Gianrico Carofiglio - Con los ojos cerrados

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Guido Guerrieri es un abogado muy especial. Despues de anos de defender a personajes impresentables y de tocar fondo en todos los aspectos de su vida, Guerrieri, quiza en busca de alguna modesta redencion, empieza a trabajar en casos de esos que no aportan dinero ni gloria sino tan solo nuevos enemigos. En Testigo involuntario era un inmigrante senegales acusado del brutal asesinato de un nino. En Con los ojos cerrados, Guerrieri se topa con el caso de una mujer golpeada que ha tenido el valor de denunciar el acoso de su ex pareja. Hasta ahora, ningun abogado quiere representarla por temor a los poderosos personajes implicados. Pero cuando un inspector de policia se presenta en su despacho para pedirle ayuda, y lo hace acompanado de Sor Claudia, una monja que, mas que religiosa, parece una mujer policia, Guido Guerrieri se da cuenta de que este puede ser el caso mas interesante, y mas dificil, de toda su carrera

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Después de aquella noche ya no volví a pensar en Emilio. Los días pasaron, fluidos y silenciosos. Sin ritmo, sin color. Sin nada.

Unos cuantos días antes de Navidad me llamó Claudia. Una llamada extraña. Me felicitó, yo correspondí y después ambos permanecimos en silencio. Un silencio cargado de turbación. Me pareció que había llamado por un motivo determinado, para decirme una cosa determinada, aparte de la felicitación de Navidad; y, mientras sonaba el teléfono, había cambiado de idea.

Permanecimos en silencio y yo tuve la extraña sensación de estar como en equilibrio en algún sitio o por encima de algo. Después terminamos sin que yo hubiera comprendido.

Y probablemente sin que ella tampoco hubiera comprendido.

El veintitrés de diciembre llegó una postal del Senegal. Sólo decía: «para Navidad y para el Año Nuevo». Sin firma.

Era Abdou Thiam, mi cliente senegalés -vendedor ambulante en Italia, maestro de escuela elemental en Senegal- que el año anterior había sido juzgado bajo la acusación de secuestro y asesinato de un niño de nueve años. Tras haber sido absuelto, había regresado a su país y de vez en cuando me mandaba postales con pocas palabras o a veces ninguna. Siempre sin firma y sin su dirección. Abdou había estado a punto de ser condenado a cadena perpetua y aquellas postales eran su manera de hacerme saber que no había olvidado lo que yo había hecho por él. Recordé durante unos minutos aquel juicio y todos los acontecimientos que habían ocurrido inmediatamente antes e inmediatamente después. Me pareció que había pasado toda una vida y no menos de dos años, y entonces me dije que no me apetecía en absoluto afrontar una reflexión acerca del tiempo y la naturaleza de los recuerdos. Así que guardé la postal en un cajón junto con las demás y llamé a la secretaria. Para despachar los últimos papeles, irme de allí y dejarme aspirar y aturdir por el frenesí de las calles abarrotadas de gente.

Para Nochebuena nos habían invitado a casa de unos amigos. Margherita dijo que nosotros dos nos intercambiaríamos los regalos antes de salir y, de esta manera, a las nueve de la noche, vestidos de punta en blanco, ambos nos reunimos en su casa junto al árbol de Navidad, adornado con gigantescas piñas y gajos de frutas cítricas secas. Eran casi transparentes y emitían reflejos de colores. La casa estaba llena de aromas agradables. De agujas de abeto, de limpieza, de velas perfumadas, del dulce de chocolate y canela que Margherita había preparado para aquella noche de fiesta. Los altavoces del equipo difundían las alegres notas de Bright side of the road.

– ¿Vienes con las manos peligrosamente vacías, Guerrieri? Como saques de debajo de la chaqueta otro libro, o un disco o cualquier otra cosa que no sea lo que se dice un verdadero regalo, te juro que esta misma noche te abandono y me hago novia -es un decir- de un maestro de bailes sudamericanos.

– Me había equivocado con respecto a ti. Creía que eras una chica sensible, poco materialista, aficionada a las artes, a las letras, a la música. Y, en cualquier caso, no me parece ver montones de regalos para mí debajo de este árbol.

– Siéntate y espera aquí -dijo ella, desapareciendo en dirección a la cocina.

Regresó al cabo de un minuto, empujando un enorme paquete de forma irregular, envuelto en papel de color azul eléctrico y con un lazo rojo.

– Éste es tu regalo, pero si no veo el mío, ni se te ocurra acercarte.

– ¿Es que tú no conoces el puro placer de dar por la felicidad del otro sin más contrapartida que su gratitud y su sonrisa? ¿No conoces…?

– No. Yo conozco el trueque. Saca mi regalo.

Meneé la cabeza.

– Bueno, ya que no conoces la poesía de la dádiva, voy para allá.

Me encaminé hacia la puerta, salí al rellano y entré de nuevo sujetando por el manillar una bicicleta eléctrica de color rojo, reluciente y bellísima.

– ¿Como bofetada moral te parece suficiente?

Margherita acarició un buen rato la bicicleta, como si el hecho de verla no le bastara. Como si fuera una persona que sólo conociera las cosas tocándolas y no simplemente mirándolas. Después me dio un beso y dijo que ahora ya podía abrir mi paquete.

Era una mecedora de mimbre y madera. Siempre había deseado tenerla, ya desde pequeño, pero no recordaba haberlo dicho jamás. Me senté en ella y probé a balancearme con los ojos cerrados.

– Feliz Navidad -dije al cabo de uno o dos minutos.

En voz baja y sin abrir los ojos, como si estuviera hablando solo en una especie de duermevela.

– Feliz Navidad -me contestó ella -también en voz baja- mientras con los dedos me rozaba el cabello, el rostro, los ojos.

SEGUNDA PARTE

1

Izquierdo, izquierdo, derecho, otro gancho izquierdo. Jab, jab, golpe corto, gancho derecho, gancho izquierdo.

Izquierdo, derecho, izquierdo.

Derecho.

Final.

Tumbado en el sofá, estaba viendo un documental deportivo; sobre Cassius Clay-Muhammad Alí. Para alguien que tenga cierta idea de lo que ocurre realmente en un ring, contemplar los combates de Muhammad Alí resulta una experiencia apabullante.

Por ejemplo, el movimiento de las piernas. Para poder comprenderlo realmente se tiene que haber subido a un ring. Pocos lo saben, pero la superficie del ring es blanda. No es fácil pegar brincos encima de ella.

Es asombroso ver a aquel hombre que ahora se arrastra bajo los golpes del Parkinson bailar de aquella manera. Ciento diez kilos que bailan con la ligereza de una mariposa. Bailo como una mariposa, pincho como una avispa, decía de sí mismo.

Los puños hacen daño y, por regla general, son feos. Precisamente por eso hay algo de increíble en aquella ligereza sobrehumana. Como una superación de la materia y del miedo, un ascender desde el barro y desde la sangre hacia una especie de ideal de belleza.

El documental terminaba mezclando las imágenes del joven Cassius Clay -bello e invencible- que bailaba ligero, casi inmaterial, durante una sesión de entrenamiento en el gimnasio, con las del viejo Muhammad Alí que encendía la llama de los Juegos Olímpicos de Atlanta. Temblando, con el rostro tremendamente concentrado para no fallar en aquel movimiento tan fácil y la expresión perdida en la distancia.

Pensé en el momento en que yo sería viejo. Me pregunté si me daría cuenta. Pensé que me daba un miedo atroz. Me pregunté si a los setenta años -si es que llegaba- sería capaz de reaccionar en caso de que alguien me agrediera por la calle. Es un pensamiento idiota, lo sé. Pero pensé precisamente en eso y sentí que el miedo me envolvía.

Y entonces me levanté del sofá, mientras pasaban los créditos del documental, me quité los zapatos, la camisa y los pantalones y me quedé en calcetines y calzoncillos. Después tomé los guantes de boxeo que estaban colgados en la pared, me los coloqué y puse el despertador a los tres minutos de un asalto normal de boxeo profesional.

Hice ocho asaltos, con intervalos de un minuto cada uno, pegando como si estuviera en juego un título o la vida. Sin pensar en nada. Ni siquiera en mi vejez, que llegaría más tarde o más temprano.

Después me metí bajo la ducha. Los brazos me dolían y tenía los ojos un poco nublados. Pero lo demás había pasado por aquella noche.

2

Con Martina y Claudia me reuní en un bar cerca del Palacio de Justicia media hora antes del comienzo de la vista. Para repasar las instrucciones sobre la manera en que Martina debería comportarse.

Unos días antes me había llevado su documentación clínica y la había cotejado con la que había aportado Dellissanti en la vista. Era la misma. Es decir, la de Dellissanti era una fotocopia de la nuestra. Mientras las comparaba, me había fijado en un detalle que yo había anotado en mis apuntes con bolígrafo rojo. Era un detalle importante.

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