Claudia asintió con la cabeza.
– ¿Quiere intentar hablar con él?
– Sí, quiero hablar con él y preguntarle si me deja entrar. Podría funcionar, creo. Él me conoce. Se podría fiar y, si entro, creo que lo podría convencer. Me conoce bien.
¿Pero qué estaba diciendo? No se conocían para nada. Jamás habían hablado el uno con el otro. Me volví a mirarla con un punto interrogativo dibujado en la cara. Ella me devolvió la mirada, pero no durante más de dos segundos. Sus ojos decían: «no intentes abrir la boca; ni se te ocurra». Entre tanto, el funcionario estaba diciendo que se podía intentar. Por lo menos, llamar no costaba nada.
Tancredi sacó su móvil, pulsó la tecla de repetición de llamada y esperó con el teléfono pegado a la oreja. Al final, Scianatico contestó.
– Soy otra vez el inspector Tancredi. Hay una persona que quiere hablar con usted. ¿Se la puedo pasar? No, no es un policía, es una monja. Sí, claro. Ni se nos ocurre acercarnos. Bueno, pues ahora se la paso.
Sí, era sor Claudia, la amiga de Martina. Hacía mucho tiempo que deseaba hablar con él, tenía muchas cosas importantes que decirle. ¿Podía, antes de seguir adelante, saludar a Martina? Ah, no se encontraba muy bien. En el rostro de Claudia se abrió una especie de grieta, pero su voz no se alteró, siguió sonando firme y tranquila. De acuerdo, no importa, hablaré con ella después, si tú quieres, claro. Yo creo que Martina quiere volver contigo; me lo ha dicho muchas veces, aunque no sabía qué hacer para salir de esta situación tan extraña que se ha creado. No te oigo bien. Sí, no te oigo bien, debe de ser este móvil. ¿Qué te parece si subo y hablamos un poco en persona? Claro, yo sola. Soy una mujer, una monja, puedes estar tranquilo. Y, además, a mí tampoco me gustan los policías. Bueno, ¿subo o qué? Claro, claro, tú miras por la mirilla para asegurarte de que no haya nadie más junto a mí. Pero, de todas maneras, tienes mi palabra, te puedes fiar. ¿Crees que una monja puede llevar armas? Muy bien, pues ahora subo. Sola, claro, estamos de acuerdo. Hasta ahora.
Aparte de las cosas que dijo, lo que lo dejó casi hipnotizado fue el tono de su voz. Sereno, tranquilizador, hipnótico, precisamente.
– ¿Te quieres poner un chaleco antibalas? -le preguntó Tancredi.
Ella lo miró sin tomarse la molestia de contestar.
– Pues entonces, antes de subir te llamo al móvil, tú me contestas «ahora» y después lo dejas encendido. De esta manera por lo menos podremos oír lo que decís y lo que ocurre.
Después Tancredi se volvió hacia dos sujetos que rondaban la treintena, con aspecto de distribuidores de droga en los centros de distribución legal. Dos agentes de su brigada.
– Cassano, Loiacono, vosotros dos venid conmigo. Subimos juntos y nos quedamos en la escalera sin llegar al rellano.
Oí mi voz, alzándose al margen de mi voluntad.
– Voy con vosotros.
– No digas chorradas, Guido. Tú trabajas como abogado y nosotros como policías.
– Espera, espera. Si Claudia consiguiera iniciar una negociación, quizá yo podría intervenir para ayudarla. Él me conoce, soy el abogado de Martina. Le puedo decir cualquier bobada, por ejemplo, que anulamos el juicio, que retiramos los cargos, o lo que sea. Puedo ser útil si la negociación sigue adelante. Si, en cambio, tenéis que intervenir vosotros, yo me quito de en medio, naturalmente.
El funcionario dijo que, por él, de acuerdo. Lo importante era que fuéramos prudentes. Acertadísimo consejo. No aludió a la posibilidad de subir él también. Para evitar una inútil aglomeración, supongo. Su ideal de policía no era el inspector Callaghan.
Lo que ocurrió después constituye en mi recuerdo una película en blanco y negro rodada a cámara sucia y montada por un loco. Y, sin embargo, está presente, tan presente que no consigo contármelo a mí mismo en tiempo pasado.
Los tres policías están delante de mí, en el último tramo de escalera antes de llegar al rellano. Hasta donde se puede llegar sin riesgo de que nos vean. Estamos muy apretujados, casi el uno encima del otro; percibo el sudor del más grueso; Loiacono quizá, o tal vez Cassano. El timbre tiene un sonido extraño, fuera del tiempo. Una especie de din don dan con ecos antiguos e inquietantes. Claudia dice algo en respuesta a la voz que procede del apartamento. Después un silencio, largo. Él está mirando por la mirilla, pienso. Después ruido de engranajes, de cerraduras, de llaves que giran. A continuación, otra vez silencio, aparte del rumor de nuestra respiración contenida.
Tancredi lleva el móvil pegado a la oreja izquierda; en la otra mano empuña la pistola, como los otros dos. A lo largo de la pierna, con la caña apuntando al suelo. Me vuelve a la mente el gesto que han hecho los tres antes de entrar. Seguro hacia atrás, bala a punto, percutor apoyado suavemente para evitar disparos accidentales.
Miro el rostro de Tancredi para adivinar lo que percibe que está ocurriendo. En determinado momento, sus rasgos se deforman y, antes de que yo tenga que hacer el esfuerzo de interpretarlos, él grita.
– Mierda, hay follón. Derribemos la puerta, coño, derribémosla ya de una vez.
El más grueso de los dos -Cassano, o tal vez Loiacono- llega primero a la puerta, levanta una rodilla casi a la altura del pecho y extiende la pierna golpeando la puerta con la planta del pie a la altura de la cerradura. Ruido de madera que se rompe, pero la puerta no cede. El otro agente hace un movimiento idéntico. Más ruido de madera que se rompe, pero la puerta sigue sin ceder.
Se abre después de otras dos, tres, cuatro violentísimas patadas. Entramos todos juntos. Tancredi primero, nosotros detrás. Nadie me dice que me quede fuera y me dedique a hacer de abogado, que ellos ya harán de policías.
Cruzamos varias estancias guiados por los gritos de Scianatico.
Cuando llegamos a la cocina, la escena parece la de un espantoso ritual.
Claudia está a horcajadas por encima del rostro de Scianatico; lo mantiene inmovilizado con las piernas apretadas y con una mano le sujeta la garganta. Los dedos penetran en el cuello como puñales y con el puño de la otra mano le golpea repetidamente el rostro. Con un método salvaje; y mientras yo la miro, sé que lo está matando. El encuadre se amplía hasta incluir a Martina. Está en el suelo, cerca del fregadero. No se mueve. Parece una muñeca rota.
Cassano y Loiacono agarran a Claudia por debajo de las axilas y la apartan, levantándola. Cuando ella vuelve a apoyar los pies en el suelo los agentes esperan cualquier cosa menos ser golpeados los dos de manera tan rápida que los puñetazos y los puntapiés no se ven; sólo se pueden intuir. Tancredi da un paso atrás y apunta con la pistola hacia las piernas de Claudia.
– No hagas gilipolleces, Claudia. No hagamos gilipolleces.
Ella está sorda y avanza dos pasos hacia él. Es como si ni siquiera me hubiera visto, a pesar de que estoy muy cerca, a su izquierda.
No es que yo decida hacer lo que hago. Ocurre y se acabó. Ella no me ve y tampoco ve mi derechazo, que sale disparado y le golpea la barbilla de refilón. El más clásico de los golpes de K.-O. Puedes ser el hombre más fuerte del mundo, pero si recibes un buen directo propinado de la manera adecuada en la punta de la barbilla, no hay nada que hacer. Se apaga la luz y se acabó. Es como una anestesia.
Claudia cae al suelo. Los dos policías se le echan encima, le retuercen los brazos detrás de la espalda y la esposan con los movimientos automáticos y eficientes propios de alguien que lo ha hecho muchas veces. Después hacen lo mismo con Scianatico, pero las prisas no son necesarias con él. Presenta un rostro irreconocible a causa de todos los golpes recibidos, emite monosílabos y no consigue moverse.
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