Gianrico Carofiglio - Con los ojos cerrados

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Guido Guerrieri es un abogado muy especial. Despues de anos de defender a personajes impresentables y de tocar fondo en todos los aspectos de su vida, Guerrieri, quiza en busca de alguna modesta redencion, empieza a trabajar en casos de esos que no aportan dinero ni gloria sino tan solo nuevos enemigos. En Testigo involuntario era un inmigrante senegales acusado del brutal asesinato de un nino. En Con los ojos cerrados, Guerrieri se topa con el caso de una mujer golpeada que ha tenido el valor de denunciar el acoso de su ex pareja. Hasta ahora, ningun abogado quiere representarla por temor a los poderosos personajes implicados. Pero cuando un inspector de policia se presenta en su despacho para pedirle ayuda, y lo hace acompanado de Sor Claudia, una monja que, mas que religiosa, parece una mujer policia, Guido Guerrieri se da cuenta de que este puede ser el caso mas interesante, y mas dificil, de toda su carrera

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– No sentía interés por nada, pensaba en la muerte, lloraba. Me despertaba muy temprano por la mañana, cuando todavía estaba oscuro, dominada por la angustia. Físicamente me sentía muy débil, me dolía constantemente la cabeza y también sentía dolores por todo el cuerpo. Pero, sobre todo, tenía graves problemas de alimentación. No conseguía comer. Si intentaba comer algo, inmediatamente lo vomitaba.

Volvió a parar, como si estuviera haciendo acopio de fuerzas.

– Tuvieron que alimentarme artificialmente. Gota a gota y también con una sonda.

Dejé que la crudeza de aquel relato se posara antes de pasar a las siguientes preguntas.

– ¿Tenia trastornos de la percepción, alucinaciones, alguna otra cosa?

Martina apartó por primera vez la mirada del punto indefinido que tenía delante y en el cual se había concentrado disciplinadamente desde el comienzo de la declaración. Se volvió hacia mí y me miró. Asombrada. ¿Qué quería decir? ¿Qué tenían que ver las alucinaciones?

– ¿Tenía alucinaciones, señora Fumai? ¿Veía cosas inexistentes, oía voces?

– No, por supuesto que no. No estaba… no estoy loca. Sufría agotamiento nervioso.

– ¿Cuánto tiempo permaneció ingresada?

– Tres semanas, quizá un poco más.

– ¿Por qué la dieron de alta?

– Porque ya había empezado a tomar alimentos.

– ¿Y después?

– Asistí a sesiones de psicoterapia y tomaba fármacos.

– ¿Cuánto duró la terapia?

– Con los fármacos, unos cuantos meses. Las sesiones de psicoterapia… quizá un año y medio.

– ¿Después consiguió licenciarse?

– Sí.

– Cuando conoció al acusado, ¿ya se había licenciado?

– Sí, ya trabajaba.

– Cuando conoció al acusado, ¿estaba todavía en tratamiento?

– No, la terapia propiamente dicha ya había terminado. Cada tres o cuatro meses me reunía con mi terapeuta. Eran, ¿cómo se llama?… sesiones de control.

– Durante su relación, ¿usted le reveló al acusado los problemas de los que ha hablado ahora?

– Claro.

– ¿Tiene usted una copia de la documentación clínica relacionada con su ingreso hospitalario?

– Sí.

– ¿La tenía también en el transcurso de su convivencia con el acusado?

Otra pausa. Otra mirada de perplejidad. Martina no entendía adonde quería ir a parar. Sin embargo, yo lo sabía muy bien. Dellissanti y Scianatico probablemente ya lo estaban comprendiendo.

– Claro.

– ¿La documentación clínica es ésta? Señoría, ¿puedo acercarme a la testigo y mostrarle estos documentos?

Caldarola hizo una señal de asentimiento con la cabeza y un gesto con la mano. Podía acercarme. Gracias, cabrón.

Martina examinó un instante los papeles. No necesitaba mucho tiempo para identificarlos, puesto que ella misma me los había dado. Levantó la mirada hacia mí. Sí, era su historial clínico; sí, el que guardaba en casa cuando vivía con Scianatico. No, jamás lo había guardado con especial cuidado; en ninguna caja de seguridad y ni siquiera en algún cajón cerrado con llave.

– Gracias, señora Fumai. No tengo más preguntas, por el momento, Señoría. Pero sí deseo solicitar la inclusión en el expediente del juicio de la documentación mostrada a la testigo e identificada por ella.

Dellissanti cayó en la trampa y protestó. Habría tenido que pedir la inclusión en la fase introductoria, dijo sin siquiera levantarse. Y, además, se trataba al parecer de la misma documentación que ellos habían aportado. Y, por consiguiente, la petición era superflua.

– Señoría, podría decir que, si se trata de la misma documentación presentada por la defensa del acusado, no se entiende el porqué de la protesta. O quizá se comprende muy bien, pero en lo que a esto respecta nos detendremos en el momento oportuno. Es cierto, se trata de la misma documentación presentada por la defensa del acusado. La suya es una copia y la nuestra también es una copia, hecha directamente del historial clínico del centro hospitalario. Pero en nuestra copia figuran algunas anotaciones en bolígrafo, hechas por el médico que atendió a la parte ofendida después de su ingreso hospitalario. Estas anotaciones, decía, en nuestra copia están hechas en bolígrafo. Y, por consiguiente, se puede decir que nuestra documentación es simultáneamente copia y original. Basta echar un vistazo a nuestra documentación y a la documentación presentada por la defensa para darse cuenta de que la suya es una copia de la nuestra. Por razones que explicaremos mejor durante el juicio, pero que usted, Señoría, seguramente ya ha intuido, la inclusión de nuestra copia es relevante.

Caldarola no tuvo argumentos para rechazar mi petición, pues los presentados por Dellissanti carecían de la menor consistencia. Por lo tanto, aceptó la inclusión y después dijo que haríamos una pausa de diez minutos antes de pasar al turno de repregunta de la defensa.

3

Cuando Caldarola le dijo a Dellissanti que podía proceder a la repregunta, el otro contestó sin levantar la cabeza:

– Gracias, Señoría, sólo un momento.

Hurgó entre sus papeles como si estuviera buscando un documento indispensable para iniciar su interrogatorio.

Fingía. Un truco para aumentar la tensión de Martina; para obligarla a volverse hacia él y cruzar su mirada con la suya. Pero ella se portó muy bien. Permaneció inmóvil todo el rato. No se volvió hacia el banco de la defensa y, al final, cuando el silencio estaba empezando a resultar embarazoso, fue Dellissanti quien tuvo que ceder. Cerró su expediente sin haber sacado nada y empezó.

El primer tiro te ha fallado, gordinflón, pensé.

– Si no he entendido mal, usted se reúne periódicamente con un psiquiatra. ¿Es así, señorita?

Subrayó lo de «señorita» para que quedara bien claro que era un insulto. Quería decir «mujer que se está acercando a la mediana edad y que no ha conseguido encontrar a nadie que se case con ella».

– Nos reunimos cada tres o cuatro meses. Es una especie de asesoría. Y, en cualquier caso, se trata de un psicoterapeuta.

– ¿O sea que es correcto decir que, desde su agotamiento nervioso y su ingreso en un departamento de psiquiatría, usted jamás ha interrumpido el tratamiento de sus trastornos psíquicos?

Me quedé medio levantado, con las manos apoyadas en el banco.

– Protesto, Señoría. Planteada en estos términos, la pregunta es inadmisible. No pretende obtener una respuesta, es decir, un testimonio útil para el veredicto, sino que, de hecho, se formula con el exclusivo propósito de ejercer un efecto ofensivo e intimidatorio.

– No someta a juicio las intenciones, abogado Guerrieri. Veamos qué tiene que decir la testigo al respecto. Responda a la pregunta, señorita. ¿Es cierto que jamás ha interrumpido el tratamiento?

– No, señor juez, no es cierto. El tratamiento propiamente dicho duró, tal como ya he dicho antes, un año y medio, puede que un poco más. En el transcurso de aquel período, mantenía dos reuniones semanales con mi terapeuta. Después lo redujimos a una vez por semana, después a dos veces al mes…

– Voy a formular la pregunta de otra manera, señorita. ¿Es correcto decir que usted jamás ha interrumpido sus sesiones con el psiquiatra, sino que tan sólo ha reducido la frecuencia?

– Planteada en esos términos…

– ¿Puede decirme si ha interrumpido alguna vez las sesiones con su psiquiatra? ¿Sí o no?

Martina cerró la boca y sus labios se convirtieron en dos delgadas líneas. Por un instante, tuve la absurda certeza de que se iba a levantar y se iría sin decir ni una sola palabra más.

– Jamás he interrumpido mis reuniones con el psicoterapeuta. Lo veo tres o cuatro veces al año.

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