No le apetecía regresar a su apartamento, era como si un imán le atrajera hacia esa casa amarilla con las carpinterías blancas. Puso la primera y dejó que la gravedad se lo llevara, condujo a velocidad de tortuga el corto trecho que daba la vuelta a la manzana y se encontró de nuevo en el punto de partida. Allí dentro estaba ella. Y también él, ese que era digno.
Justo cuando pasaba por delante del buzón se abrió la puerta principal.
Y ahí estaba él.
Pisó el freno sin que el cerebro lo hubiera ordenado. El hombre que se encontraba delante de la puerta principal cerró con llave y miró en su dirección con curiosidad. Jonas giró la cabeza, le habría gustado ver más, mirar más detenidamente, pero no quería ser visto. Ahora no. Todavía no.
Cien metros más adelante había una explanada para dar la vuelta. Cuando, ya de regreso, pasó por delante de la casa, su aventajado rival maniobraba el Golf para salir marcha atrás de la rampa del garaje. Jonas desaceleró y le dejó pasar A contraluz, vio por el parabrisas que una mano hacía un gesto dándole las gracias. Jonas asintió con un movimiento de cabeza.
De nada. Además, también me he follado a tu mujer.
Le siguió a una distancia prudencial por las irregulares callejuelas de la zona residencial hasta la autovía que conducía a la ciudad. En el carril mantuvo una distancia de dos automóviles: nadie sabría que él estaba ahí, vigilando, controlando, dueño de la situación. Una gran calma le invadió. La compulsión quedaba muy lejos.
Después de cruzar el puente de Danvikstull doblaron por la primera a la izquierda siguiendo la orilla hacia la zona nueva del puerto de Norra Hammarbyhamnen, luego giraron por la primera a la derecha y, después, a la derecha de nuevo. Conocía aquella parte de la isla de Södermalm, había hecho una suplencia allí durante una semana cuando toda la ciudad guardaba cama con gripe. El automóvil que le precedía dobló a la derecha y subió por la calle de Duvnäsgatan y, por un momento, lo perdió de vista. Jonas desaceleró un momento al ver que el coche estacionaba en fila, pero continuó, pasó de largo, y luego aparcó y salió. A pie ya, dobló la esquina con Duvnäsgatan y justo entonces, se abrió la puerta del otro coche. Una mujer rubia de su misma edad, quizás un par de años mayor, salió de un portal a unos diez metros de distancia. Jonas se colocó la capucha y empezó a subir la cuesta cambiando de acera; luego se detuvo ante un escaparate a la altura del Golf y se quedó allí. Los veía por el reflejo de la luna del escaparate. Si lo hubiesen pinchado, no habría salido ni una gota de sangre. Las partes que veía ya no encajaban. Por un breve instante su ojo se desenfocó y de repente se encontró leyendo un rótulo al otro lado del cristal: LOCAL PARA ALQUILAR. No había otra cosa donde fijar la mirada en todo el escaparate vacío. En cambio, la imagen reflejada tenía mucho que revelar. La mujer que acababa de salir del portal y el tal Henrik que acababa de abandonar su bello idilio suburbial se encontraban estrechamente abrazados al otro lado de la calle. De una pieza, y casi como agarrotados, se habían fundido el uno en el otro, sujetándose mutuamente, como si corrieran el riesgo de caerse si alguno de ellos se soltaba.
Permanecieron de aquel modo largo rato. Lo suficiente como para que él pudiera llamar la atención si continuaba parado delante del escaparate vacío, si es que eran capaces de ver cualquier cosa que se encontrara fuera de la campana de cristal en la que parecían estar metidos.
¿Qué clase de hombre era ése? Acababa de salir de su casa dejando allí sola a una mujer que era lo máximo a lo que un hombre podía aspirar. No obstante, ahora el tipo se abrazaba con otra en el interior de su coche.
Sin darse la vuelta, empezó a bajar por la cuesta en dirección al suyo. Se sentía desconcertado, sin entender qué era lo que acababa de presenciar, sin saber si todo era lo que aparentaba ser. Marido y mujer que saciaban sus lujuriosos apetitos en lugares distintos, en otras compañías que la mutua.
Qué asco.
Nunca jamás.
El día que él se casara, cuando alguien le amara de verdad por lo que él era, el día que alguien realmente le descubriera, él nunca miraría a otra mujer. Daría rienda suelta a toda la pasión que contenía en sus entrañas y convertiría a su mujer en una reina. La adoraría, haría todo lo que le pidiera, estaría a su disposición amándola a cada segundo. Nunca le fallaría. Su amor sería capaz de realizar milagros en el mismo momento en que alguien lo liberara. En el momento en que alguien quisiera tomarlo. ¿Por qué ninguna mujer veía su capacidad de amar, veía la fuerza natural que había en él? ¿Por qué nadie quería recibir todo cuanto él tenía para dar?
Anna lo había sabido. Y a pesar de eso, no lo había considerado digno.
Sus terribles ansias le invadieron de nuevo, el anhelo de encontrar una salida a su soledad. Y luego pensó en el tal Henrik, a quien acababa de ver en brazos de esa rubia, que tenía todo lo que un hombre podía desear y que, aun así, no se daba por satisfecho.
Y en Lind… Eva.
Eva.
¿Qué había pretendido de él al acompañarlo a su casa?
Por el rabillo del ojo vio pasar un automóvil por la luna lateral del coche, pero no fue hasta que hubo pasado de largo que cayó en la cuenta de que era el Golf. La rubia ocupaba el asiento del copiloto.
Giró la llave de arranque y, más por reflejo que por una decisión consciente, les siguió. Doblaron a la izquierda por la calle Renstierna y luego siguieron la avenida de Ringvägen hasta el cruce con Nynäsvägen, la carretera que iba a la ciudad portuaria de Nynäshamn. No se molestó en guardar la distancia prudencial, tenía todo el derecho de ir a donde quisiera.
Incluso podía conducir hasta una apartada y anodina pizzeria a medio camino de Nynäshamn si quería, y eso fue exactamente lo que hizo. Vio que el Golf se desviaba a cien metros delante de él y aparcaba en el reducido y vallado aparcamiento contiguo al local. No tenía aspecto de ser un sitio especialmente lujoso ni acogedor, supuso que la elección había recaído en aquel restaurante más bien por la conveniente distancia que le separaba del hogar de él, en Nacka. El adulterio exigía cierta cautela, eso lo sabía él mejor que nadie. Al verlos desaparecer por la puerta acristalada, su desprecio por ellos se desbocó. El brazo de él rodeando los hombros de ella, protector, atento. ¿Cómo podía una mujer ser tan estúpida para fiarse de un hombre que estaba a punto de engañar a otra mujer? Todo era tan incongruente.
Esperó un momento antes de abandonar el coche y, sin darse ninguna prisa, leyó detenidamente la carta plastificada que se encontraba junto a la entrada. Ellos estaban sentados el uno frente al otro en la esquina del fondo y un hombre de aspecto extranjero anotaba su pedido. El bullicio no era mucho ya que sólo estaban ocupadas otras dos mesas, una por tres muchachos adolescentes cuya edad dudosamente justificaba las jarras de cerveza que tenían delante, y la otra por una familia con niños que estudiaba la cuenta. Sin embargo, no tendría nada de extraño que él ocupara la mesa que se encontraba al lado de la de ellos. Recorrió la corta distancia hasta ella y, justo en el momento en que arrastraba la silla hacia atrás, vio por el rabillo del ojo que el tal Henrik, el marido infiel, devolvía la carta. Jonas tomó asiento y, al momento, se encontró con la misma carta entre las manos.
Las manos.
Las manos de ambos habían acariciado la misma mujer.
Las suyas propias con un amor sin reservas, las del otro con una alevosía sin atenuantes.
Y aun así, era ése, ese otro, quien tenía el derecho de llamarla suya.
Apartó la carta, no quería tocarla, e intentó recordar el nombre de alguna pizza del texto que había leído junto a la entrada.
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