Gianrico Carofiglio - Con los ojos cerrados

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Guido Guerrieri es un abogado muy especial. Despues de anos de defender a personajes impresentables y de tocar fondo en todos los aspectos de su vida, Guerrieri, quiza en busca de alguna modesta redencion, empieza a trabajar en casos de esos que no aportan dinero ni gloria sino tan solo nuevos enemigos. En Testigo involuntario era un inmigrante senegales acusado del brutal asesinato de un nino. En Con los ojos cerrados, Guerrieri se topa con el caso de una mujer golpeada que ha tenido el valor de denunciar el acoso de su ex pareja. Hasta ahora, ningun abogado quiere representarla por temor a los poderosos personajes implicados. Pero cuando un inspector de policia se presenta en su despacho para pedirle ayuda, y lo hace acompanado de Sor Claudia, una monja que, mas que religiosa, parece una mujer policia, Guido Guerrieri se da cuenta de que este puede ser el caso mas interesante, y mas dificil, de toda su carrera

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– ¿Pidió su autorización?

– Yo quería…

– ¿Pidió su autorización?

– No.

– ¿Informó posteriormente a la señora Fumai de que había sacado fotocopia de documentación privada a espaldas suyas?

– No la informé porque estaba preocupado y quería mostrar aquella documentación a algún psiquiatra amigo mío. Para comprender juntos cuáles eran exactamente los problemas que tenía Martina y, de esta manera, poder ayudarla.

– Por tanto y resumiendo: usted hizo aquellas fotocopias sin pedir permiso a la señora Fumai y, por tanto, a escondidas. Y posteriormente no le comunicó los hechos. ¿Es correcto?

– Era por su bien.

– Por consiguiente, podemos decir que usted, por el bien de la señora Fumai, estaba dispuesto a hacer cosas, invadiendo su esfera privada, sin autorización.

– Protesto, Señoría -dijo Dellissanti-, eso no es una pregunta, es una conclusión. Inadmisible.

– Abogado Guerrieri, reserve sus conclusiones para el momento del alegato -dijo Caldarola.

– Con el debido respeto, Señoría, yo considero que se trata de una pregunta lícita acerca de lo que el acusado estaba dispuesto a hacer, siguiendo su idea totalmente subjetiva de cuál era el bien de la señora Fumai. Pero puedo renunciar tranquilamente a ella y pasar a otra pregunta. ¿Fue la señora Fumai quien le dijo dónde guardaba su documentación médica?

– No he comprendido la pregunta.

– ¿La señora Fumai le dijo: «mira, los papeles de mi ingreso hospitalario, la copia de mi historial clínico, están en tal sitio o en tal otro?»

– No. Mejor dicho, no lo recuerdo.

– O sea que usted tuvo que buscar esa documentación para poderla fotocopiar. Se vio obligado a hurgar entre las propiedades privadas de la señora Fumai. ¿Es así?

– No hurgué. Estaba preocupado por ella y por eso busqué aquellos papeles para mostrarlos a un médico.

Scianatico ya no parecía sentirse muy cómodo. Estaba perdiendo la calma y aquella imagen suya de viril y serena paciencia. Precisamente lo que yo quería.

– Sí, eso ya nos lo ha dicho. ¿Puede indicarnos el nombre del psiquiatra a quien mostró aquellos papeles tras haberlos mandado fotocopiar clandestinamente?

– Protesto, protesto. El defensor de la parte civil tiene que evitar los comentarios, pues incluso un adverbio como clandestinamente ya es un comentario.

Una vez más, había hablado Dellissanti. Sabía muy bien que las cosas no estaban yendo por el camino adecuado. Para ellos. Yo hablé antes de que Caldarola pudiera intervenir.

– Señoría, mi opinión es que el adverbio «clandestinamente» define de manera muy precisa el modo en que obtuvo aquella documentación el acusado. Pese a ello, no tengo ningún inconveniente en volver a formular la pregunta, porque no me interesan las polémicas.

Y porque, en cualquier caso, ya he conseguido lo que quería, pensé.

– Bien, pues, ¿nos puede facilitar el nombre del psiquiatra?

– … Al final, no hice ningún uso de aquella documentación. Nuestras relaciones se deterioraron rápidamente y después ella se fue de casa. Y, en resumen, ya no la utilicé para ningún propósito.

– Pero conservó aquella documentación fotocopiada.

– La dejé donde estaba. Me olvidé de ella hasta que empezó… toda esta historia.

Siguió una pausa bastante larga. Yo retiré la envoltura de papel del paquete que me había entregado Martina, saqué de ella la cinta de vídeo y un par de hojas de papel. Me pasé casi un minuto simulando leer lo que figuraba escrito en las hojas. Que, en realidad, eran sólo un accesorio de la puesta en escena y no tenían nada que ver con el juicio. Eran las fotocopias de dos viejas notas de gastos, pero Scianatico no lo sabía. Cuando me pareció que la tensión ya era suficiente, volví a levantar la vista de los papeles y reanudé la repregunta.

– ¿Impuso alguna vez a la señora Fumai la grabación en vídeo de relaciones sexuales?

Ocurrió exactamente lo que yo esperaba. Dellissanti se levantó gritando. Era inadmisible, ultrajante, inaudito, que se plantearan semejantes preguntas. Qué tenía que ver lo que ocurría en la intimidad de un dormitorio entre adultos consintientes con el objeto del juicio. Etcétera, etcétera.

– Señoría, ¿me permite aclarar la pregunta y su relevancia?

Caldarola asintió con la cabeza. Por primera vez desde el comienzo del juicio me pareció molesto con Dellissanti. Había hurgado entre las cosas privadas más íntimas y dolorosas de Martina. Para establecer la credibilidad de la presunta persona ofendida, había dicho. Y ahora recordaba de repente el carácter inviolable de la vida privada de una pareja.

Fue más o menos lo que dije. Expliqué que, si era necesario evaluar la personalidad de la persona ofendida, la misma exigencia se daba con respecto al acusado desde el momento en que había aceptado someterse al interrogatorio y había hecho, entre otras cosas, toda una serie de declaraciones deshonrosas y ofensivas acerca de mi cliente.

Caldarola no admitió la protesta y le dijo a Scianatico que respondiera a la pregunta. Él miró a su abogado en busca de ayuda. No la encontró. Se desplazó un poco más en la silla, que parecía haberse vuelto muy incómoda. Se estaba preguntando desesperadamente cómo había conseguido yo entrar en posesión de aquella cinta. Que, estaba convencido, contenía un embarazoso testimonio acerca de unas costumbres suyas extremadamente privadas.

– ¿Quién… quién le ha dado esa cinta?

– ¿Sería tan amable de responder a mi pregunta? Si no está clara o no la ha oído bien, se la puedo repetir.

– Era un juego, una cosa privada. ¿Qué tiene que ver con el juicio?

– ¿Es una respuesta afirmativa? ¿Grabó en vídeo las relaciones sexuales que mantuvo…?

– Sí.

– ¿En una sola ocasión? ¿En varias ocasiones?

– Era un juego. Los dos estábamos de acuerdo.

– ¿En una sola ocasión o en más ocasiones?

– Algunas veces.

Cogí la cinta de vídeo y la examiné por espacio de unos segundos, como si estuviera leyendo algo en la etiqueta.

– ¿Grabó alguna vez en vídeo actividades sexuales de tipo sadomasoquista?

En la sala se hizo el silencio. Transcurrieron varios segundos antes de que Scianatico contestara.

– No… no recuerdo.

– Vuelvo a formular la pregunta. ¿Exigió o en cualquier caso llevó a cabo prácticas sexuales de tipo sadomasoquista?

– Yo… nosotros practicábamos unos juegos. Sólo juegos.

– ¿Pretendió alguna vez que la señora Fumai se sometiera a ataduras y a otras prácticas sexuales con ligaduras?

– No exigí nada. Estábamos de acuerdo.

– En este caso, es correcto decir que se registraron las prácticas sexuales a que me he referido anteriormente y que usted no recuerda si las grabó o no en vídeo.

– Sí.

– Señoría, he terminado la repregunta al acusado. Pero tengo que presentar una petición…

Dellissanti se levantó de un salto, dentro de los límites que su volumen le permitía.

– Me opongo firmemente a la inclusión de cintas relacionadas con las prácticas sexuales del acusado y de la persona ofendida. Mantengo toda suerte de reservas acerca de la relevancia de las preguntas formuladas al respecto por el representante de la parte civil, pero, en cualquier caso, cabe señalar que la existencia de ciertas prácticas ya está consignada. Por consiguiente, ya no hay ninguna necesidad de incluir documentación pornográfica en las actas del juicio.

Justo lo que yo quería oírle decir. Se admitía la existencia de ciertas prácticas. Precisamente. Ambos habían picado totalmente el anzuelo.

– Señoría, se trata de una excepción superflua. No tenía la menor intención de pedir la inclusión de esta cinta o de otras. Tal como ha dicho el defensor del acusado, el hecho de que se hubieran registrado ciertas prácticas ya es un dato admitido. Mi petición es otra. En la fase introductoria del juicio la defensa solicitó -y Su Señoría admitió- una asesoría técnica de carácter psiquiátrico acerca de la persona ofendida. Todo ello con el fin de evaluar su credibilidad en relación con el cuadro general de su estado psíquico. Lo que ha emergido de la repregunta impone, en aplicación del mismo principio, la necesidad de una análoga exigencia acerca de la persona del acusado. El psiquiatra que usted nombre para examinar al acusado tendrá ocasión de decirnos si la necesidad compulsiva de prácticas sexuales de tipo sadomasoquista y, en particular, las que suponen ataduras, está habitualmente relacionada con impulsos y comportamientos de carácter persecutorio, de invasión de la vida privada ajena. En otras palabras, si uno y otro fenómeno son -o pueden ser- la expresión de una necesidad compulsiva de control. Y quede claro que prescindo en este momento de cualquier evaluación o hipótesis acerca del posible carácter psicopatológico de estas inclinaciones.

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