de los meses.
Recorrimos con la furgoneta de Claudia todos los paseos marítimos de la ciudad dos y tres veces sin decir ni una sola palabra. Cuando vi que ya había pasado una hora, le pregunté si podíamos ir a comisaría. Dijo que sí. Sin ningún tono especial, sin ningún color en la voz.
Fuimos a comisaría y le tomaron declaración. Estaba Tancredi y estaba una agente de aspecto y modales amables. Redactaron la historia que ya había contado Tancredi cuando aún estábamos en casa de Martina.
No fue necesario mucho y Claudia firmó sin leer.
Cuando pregunté si mis declaraciones también tenían que constar en acta, Tancredi me miró unos instantes directamente a los ojos.
– ¿Qué declaraciones? Tú entraste allí dentro cuando ya todo había terminado. Entonces, ¿qué declaraciones quieres hacer?
Pausa. Yo miré instintivamente a la chica policía, pero estaba haciendo una fotocopia y no nos prestaba atención.
– Ahora vosotros ya os podéis ir, que a nosotros nos toca trabajar de noche para completar todas las actas que mañana enviaremos a la Fiscalía.
Exacto. ¿Qué declaraciones quería hacer?
No había nada más que añadir y, por consiguiente, Claudia y yo nos fuimos.
Margherita estaba fuera por motivos de trabajo. Me alegré de que no estuviera, porque no me apetecía contar lo ocurrido. No aquella noche, por lo menos. Así que no volví a encender el móvil, que había apagado al entrar en comisaría.
Regresamos a la furgoneta sin decir una sola palabra. Sólo tras habernos sentado Claudia rompió el silencio. Hablaba mirando hacia delante con rostro inexpresivo.
– No tengo ganas de regresar. Me apetece dar una vuelta.
Yo tampoco tenía ganas de regresar. A ningún sitio. Puse en marcha el vehículo sin decir nada. Enfilé la autopista por el peaje Bari-Norte y quinientos metros más allá me detuve en el bar-restaurante de la primera área de servicio. Aunque fuera absurdo, me apetecía comer. De aquella manera provisional, bellísima y sin normas de los largos viajes por carretera. A lo mejor, había entrado en la autopista precisamente por aquel motivo. Tomamos dos capuchinos y dos trozos de tarta. Porque Claudia, absurdamente, también tenía apetito.
En el momento de pagar, le pedí al cajero un encendedor y una cajetilla de MS. Una cajetilla suave que sostuve en la mano unos segundos antes de metérmela en el bolsillo.
Nos pusimos de nuevo en marcha hacia la oscuridad sosegada y acogedora de aquella noche de abril.
– ¿Recuerdas que te quería contar una historia?
– Sí.
– Vamos a detenernos en algún sitio donde podamos estar tranquilos.
Unos veinte kilómetros más allá me introduje en una área de descanso; entre los árboles desiertos, oscuros y silenciosos y la débil luz de unas cuantas farolas. El ruido de los escasos automóviles que pasaban como una exhalación llegaba amortiguado y tenía algo de extraño y tranquilizador. Bajamos de la furgoneta y nos sentamos en un banco.
Noches blancas, me vino a la mente. Quiero decir, vi las palabras concretas escritas en la cabeza con caracteres tipográficos. Y las imágenes de la película y las palabras del libro. Un banco y dos personas que no duermen y se pasan la noche hablando. Suspendidas en un universo en suspenso.
Abrí el paquete con calma. Primero el hilo de plata, después el plástico de la parte superior y, a continuación, el papel plateado. Un golpe con el índice y el medio sobre la parte cerrada para hacer salir el cigarrillo.
Cerré los ojos al sentir llegar el humo a los pulmones y el aire fresco a la cara.
Pensé que no me importaba nada de nada mientras fumaba con los ojos cerrados aquel cigarrillo áspero y fuerte. Perdí el contacto; fluctuaba en algún lugar que estaba allí, en aquella área de descanso, y simultáneamente en otro sitio. Muchos años atrás, en una oscuridad y un desconocimiento olvidados y cordiales.
– Yo no soy monja.
Abrí los ojos y me volví hacia ella. Tenía un codo apoyado en la pierna y la cabeza apoyada en la mano. Miraba -o parecía mirar- hacia la negra sombra de un eucalipto.
Me contó aquella historia.
Abrí la puerta y me detuve con los brazos extendidos a lo largo del cuerpo tras haber dado uno o dos pasos en el interior de la estancia. Él levantó la cabeza y me miró. Había una sombra de estupor en aquellos ojos empañados.
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