– ¡Oh, Cu! ¡Los pilares!
Le apretó afectuosamente el brazo a su hermano antes de acercarse a la gran columna central. La habían restaurado amorosamente. La luz danzante de las antorchas acariciaba la talla de la piedra, que formaba nudos intrincados, pájaros, flores y yeguas encabritadas.
Y la piedra canturreaba con una voz resonante y musical, que resonaba en el alma de Elphame. Incluso sin tocarla, notaba su llamada.
Elphame se acercó al pilar, anhelando tener una comunicación más íntima con la piedra. Entonces, se dio cuenta de que había docenas de ojos observándola, y recordó que no estaba sola. Apretó los puños. ¿En qué pensaba? No podía hacer aquella actuación para el castillo entero.
Entonces oyó el sonido de los cascos de un centauro acercándose por el patio. Danann salió de entre el grupo de trabajadores que se había congregado allí.
– La piedra te está llamando. Es un don único, y no debes titubear a la hora de responder.
Elphame miró nerviosamente a Danann, y después, al resto de los presentes.
– No -dijo él, y bajó la voz para que sólo ella pudiera oírlo-. No fragmentes tu atención. Sólo puedes hacer una cosa. Cuando la piedra habla, tú debes responder. Estás destinada a ser La MacCallan. Tu castillo te ha llamado desde una gran distancia, y desde un gran lapso de tiempo. Ahora debes responder con el alma, además de con el cuerpo.
Elphame se humedeció los labios y tragó saliva. Aquellas palabras tenían todo el sentido para ella. Estaba vinculada a aquel castillo, a sus muros y a sus suelos y a sus columnas, y a los espíritus de su pasado. Deseaba aquel vínculo, su alma lo anhelaba.
Miró una vez más a Danann, y él asintió para darle ánimos.
Elphame se aclaró la mente y posó las manos sobre la columna central. La vieja piedra se hizo líquida bajo sus manos, y comenzó el calor. Aquel calor se intensificó rápidamente y se extendió por sus brazos, por su cuerpo entero, y la ráfaga de sensaciones le llenó la mente con un solo grito de alegría.
«¡Fe y fidelidad!».
A ella le dio un salto de alegría el corazón al reconocer el lema de los MacCallan, que las piedras del castillo, de su castillo, gritaban con una única y victoriosa voz. Elphame jadeó de felicidad. Se dio cuenta de que Cuchulainn se había acercado a ella, y de que Danann había posado su mano huesuda sobre el brazo del guerrero.
– Tu hermana está a salvo. Ella obtiene su fuerza de estas piedras.
Elphame oyó la voz del Maestro de la Piedra como si proviniera de un punto muy lejano, pero aquellas palabras se le clavaron en la mente.
¿Podía obtener fuerza de aquellas piedras? ¿Cómo era posible?
En cuanto se hubo formulado aquella pregunta, el calor que la había invadido cambió, se movió, reaccionó. Se incrementó tanto, que Elphame tuvo la sensación de que sus manos se hundían en la piedra, que se había hecho maleable por unos instantes.
La energía llenó su cuerpo, y Elphame bebió la fuerza de la piedra. El dolor de su hombro y de su costado desaparecieron, y la jaqueca que la había torturado durante días se evaporó.
Elphame cerró los ojos y respiró profundamente, concentrándose, tal y como Danann le había enseñado. Se concentró en su conexión con la piedra viviente. «Gracias. No sé por qué me habéis concedido este don mágico, pero gracias».
El espíritu de la columna central del castillo respondió.
«Llevamos mucho tiempo esperando el regreso de El MacCallan y el pulso de la vida entre nuestras murallas. Nos regocijamos porque has venido a reclamar tu derecho de nacimiento. ¡Observa lo que es tuyo, Diosa!».
Con una fuerza que casi la asustó, Elphame notó que sus sentidos aumentaban mientras su espíritu se unía al espíritu de la piedra. Hubo un momento de confusión y de vértigo mientras se acostumbraba a su nueva capacidad de percepción. Después se hizo una con el castillo. Sus muros se convirtieron en su piel, sus miembros eran las torres y su espina dorsal era aquella columna. Elphame sentía cada rincón, cada espacio del castillo. Eran de tejidos y de sangre, de su sangre. «Ésta es mi casa», se dijo, y la amorosa caricia de su pensamiento fluyó hacia los cimientos del Castillo de MacCallan. El hogar ancestral de su clan vivía una vez más.
Cuchulainn vio que el reino de los espíritus envolvía a su hermana. Por primera vez en su vida, vio a la diosa que había en ella, y por un momento, tuvo la sensación de que ante sí tenía a una extraña. Sabía que era lo que ella había deseado siempre, y sabía que debería sentirse feliz por Elphame, pero le entristecía casi tanto como le impresionaba.
Apartó los ojos de Elphame y observó a la gente y a los centauros que los rodeaban. Muchos de ellos habían unido las manos, y dos mujeres se habían puesto de rodillas. Todos los rostros reflejaban la reverencia y el amor que sentían por su hermana diosa. La seguirían a cualquier parte. «Nosotros», se corrigió, «la seguiríamos a cualquier parte».
En aquel momento, Elphame echó la cabeza hacia atrás, y con una voz magnificada por el poder de los espíritus del castillo, gritó las palabras que la llenaban.
– ¡Fe y fidelidad!
– ¡Fe y fidelidad!
Automáticamente, Cuchulainn unió su voz a la de Elphame, y pronunció el antiguo grito de batalla de los MacCallan, y pronto, todas las voces del castillo se fundieron con las suyas. El grito resonó por las murallas de piedra viva, y se extendió más allá, hacia el mar y el bosque.
– ¡Fe y fidelidad!
Elphame miró a su alrededor mientras se frotaba las manos, en las que todavía sentía un cosquilleo. Se sentía exultante debido a la comunión con los espíritus de la piedra, y le resultaba imposible estar quieta. Estaba llena de fuerza, de esperanza y alegría, pero miró con cierta inquietud a la gente que la rodeaba. Se preparó para su reacción ante lo que acababan de presenciar. Sí, habían respondido a su grito, y se habían dejado llevar por la magia del momento, pero ¿a qué precio? ¿La verían como la Jefa del Clan y la aceptarían, o comenzarían a rehuirla de nuevo? O, peor todavía, ¿intentarían adorarla?
La pequeña jefa de mantenimiento, Meara, fue la primera en hablar. En sus mejillas se formaron dos hoyuelos cuando sonrió y le hizo una reverencia a Elphame.
– Yo he supervisado la limpieza de las columnas -dijo, al principio, con la voz vacilante, pero después superó el nerviosismo y continuó con calma-: Restauré la columna central con mis manos. No puedo comunicarme con los espíritus de la piedra como tú, pero juro que he podido sentir su fuerza, y su bienvenida -explicó. Impulsivamente, le tomó la mano a Elphame y se la estrechó-. Tenías razón. Ésta es nuestra casa. Las mismas piedras nos dan la bienvenida.
Elphame sintió una fuerte avalancha de emociones, e intentó encontrar la voz para responder.
Un joven se acercó a Meara. Le hizo una reverencia a Elphame; era uno de los hombres que la había puesto sobre el lomo de Brighid la noche de su accidente. Pero antes de que Elphame tuviera ocasión de saludarlo, él se puso de rodillas, la miró a los ojos y comenzó a hablar con la pasión de la juventud.
– Nunca he tenido un hogar propio. Soy el más pequeño de diez hijos, y durante toda mi vida me he sentido desplazado, como un vagabundo. Creo que muchos de nosotros nos hemos sentido así -dijo. Hizo una pausa y miró a su alrededor, a los demás humanos y centauros. Varias cabezas asintieron, y Elphame oyó un murmullo general de acuerdo-. Pero ya no será así. No nací en el clan de los MacCallan, pero como he trabajado para reconstruir sus muros, yo también siento la atracción de la piedra. Encajo aquí como nunca había encajado en otro sitio. Este castillo es un cimiento para mí, y si La MacCallan me acepta, le juraré lealtad y llevaré con orgullo el nombre del clan hasta mi muerte y más allá, si ella me lo concede.
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