P. Cast - Profecía De Sangre

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Elphame es mitad humana mitad centauro, hija de Etain, esposa de Epona. Es prácticamente humana pero su apariencia evidencia la rareza de su origen, sus piernas de centauro, su condición de híbrido, la separan del mundo.
Cuando emprende su viaje hacia el castillo de MacCallan lo hace dejándose llevar por una atracción que desde niña ha sentido por las leyendas del mundo antiguo. Cien años atrás, unas criaturas demoniacas y sangrientas llamadas Fomorians arrasaron aquel lugar. Una premonición de su hermano pequeño, que le acompaña en el viaje, le dice a Elphame que allí encontrará no solo su destino sino también un compañero para su vida. La profecía se cumple cuando Elphame conoce a un mitad hombre y mitad Fomorian llamado Lochlan.

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Antes de dormir, Brenna siempre hablaba con Epona. No lo consideraba rezar. Ella no le hacía peticiones a la diosa, sino que hablaba con ella como si fuera una vieja amiga suya. Y, en realidad, Brenna llevaba tanto tiempo hablando con Epona que así era como pensaba de la diosa. Sus conversaciones con Epona habían comenzado después del accidente. Brenna sabía que no podía hacerse nada con respecto a sus heridas; de hecho, la joven Brenna de diez años pensaba que iba a morir. Tenía un dolor tan intenso, y había durado tanto tiempo, que nunca pensó en pedirle a Epona que la salvara. No quería la salvación, sólo quería el alivio. En vez de rogarle a Epona que la curara, Brenna se había pasado horas hablándole a la diosa. Pensaba que pronto iba a encontrarla en el reino de los espíritus. Ni siquiera después de sorprender a todo el mundo, incluso a sí misma, sobreviviendo, pudo dejar de hablar con la diosa. Se había convertido en un hábito que calmaba su mente y su cuerpo.

Aquella noche necesitaba calma.

Le temblaban las manos de ira contenida mientras quemaba un poco de hierba seca e inhalaba el olor familiar de la lavanda. Se sentó frente a su altar improvisado y acarició cada uno de los objetos, intentando aclararse la mente y prepararse para hablar con Epona. Sin embargo, aquella noche no encontró consuelo en sus objetos, la piedra turquesa que era del mismo color que el mar, la pequeña figura de madera de la cabeza de una yegua que ella misma había tallado, la perla en forma de gota y la pluma, que brillaba con el mismo color verde azulado de la piedra…

Del mismo color que los ojos de Cuchulainn.

Brenna cerró los ojos con disgusto. «Deja de pensar en él», se ordenó. Sin embargo, sus pensamientos, que normalmente eran disciplinados y lógicos, no obedecieron.

Volvió a sentir ira, y se deleitó con la frialdad de aquella emoción. Era mucho más fácil de soportar que la desesperanza y la soledad.

¿Cómo había podido ser tan ingenua? Pensaba que había encontrado la paz en su interior, que había conseguido aceptar su vida muchos años antes. Era una Sanadora. Nunca conocería la alegría de tener un marido, de tener hijos, pero su vida, la vida que había terminado una década antes, tenía significado. Se había dedicado a combatir a dos viejos conocidos suyos, el dolor y el sufrimiento.

¿Qué le había pasado recientemente? ¿Cómo era posible que su plácido interior se hubiera convertido en un océano turbulento?

Brenna se tocó la mejilla derecha, distraídamente, y notó la superficie irregular y suave de sus cicatrices. ¿Cuándo había pensado en el amor por última vez? Años antes, cuando había comenzado a tener el periodo. Durante aquella transición de la feminidad, había pensado en cómo habría sido su vida si hubiera estado un paso más alejada del hogar, o si su madre hubiera sabido que el cubo contenía aceite en vez de agua, o si su madre hubiera esperado para ver si ella había sobrevivido, o si su padre hubiera podido continuar con su vida…

Todo aquello había sucedido una década antes, pero aquella noche los recuerdos estaban muy frescos. Hacía mucho tiempo que no se permitía pensar en cómo podían haber sido las cosas. Normalmente era más lógica, y no había lógica en el hecho de desear lo imposible, o en desear que se deshiciera lo que ya estaba hecho.

Entonces, ¿por qué en aquel momento? ¿Por qué sus deseos, que se habían quemado en otra vida, habían renacido con unos ojos turquesa y una sonrisa de niño?

Brenna quiso acariciar la piedra, pero todavía le temblaban las manos, así que se las agarró en el regazo y apartó la vista del altar. Aquella noche no veía a la diosa reflejada allí, sino las sombras y los matices de Cuchulainn.

Inhaló la esencia de lavanda y se obligó a concentrarse en Epona. Afortunadamente, su mente se aclaró, y la tensión de sus hombros se relajó. Respiró profundamente otra vez, y comenzó a hablar con la diosa, aunque aquella noche su voz tuviera una aspereza poco habitual.

– Hoy me he sentido muy bien al jurar fidelidad y entrar a formar parte de un clan que siempre ha estado muy cerca de ti. Sentir que una pertenece a un sitio es… -hizo una pausa y se apretó las manos, tanto, que los nudillos se le pusieron blancos-. Es algo que no había vuelto a sentir desde hacía muchos años, y había olvidado la alegría que representa. Gracias por eso, por haberme concedido este nuevo hogar.

Al decirlo en voz alta, sus palabras se convirtieron en las piezas que faltaban en aquel rompecabezas. Brenna abrió mucho los ojos y sintió que la ira comenzaba a desvanecerse.

– Tal vez el aliciente de pertenecer a este clan sea lo que ha causado estos pensamientos -murmuró con una sonrisa triste-. He permitido, como si fuera una niña, que mis fantasías afectaran a mi sentido común. Unas fantasías muy bonitas que se centraban en una cara muy bonita.

Brenna suspiró. Ya no podía eludir más la cuestión. Estaba hablando con Epona, que la conocía muy bien. Deliberadamente, soltó sus manos y acarició con un dedo la pluma color turquesa.

– No fue sólo su cara, Epona. Fue la bondad que vi en sus ojos. Hizo que se me olvidara que lo único que él puede sentir por mí es lástima, no amor de verdad -murmuró, y agitó la cabeza. Su voz volvió a endurecerse-. Creen que la pena es amor, pero no es cierto. La pena es un dulce hediondo, algo que se utiliza para cubrir lo que está mejor escondido. Pero al final, la vida lava las capas y deja expuesta la verdad. Y la verdad ha quedado expuesta esta noche. Él pensó que iba a compadecerse de la pobre Sanadora y bailar con ella. Como de costumbre, un hombre guapo que piensa sólo en sus deseos. Yo tendría que haberlo sabido. No debería haber pensado nunca que…

Su voz se acalló. ¿Cómo podía haber creído que él estaba empezando a interesarse por ella? Pero ya sabía cuál era la respuesta. Estaba en los ojos de Cuchulainn, en aquellos fabulosos ojos de color turquesa. Él la había mirado con…

– ¡No! -exclamó-. Se acabaron los deseos vanos que sólo sirven para abrir viejas heridas.

Brenna se alegró de sentir ira de nuevo, una ira que desplazó la pena. Se puso de rodillas sobre la lavanda que ardía, y con firmeza, pasó las manos por el humo y bañó su cuerpo con la esencia de la hierba. Repitió aquella acción ritual tres veces. Después tomó la cabeza de la yegua y la apretó en la palma de la mano, y se estrechó el puño contra el pecho.

– Gran diosa Epona, por primera vez te ruego que me concedas algo para mí misma. Te pido que me ayudes a encontrar el centro de mi calma de nuevo, para que la paz regrese a mi corazón y a mi alma. Quiero sellar esta oración invocando a los cuatro elementos. El aire, que contiene el aliento de la vida. El fuego, que arde con la pureza de la lealtad. El agua, que limpia y purifica, y la tierra, que reconforta y alimenta.

Las palabras de Brenna no provocaron ninguna magia en el ambiente, pero ella pensó que detectaba un calor distinto en la figura de madera que tenía en el puño, y con aquel calor, la frialdad de la ira que tenía en el pecho murió. Brenna cerró los ojos y suspiró con tristeza. La ira no era el modo de arreglar las cosas. Sólo era un bálsamo temporal para los síntomas, pero que no resolvía el problema.

Volvería a encontrar la paz interior. Evitaría a Cuchulainn; eso no sería difícil. Brenna se había quedado en el Gran Salón el tiempo suficiente para ver cómo reaccionaba él a los encantos y la seducción de Wynne. La bella cocinera lo tendría muy ocupado.

Mientras se quedaba dormida, intentó ignorar el dolor que le causaba pensar en Cuchulainn con otra mujer.

Capítulo 22

Despertar en su propia habitación fue un verdadero placer, y más hacerlo a causa de los ruidos que hacían los trabajadores mientras retomaban las tareas de la restauración del castillo. Elphame se estiró lentamente para probar el dolor de su costado y el hombro. Con satisfacción, se acarició el corte. Ya no le dolía, sino que sentía entumecimiento y picor. ¿Sería demasiado hedonista por su parte el hecho de empezar el día con un largo baño en su piscina privada? Sonrió. No, si lo convertía en un baño corto. Se dirigió hacia las escaleras y aminoró el paso al sentir que estaban resbaladizas. No quería pensar en lo que diría Cuchulainn si se tropezara y se cayera de nuevo. Para guardar el equilibrio, apoyó las manos en las paredes rugosas de piedra, y al instante, estableció conexión con el espíritu del castillo.

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