Muchas veces había tratado de comprender por qué aquel proyecto se había apoderado de ella tan rápidamente y cuál había sido el motivo que la había llevado a una conclusión tan extraordinaria. Tal vez porque estaba increíblemente bien conservado, pese a que nadie había vivido allí durante cincuenta años. Para ella, estaba claro que alguien se había estado ocupando de la casa todos aquellos años, quizá con idea de utilizarla como residencia de verano o como refugio de la vida urbana, sin llegar nunca a conseguirlo. Dentro del edificio no había nada que indicase que el presente hubiera chocado con el pasado. Una espesa capa de polvo se había depositado por encima de todo, algunas ratoneras esparcidas por todos lados indicaban, sin embargo, que alguien se había preocupado de que el mobiliario no sufriera un daño innecesario. Cuando Birna entró por primera vez, sintió un cierto estremecimiento al ver los diminutos esqueletos que había en algunas de las trampas, pero por lo demás la casa le causó buena impresión, por dentro y también por fuera.
Miró la hora. ¿Qué pasaba con ese hombre? ¿Se había entretenido en aquella estúpida sesión de espiritismo? El mensaje era bien claro. Buscó su teléfono y revisó los mensajes. Sí, no había error. Nos vemos a las nueve en la cueva. Vaya estupidez. Antes de volver a guardar el móvil en el bolsillo, comprobó que no había cobertura en aquella ensenada. Para ella, aquello era lo más fastidioso de la zona. Nunca estaba segura de que hubiera cobertura.
Decidió volver a la cueva. Podía ser que él estuviera ya allí. Aunque la cueva estaba en lo más alto de la playa, la bruma se había hecho tan espesa que podría llevar un rato allí esperando sin que ella se hubiera dado cuenta. Además, el ruido de los pájaros no permitía oír nada más, de forma que ni siquiera habría podido oírle llegar. Se puso en marcha teniendo mucho cuidado de mirar dónde pisaba, porque era muy fácil dar un traspié en el pedregal. A su paso, los guijarros chasqueaban cuando su peso los hacía rodar. Ojalá hubiera cambiado finalmente de opinión y se hubiera dejado convencer por sus razonamientos. Pero había tenido que gastar mucha pólvora en el asunto. En realidad, lo dudaba, tan empecinado estaba en aquello. De todos modos, esperaba que hubiera adoptado la decisión correcta, aunque también sabía que, de ser así, el cambio de opinión habría sido gracias a ella. Había cedido y se había acostado con él. Al menos sacaría algo de aquello, porque no había experimentado placer alguno. Era importante tener varios proyectos en marcha al mismo tiempo, la competencia era dura. Aunque en cierto modo ya tenía asegurado el éxito allí, no era cosa de limitarse a aquello con exclusividad. Se estaba exigiendo demasiado. ¿Pero qué importancia tienen unas relaciones sexuales en el contexto de la victoria entre sus colegas? Todos hablarían de ella. Birna sonrió para sus adentros sólo de pensarlo.
Un griterío desacostumbrado en la roca de los pájaros la arrancó violentamente de sus ensoñaciones. Parecía como si todos los pájaros de la tierra se hubieran puesto de acuerdo en alzar la voz. Quizá querían recordar su existencia al mundo que se ocultaba detrás de la niebla. Birna suspiró. Había empezado a hacer frío y se envolvió en el abrigo. ¿Qué clase de verano era aquél? Al llegar a la cueva, no vio a nadie. Llamó en voz alta por si estuviera allí aunque no pudiera verlo, pero nadie respondió. Diez minutos. Le daría diez minutos y luego se iría. Menudo rollo. La ira enrojeció sus mejillas y con ello sintió algo de calor. ¿Cómo tenía la desfachatez de hacerla esperar de aquel modo? No era lo mismo que llegar tarde a una cita en algún café de Reikiavik. Allí podía dedicarse a leer periódicos para pasar el rato, pero aquí no había nada que hacer. Y aunque el lugar fuera tan extraordinariamente hermoso, como otros sitios de Snaefellsnes, en aquel momento no se veía nada por culpa de la niebla.
Cinco minutos. Le daría solamente cinco minutos. Aún tenía que regresar y le habían entrado unas ganas terribles de hacer pis. Un pensamiento extraño se deslizó por su mente. No tenía relación con su presencia en la playa o con el enfado por hacerla esperar allí sola en medio de aquella niebla asquerosamente fría. De pronto, se sintió triste por no conocer mejor la geografía de la comarca y de otros lugares de Snaefellsnes. ¿Cómo se formó, por ejemplo, el Kirkjufell, una montaña por la que siempre se había sentido atraída? Estaba aislada justo delante del mar al norte de la península, y aún recordaba suficiente geografía para saber que no se trataba de un volcán. Por eso, echaba en falta haber prestado más atención a la asignatura en sus años de instituto. Cuando volviera a casa lo consultaría. Como decidió hacer, en realidad, la primera vez que vio la montaña, aunque después se olvidara de ello.
De nuevo, los chillidos de los pájaros estallaron en las paredes del acantilado en el que Birna estaba apoyada. Sufrió un sobresalto y se alejó dos pasos de la pared. Tuvo una sensación de náusea y se estremeció. No era la primera vez. Era algo relacionado con aquel lugar. No solamente con lo que estaba a la vista, y con aquellos personajes insoportables que trabajaban en el hotel y se creían auxiliares espirituales de los huéspedes. Por no hablar de estos últimos. Eran otro montón de chiflados. Aunque algo menos malos. No, había algo más. Algo que había ido creciendo poco a poco, calladamente, que había empezado la primera vez que vio aquel lugar, con el escalofrío que le produjo la imagen de los esqueletos de los ratones, y que había acabado por convertirse en una permanente sensación de náusea, sensación que le provocaba una ira difícil de dominar. No era aquel estúpido cuento de fantasmas lo que ejercía su influencia sobre ella. Estaba segura de que los empleados del hotel se lo habían inventado, movidos por algún extraño impulso que iba más allá de su capacidad de comprensión. Volvió a estremecerse, aunque ahora, más que nada, para volver en sí. ¿Qué estúpido juego melodramático era aquél? Ella, que era conocida entre sus amigos por su apego a lo terrenal, que en ocasiones llegaba al aburrimiento. Aquí había un trabajo que hacer. Jónas quería más. Había mucho potencial en un hotel para chiflados, pero no había sido aquello lo que había sorprendido a Birna, sino todo el dinero que parecían tener todos aquellos desequilibrados. El alojamiento no era precisamente barato en el establecimiento de Jónas, por no hablar de la guía espiritual que proporcionaban sus empleados.
Birna intentó sonreír al recordar, de pronto, cómo se había comportado Eiríkur, el especialista del hotel en la lectura de auras, cuando ella había llegado hacía una semana. La había aferrado con fuerza por el brazo y le había susurrado que tenía el aura negra. Debía tener cuidado. La muerte le seguía los pasos. Frunció el ceño ante aquel recuerdo, pero también ante el desagradable aliento del hombre y su mal olor.
Habían pasado los cinco minutos. Se las pagaría. Habría podido estar trabajando, tenía mucho que hacer y el plazo para terminar el proyecto no era eterno. Si no le hubiera llegado aquel mensaje, habría seguido enfrascada en los planos del terreno para la construcción del nuevo edificio, y quién sabe si no habría llegado ya a la solución. Tenía que edificarse separado de la casa principal, a cierta distancia de ella. Por algún motivo, aún no había conseguido determinar la localización exacta. Había algo en el lugar donde debería hacer el edificio, algo que se le escapaba. Pero no se trataba en absoluto de una cuestión de buena o mala elección, sino algo que le molestaba en aquella parcela, algo que no encajaba, pero que no lograba comprender. A lo mejor no era más que una tontería, estaba ya más que harta de todos los plazos que tuvo que ir cumpliendo a lo largo del año y medio anterior. Jónas quería un arquitecto que dedicara toda su vida al trabajo (aparte de tener el horóscopo adecuado), y sin discutir, ella había aceptado vivir en el lugar. Había preguntado a algunos empleados del hotel si habían notado algo extraño en aquella parte de la propiedad, pero no le habían dicho nada especialmente útil. La mayoría habían contestado a su pregunta con otra más clara: ¿Por qué no eliges otro sitio si éste no te acaba de gustar? Aquí hay terreno de sobra. Pero esa gente no la comprendía. Eso sí, sabían perfectamente todo lo relativo a la situación de las estrellas y los planetas. Por su parte, Birna era una experta en la ubicación de los edificios. Aquél era el solar, no se podía hablar de ningún otro.
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