– ¿Vamos a tomar algo?
Gorgoteó en un tono extrañamente alusivo, mientras me frotaba el dorso de la mano con el pulgar.
– Tal vez comamos también algo.
Pensaba en los litros de cerveza que ya tenía en el cuerpo y en las demás e imprecisas sustancias psicoactivas que le circulaban por la sangre y entre las neuronas.
– Sí, sí, tengo ganas de algo dulce. Una crepe de nocilla, o de nata con chocolate amargo fundido.
Regresamos a Bari y fuimos al Gaugin. Hacían crepes muy buenas, eran educados y simpáticos, tenían hermosas fotografías en las paredes. Era un lugar al que solía ir cuando estaba con Sara y no había vuelto más. Aquella noche era la primera vez.
Una vez dentro me arrepentí de haber ido. En las mesas, rostros conocidos. Alguien a quien saludar, todos me conocían.
Entre las mesas, el dueño y los camareros que nos observaban. Que me observaban. Podía oír el ruido de sus pensamientos. Sab í a que en aquel momento estaban hablando de mí. Me sentía un miserable cuarentón que sale con jovencitas.
Melisa, mientras, estaba muy cómoda y hablaba sin cesar.
Yo tomé una crepe de jamón, nueces y mascarpone y una cerveza pequeña. Melisa tomó dos crepes dulces, con nocilla, nueces y plátano la primera; con requesón, pasas de Corinto y chocolate fundido la segunda. Bebió tres calvados. Habló mucho. Dos o tres veces me tocó la mano. Una vez, mientras hablaba, se detuvo bruscamente, me miró fijamente, mordiéndose de manera imperceptible el labio inferior.
Están filmando con una cámara oculta, pensé. Ésta es una actriz, en cualquier lado hay una cámara de televisión escondida, ahora yo diré o haré algo ridículo, alguien saldrá y me dirá que sonría a los telespectadores.
No salió nadie. Pagué la cuenta, salimos, fuimos al coche, encendí el motor y Melisa me dijo que podíamos acabar la velada bebiendo alguna cosa en su casa.
«No, gracias. Eres una alcohólica o algo peor. Ahora te acompaño a casa, no subo y me voy a dormir», habría tenido que decir.
– De acuerdo, quizá sólo un trago y luego nos vamos a acostar, que mañana se trabaja.
Dije precisamente esto: «Quizá sólo un trago».
Melisa me dio un beso en el ángulo de la boca, entreteniéndose algún segundo. Apestaba a alcohol, humo y a un perfume intenso que me recordaba algo. Luego dijo que en casa no tenía casi nada y que era mejor pasar por un bar y comprar algunas cervezas.
No me encontraba a gusto, pero igualmente me detuve en un bar que estaba abierto toda la noche, bajé y compré dos cervezas. Para evitar que la situación degenerara.
Vivía en un viejo edificio de protección oficial, en la zona de la sede de la RAL El típico edificio donde viven los extranjeros seis o siete en una habitación, los ancianos adjudicatarios de las viviendas de protección oficial, categoría en desaparición del registro, y los estudiantes que no son de la ciudad. Melisa era de Minervino Murge.
En el portal había una lamparita muy pequeña, que no iluminaba nada. Melisa vivía en el primer piso y las escaleras apestaban a orines de gato.
Abrió la puerta y entró primero y yo la seguí, antes de que encendiera la luz. Olor a cerrado y a humo frío.
Con el ambiente iluminado me di cuenta de que estaba en una entrada minúscula que daba, a la izquierda, a una habitación dormitorio-estudio. A la derecha había una habitación cerrada que, pensé, era el baño.
«¿Dónde está la cocina?», pensé insensatamente en aquel momento. Justo en aquel momento ella me agarró de la mano y me condujo a la habitación-dormitorio / sala de estar / estudio. Había una cama adosada a la pared opuesta a la puerta, un escritorio, libros por doquier. Libros en estanterías, columnas de libros por el suelo, libros en el escritorio, libros desparramados. Había una vieja grabadora, un cenicero con dos filtros aplastados, algunas botellas de cerveza vacías, una botella de whisky J &B casi vacía.
Los libros habrían tenido que tranquilizarme.
Cuando voy a una casa por primera vez me fijo si hay libros, si son pocos, si son muchos, si están demasiado ordenados -lo que no habla a su favor- si están por todas partes -lo que habla a su favor- etcétera, etcétera.
Los libros en la pequeña casa de Melisa habrían tenido que provocarme sensaciones positivas. No fue así.
– Siéntate -indicó Melisa señalando la cama. Me senté, ella abrió las cervezas, me pasó una y bebió la mitad de la suya sin quitar la boca del cuello de la botella. Yo bebí un trago, así, por beber. Mi cerebro buscaba frenéticamente una excusa para escapar. Al fin y al cabo eran casi las dos de la madrugada, yo tenía que trabajar al día siguiente, habíamos pasado una agradable velada, ciertamente nos volveríamos a ver, no te preocupes, te llamo yo, además me duele un poco la cabeza. No, no hay nada que no vaya bien, aparte del hecho de que eres una alcohólica, una drogadicta, probablemente una ninfómana y ya me entran ganas de llorar. De verdad que te vuelvo a llamar.
Mientras intentaba pensar en algo menos patético, Melisa -que mientras tanto había terminado su cerveza de un trago- se quitó las braguitas, negras, por debajo de la falda.
No quería malgastar demasiado tiempo en preliminares y otras formalidades aburridas. Evidentemente.
En efecto, no hubo formalidades.
Permanecí en aquel lugar, haciendo cosas, hasta casi la mañana siguiente.
Fumando y acabándose la botella de whisky ella me habló de las dificultades de ser una estudiante de fuera de la ciudad, a quien los padres no daban casi nada. Pagar el alquiler cada mes, comprar la comida - y la bebida, pensé yo-, fumar, vestirse, el móvil, salir por la noche de vez en cuando. Los libros, obviamente. Algún trabajo esporádico -azafata, relaciones públicas-, que nunca era suficiente.
Si no se ofendía, yo podía prestarle algo. No, no se ofendía, pero debía prometerle que se lo haría devolver. Lógico, no te preocupes. No, quinientas mil no las tengo en efectivo, bueno, tengo doscientas veinte aquí en la cartera, veinte me las quedo, por lo que sea. No te preocupes, cuando puedas me las devuelves, sin prisa. Ahora me tengo que marchar, sabes, mañana, es decir ahora, dentro de nada, trabajo.
Me dio su número de móvil. Seguro que te llamo, le dije, mientras arrebujaba la nota en el bolsillo y abría la puerta con la prisa de alguien a quien estuvieran persiguiendo.
Fuera, el alba era morada, el cielo de color ratón. Los charcos eran tan negros que no reflejaban nada.
Mis ojos no reflejaban nada.
Me acordé de una película que había visto hacía un par de años. Esp í ritus en las tinieblas, una bellísima historia de cazadores y leones.
Val Kilmer le pregunta a Michael Douglas: «¿Has fracasado alguna vez?»
Respuesta: «Sólo en la vida».
Al día siguiente me cambié la tarjeta y el número del móvil.
Los días que siguieron a aquella noche no fueron memorables.
Pasó una semana, tal vez, y llegó la notificación de la conclusión de las investigaciones.
A las ocho treinta del día siguiente estaba en la secretaría de Cervellati para pedir las copias del expediente. Hice la solicitud, me dijeron que podría disponer de las copias al cabo de tres días y me marché presa de sensaciones negativas.
El viernes mi secretaria pasó por la fiscalía, pagó los derechos por las copias, las retiró y lo trajo todo al despacho.
Pasé el sábado y el domingo leyendo y releyendo aquellos papeles.
Leía, fumaba y bebía café largo descafeinado en tazas grandes.
Leía y fumaba y lo que leía no me gustaba en absoluto. Abdou Thiam estaba metido en un buen lío.
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