Gianrico Carofiglio - Con los ojos cerrados

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Guido Guerrieri es un abogado muy especial. Despues de anos de defender a personajes impresentables y de tocar fondo en todos los aspectos de su vida, Guerrieri, quiza en busca de alguna modesta redencion, empieza a trabajar en casos de esos que no aportan dinero ni gloria sino tan solo nuevos enemigos. En Testigo involuntario era un inmigrante senegales acusado del brutal asesinato de un nino. En Con los ojos cerrados, Guerrieri se topa con el caso de una mujer golpeada que ha tenido el valor de denunciar el acoso de su ex pareja. Hasta ahora, ningun abogado quiere representarla por temor a los poderosos personajes implicados. Pero cuando un inspector de policia se presenta en su despacho para pedirle ayuda, y lo hace acompanado de Sor Claudia, una monja que, mas que religiosa, parece una mujer policia, Guido Guerrieri se da cuenta de que este puede ser el caso mas interesante, y mas dificil, de toda su carrera

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Martina recordaba muy bien todo lo que yo le había dicho un mes atrás. Estaba tensa, se fumó cinco o seis delgados cigarrillos uno tras otro, pero en general parecía que dominaba la situación.

Cuando terminamos el repaso, volvió a preguntarme si Scianatico estaría presente aquella mañana. Le volví a decir que no lo sabía, pero que, si tuviera que hacer un pronóstico, le diría que sí. Yo, si estuviera en el lugar de Dellissanti, lo haría comparecer en la vista.

Vio que llevaba su documentación clínica y me preguntó para qué la necesitaba. Para hacerle aquellas preguntas sobre las cuales ya habíamos hablado, contesté.

También la necesitaba para otra cosa. Que Dellissanti y su cliente no se esperaban, pero esto me lo guardé. Pregunté si tenía más dudas. No las tenía y entonces dije que ya podíamos dirigirnos a la sala.

Scianatico estaba allí. Estudiando el expediente sentado cerca de su abogado. Parecía tranquilo. Un profesional entre otros profesionales. Era elegante y estaba bronceado. Su aspecto no era el de alguien que tiene que defenderse de una acusación ignominiosa. Como suele decirse.

Con él y Dellissanti sólo intercambiamos un gesto de saludo, el mínimo indispensable.

Alessandra Mantovani, en cambio, no estaba en la sala. En su lugar, un fiscal suplente; alguien a quien yo jamás había visto, con unas cejas muy pobladas, unos pelos que le salían por unas grandes ventanas de la nariz y por las orejas, unos ojos rodeados de ojeras, semicerrados e inyectados en sangre. Tenía cara de jabalí verrugoso africano y graves problemas de dominio del italiano básico.

Conteniendo la respiración, le pregunté si le habían encomendado toda la sala. Y, por consiguiente, también nuestro juicio. En cuyo caso ya podíamos irnos todos a casa sin perder ni siquiera un minuto más.

No -contestó Jabalí Africano-, no había sido delegado para toda la sala; había algo que la magistrada Mantovani tenía que hacer personalmente y él la tenía que llamar cuando hubieran terminado todas las demás vistas. Después se desparramó en el banco sobre los expedientes que tenía delante, exhausto a causa del esfuerzo de elocuencia que había tenido que hacer. Observé que llevaba un anillo de casado y se me ocurrió espontáneamente preguntarme cómo debía de ser su mujer y si él la habría conquistado con aquellos preciosos pelos largos y negros que le salían de la nariz y de las orejas. A lo mejor, ella también los tenía.

A lo mejor, yo no andaba bien de la cabeza, pensé, archivando definitivamente el tema.

Llegó Caldarola, se cerraron unos cuantos acuerdos, se retiró alguna que otra demanda, se decretó algún aplazamiento. Después el juez se dirigió a la sala de deliberaciones para redactar los fallos y el fiscal suplente-jabalí africano desapareció.

Unos minutos después llegó Alessandra Mantovani. Scianatico y Dellissanti se levantaron para estrecharle la mano, cosa que no habían hecho conmigo. No me gustó. No es que me apeteciera estrecharles la mano. Pero aquel comportamiento contenía un mensaje. Significaba: ya sabemos que tú, el ministerio público, haces tu trabajo y nosotros no la tenemos tomada contigo. El cabrón es aquél -es decir, yo- y ya le arreglaremos las cuentas cuando termine esta historia. Alessandra les devolvió el apretón de manos, primero a Dellissanti y después a Scianatico, con una gélida sonrisa en los labios. Sólo se movieron los labios, una décima de segundo; los ojos, en cambio, permanecieron inmóviles, helados y clavados en sus rostros.

Aquello también era un mensaje.

Después sonó el timbre que anunciaba el regreso del juez a la sala.

Estábamos a punto de empezar.

– Bueno, pues, ¿quién es el primer testigo del ministerio público?

– Señoría, el ministerio público llama a declarar a la persona ofendida, la señora Martina Fumai.

El ujier abandonó la sala y se oyó su voz llamando a Martina. Un instante después, ambos entraron juntos. Martina vestía vaqueros, jersey grueso de cuello cisne y chaqueta.

Se sentó, facilitó sus datos personales y después el secretario judicial le pasó la cartulina plastificada, sucia de las miles de manos que la habían tocado, con la fórmula que tendría que pronunciar antes de su declaración.

– Consciente de la responsabilidad moral y civil que asumo con mi declaración, me comprometo a decir toda la verdad y a no ocultar nada que obre en mi conocimiento.

La voz era delgada, pero bastante firme. Martina miraba hacia adelante y daba la impresión de estar muy concentrada.

– El ministerio público puede proceder al interrogatorio.

– Buenos días, señora Fumai. ¿Puede decirnos cuándo conoció al acusado, Gianluca Scianatico?

Alessandra Mantovani había nacido para hacer aquel trabajo. Interrogó a Martina por espacio de más de una hora sin fallar ni un tiro. Sus preguntas eran breves, claras, sencillas. El tono era profesional, pero no frío. Martina contó toda su historia y no hubo ni una sola protesta a lo largo de todo el interrogatorio. Cuando me correspondió el turno a mí y tal como ya esperaba, quedaba muy poco que preguntar. Prácticamente sólo la cuestión del ingreso hospitalario y de los problemas psiquiátricos. El juez me dio la palabra y, por su tono de voz, quedó muy claro que no había olvidado lo ocurrido en la vista anterior.

– Señora Fumai, usted ya ha contestado ampliamente a las preguntas del ministerio público. No insistiré en esos temas. Tengo que hacerle tan sólo unas cuantas preguntas acerca de algunos acontecimientos pasados. ¿Le parece bien?

– Me parece bien.

– En años anteriores, ¿ha tenido usted algún problema de naturaleza nerviosa?

– Sí. Tuve agotamiento nervioso.

– ¿Puede decirnos si ello ocurrió antes o después de conocer al acusado?

– Ocurrió antes.

– Díganos, por favor, cuándo y cuéntenos brevemente cuál fue la causa de este agotamiento.

– Creo que dos… no, quizá tres años antes de que nos conociéramos. Tuve problemas relacionados con los estudios.

– ¿Nos puede explicar brevemente el carácter de estos problemas?

– No conseguía licenciarme. Me faltaba sólo un examen, lo había intentado varias veces sin conseguirlo… y, bueno, en determinado momento, me derrumbé.

– Comprendo que para usted resulta más bien desagradable recordar estos hechos, pero, ¿podría decirnos qué ocurrió?

A mi derecha, Dellissanti y Scianatico hablaban un tanto alterados. No se esperaban lo que estaba ocurriendo. Imaginé las preguntas insinuantes que habrían preparado. ¿Ha sufrido enfermedades psiquiátricas? ¿Ha sido sometida a terapias con psicofármacos? ¿Está loca? Etcétera. Pensé con satisfacción en los huevos rotos de sus propias cestas. A tomar por culo.

– Tras haberme presentado… cinco veces a aquel examen, la sexta ya estaba desesperada. Había tenido una vida universitaria difícil y agotadora. Cuando sólo me quedaba un examen, pensé que ya lo había conseguido. Pero, en cambio, me estaba bloqueando precisamente ante el último obstáculo. Para el sexto intento estudié como una loca catorce horas al día y puede que más. No conseguía dormir y me veía obligada a tomar ansiolíticos. La víspera del examen me pasé toda la noche despierta, tratando de repasarlo todo. Cuando a la mañana siguiente me tocó el turno, me había quedado dormida en el banco y no oí la llamada.

– ¿Cuántos años tenía entonces? ¿Y cuántos tiene ahora?

– Tenía veintiocho, casi veintinueve. Ahora tengo treinta y cinco.

– ¿Fue después de este hecho cuando recurrió a un especialista?

– Al cabo de unos diez días me ingresaron.

– ¿Puede decirnos cuáles eran sus síntomas?

Hubo una pausa. Era el momento más difícil. En caso de que consiguiéramos seguir adelante, ya estaría casi todo hecho. Martina hizo una profunda inhalación; afanosa, sincopada, como si hubiera una válvula que le impidiera recuperar el aliento a pleno pulmón.

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