Gianrico Carofiglio - Con los ojos cerrados

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Guido Guerrieri es un abogado muy especial. Despues de anos de defender a personajes impresentables y de tocar fondo en todos los aspectos de su vida, Guerrieri, quiza en busca de alguna modesta redencion, empieza a trabajar en casos de esos que no aportan dinero ni gloria sino tan solo nuevos enemigos. En Testigo involuntario era un inmigrante senegales acusado del brutal asesinato de un nino. En Con los ojos cerrados, Guerrieri se topa con el caso de una mujer golpeada que ha tenido el valor de denunciar el acoso de su ex pareja. Hasta ahora, ningun abogado quiere representarla por temor a los poderosos personajes implicados. Pero cuando un inspector de policia se presenta en su despacho para pedirle ayuda, y lo hace acompanado de Sor Claudia, una monja que, mas que religiosa, parece una mujer policia, Guido Guerrieri se da cuenta de que este puede ser el caso mas interesante, y mas dificil, de toda su carrera

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Puede que eso sea normal cuando llegas a los cuarenta. Todos tienen sus ocupaciones, familias, niños, separaciones, carreras, amantes, y la amistad es un lujo que no se pueden permitir. Quizá la verdadera amistad es el lujo de los veinte años.

O, a lo mejor, es que sólo digo chorradas. El caso es que en aquel momento me di cuenta, dolorosamente, de que ya no tenía amigos.

Por eso me alegraba tanto de que Emilio estuviera allí conmigo; me alegraba de que aquel juicio se hubiera aplazado y me alegraba de haber decidido tomarme una hora libre.

– Venga, vamos a tomarnos un café.

– Vamos -dijo él, esbozando una vez más aquella sonrisa como asustada.

Tan incongruente en aquel rostro suyo de jefe del servicio de orden de la Federación Juvenil Comunista Italiana, en la época de las palizas con los fascistas por una parte y las brigadas autónomas socialistas por otra.

Nos sentamos en un pequeño bar en los confines de la ciudad vieja. Yo tomé un capuchino y un croissant; Emilio solo café. Tras habérselo bebido, se fumó uno de los MS que fumaba desde la época del instituto. Éste no era el cigarrillo ultraslim y ultralight de Martina, a los que era tan fácil renunciar. Era un pedazo de historia, un prisma de emociones, una especie de máquina del tiempo.

Cuando dije no, gracias, con un trivial gesto de la mano, casi rechazando el paquete que Emilio me había ofrecido, observé una especie de decepción en el rostro de mi amigo.

Fumar juntos, lo sabía muy bien, siempre había tenido un significado especial. Como un ritual de amistad.

Intercambiamos unas cuantas palabras sin la menor consistencia, de esas que se dicen para reanudar el contacto cuando ha transcurrido mucho tiempo; de esas que se dicen para volver a crear las coordenadas de un territorio que se ha convertido en desconocido.

Y también sin la menor consistencia le pregunté por su mujer -no la conocía, solo sabía que Emilio se había casado seis o siete años atrás en Roma con una compañera-, formulando la habitual y trivial pregunta que la gente se suele intercambiar hacia los cuarenta.

– ¿Tú estás separado o has resistido?

Mientras hacía la pregunta, oí caer un hielo metálico. Antes de que Emilio contestara; antes incluso de que terminara de pronunciar aquellas palabras que ya estaban fuera y no podía retirar.

– Lucia murió.

La escena pasó a blanco y negro. Muda y ensordecedora. Y repentinamente sin sentido.

Me vino a la mente una frase de Fitzgerald, pero no la recordaba muy bien. En la noche oscura del alma siempre son las tres de la madrugada.

Se mezcló con los fragmentos de una conversación inexistente en el interior de mi cabeza, que giraba en vacío como el motor de un automóvil. ¿Cuándo murió? ¿Por qué? Ah, se llamaba Lucia. Encantado. Es un bonito nombre, Lucia. Lo siento. ¿Cuántos años tenía? ¿Era guapa? ¿Cómo estás, Emilio? Mi más sentido pésame. Hay que seguir adelante. ¿Por qué nunca nadie me dijo nada? ¿Y quién me lo habría tenido que decir? ¿Quién?

Oh, mierda, mierda, mierda.

– Se puso enferma y murió en tres meses.

La voz de Emilio era serena, casi átona. Delante de mi rostro mudo y disperso contó su historia y la de Lucia. Muchacha de treinta y cuatro años que un día de abril fue al médico a recoger unos análisis y se enteró de que su tiempo ya estaba casi a punto de caducar. A pesar de las muchas cosas que todavía le quedaban por hacer. Cosas importantes, como un niño, por ejemplo.

– Sabes, Guido, en estos momentos piensas un montón de cosas. Y, sobre todo, piensas en el tiempo malgastado. Piensas en los paseos que no has dado, en las veces que no has hecho el amor, en la vez que mentiste. Y en las veces que hiciste de contable con la moneda de los afectos. Sé que es una tontería, pero piensas que desearías volver atrás y decirle lo mucho que la quieres todas las veces que no lo hiciste y deberías haberlo hecho. Es decir, siempre. Y no es sólo el hecho de que no quieres que se muera. Es el hecho de que quisieras no haber malgastado el tiempo de aquella manera.

Hablaba en presente. Porque su tiempo se había roto.

Me lo contó todo con calma. Como si quisiera agotar el tema. Me contó cómo ella se había transformado en el transcurso de aquellas pocas semanas; cómo se le había empequeñecido el rostro, se le habían adelgazado los brazos y se le habían quedado las manos sin fuerza.

Yo permanecía en silencio, pensando que jamás en mi vida había contemplado el dolor de una manera tan tersa, nítida y pura.

Desesperada.

Después llegó el momento de despedirnos.

Nos levantamos de la mesita y dimos unos cuantos pasos juntos. Emilio parecía tranquilo. Yo no. Sacó el billetero, rebuscó un poco en su interior y sacó un resguardo. De una lavandería que funcionaba con fichas, de esas que estaban empezando a proliferar por toda la ciudad, con rótulos amarillos y un nombre americano. Escribió encima su número de teléfono y me lo entregó mientras yo le daba una de mis estúpidas tarjetas de visita. Me dijo que lo llamara, aunque él me llamaría de todos modos.

Parecía tranquilo. Sus ojos miraban hacia otro lugar.

Lo dejé sonar tres, cuatro, cinco, seis veces. A cada timbrazo aumentaba la urgencia y la angustia. Estaba a punto de colgar y probar con el móvil cuando oí en el otro extremo de la línea la voz de Margherita que contestaba.

– ¿Sí?

Tono apremiante de alguien que está a punto de salir de casa para irse al trabajo. Yo permanecí en silencio un instante porque, de repente, no sabía qué decir y me sentía la garganta obstruida.

– ¿Quién habla?

– Soy yo.

– Uy. Estaba a punto de salir, me has pillado en la puerta. ¿Ya estás en Lecce?

– Te quería decir…

– ¿…?

– Te quería decir…

– Guido, ¿qué pasa? ¿Te encuentras bien? ¿Ha ocurrido algo?

Ahora una ligera nota de alarma en la voz.

– No, no. No ha ocurrido nada. No he ido a Lecce, el juicio se ha aplazado.

Interrumpí mis palabras, pero esta vez ella no preguntó nada. Permaneció en silencio, esperando.

– Margherita -mientras hablaba, me di cuenta de que jamás la llamaba por su nombre-, ¿recuerdas la vez que me enviaste un mensaje a través del móvil…?

– La recuerdo. Te escribí que haberte encontrado era una de las cosas más bonitas que me habían ocurrido en la vida. No era verdad. Es la más bonita.

– Pues bueno, yo quería decirte lo mismo… pero quería decir que ahora no te puedo explicar…

Tartamudeaba.

– Guido, yo te quiero. Como jamás he querido a nadie en toda mi vida.

Entonces dejé de tartamudear.

– Gracias.

– ¿Gracias? Eres un tío muy raro, Guerrieri.

– Es verdad. ¿Cenamos fuera esta noche?

– ¿Invitas tú?

– Sí. Hasta luego.

– Hasta luego. Nos vemos esta noche.

Se cortó la comunicación. Yo estaba parado en la esquina entre Corso Vittorio Emanuele y Via Sparano. Las tiendas estaban abriendo, los camiones descargaban sus mercancías, la gente caminaba con la cabeza gacha.

Gracias, repetí antes de reanudar mi camino.

15

A la mañana siguiente fui al Tribunal directamente desde casa. Tenía un juicio por proxenetismo.

Mi clienta era una ex modelo y actriz de películas porno, acusada de haber organizado un negocio con otras chicas. Junto con otras dos, actuaba de intermediaria entre las chicas y los clientes; trabajaba con el teléfono e Internet y cobraba una comisión sobre las transacciones que llegaban a feliz término. Ella misma se prostituía con algunos clientes muy selectos y muy acaudalados. No gestionaba una casa de citas ni nada por el estilo. Simplemente ponía en contacto la demanda con la oferta. Las chicas trabajaban en casa, ninguna de ellas era explotada; nadie sufría daños.

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