James Ellroy - El Asesino de la Carretera

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Martin Plunkett ha sembrado Estados Unidos con un rastro de muertes. Cuando el FBI consigue darle caza, decide confesar sus crímenes a cambio de que su autobiografía vea la luz. Así, escribe sus memorias mientras cumple las cuatro cadenas perpetuas a que ha sido condenado.
Nacido en Los Ángeles en los años cincuenta, su adolescencia es extraña y compleja, hasta el punto de que, en cierto modo, acaba provocando el suicidio de su madre. A raíz de este suceso, queda bajo la tutela de un oficial de policía, de quien aprende justo lo que no debía: el oficio de ladrón. Martin tiene una inteligencia extraordinaria y cierta tendencia al aislamiento, por lo que va construyendo sus obsesiones mientras continúa con los atracos. Tras pasar un año en la cárcel, comete su primer asesinato.

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8.- El no va más: Anderson fue el agente que descubrió el coche, el carnet de donante y, más tarde, el cadáver de Saul Malvin, a quien la policía estatal de Wisconsin consideraba, extraoficialmente, el asesino de las morenas.

¡Asombroso, joder! En una página anterior de este diario, escribí que el informe de Anderson sobre el descubrimiento del cadáver de Malvin me parecía «un modelo de sagacidad policial». ¡Menuda audacia la suya!

He aquí mi reconstrucción del asesinato de Malvin. Anderson acaba de matar a Claire Kozol, su tercera víctima morena. Continúa su patrulla, ve el Cadillac de Malvin en la cuneta de la I-5 y se acerca a investigar. Malvin está en el coche y Anderson, al buscar los papeles del vehículo en la guantera, encuentra el carnet de donante del grupo 0+. Piensa «cabeza de turco» y le dice a Malvin que lo llevará al pueblo de al lado. Le indica que vaya al coche patrulla y luego, haciendo que parezca accidental, empuja el Cadillac fuera de la carretera.

Nieva mucho y circulan pocos coches. Tal vez Anderson interroga sucintamente a Malvin sobre su paradero cuando ocurrieron los dos primeros asesinatos; o tal vez no lo hace y decide dejar el tema abierto y confiar en el factor suerte. En cualquier caso, tiene el 557 en el coche patrulla (así llevó a cabo el asesinato, ahora presumiblemente premeditado, de William Grezler) y con algún pretexto detiene el coche y obliga a Malvin a internarse en el bosque. Le dispara en el pecho y luego le pone la pistola en la mano, sabedor de que la nevada tapará los dos rastros de pisadas e impedirá que alguien descubra el cadáver, al menos esa noche.

Al día siguiente, cuando deja de nevar, Anderson realiza el falso descubrimiento del coche de Malvin con la tarjeta de donante, expone su brillante e improvisada hipótesis, hace la comedia de ir a Huyserville a buscar un equipo de perros rastreadores, «encuentra» el cadáver de Malvin y, a partir de ahí, interpreta hasta el final al policía joven y listo. Le acompaña la suerte en cuanto al paradero de Malvin en el momento de los dos primeros homicidios y todo le sale a pedir de boca.

Asombroso, joder.

Mientras escribo, los agentes de Milwaukee están consiguiendo una orden para registrar el apartamento de Anderson en Huyserville. Si confiesa esta noche o los agentes de Milwaukee encuentran armas que coincidan con las que mataron a las rubias, está muerto y enterrado. Sólo me queda una pregunta: ¿qué ha estado haciendo el muy hijo de puta en los dos años transcurridos desde el ultimo asesinato? Miedo me da pensarlo.

Y, para colmo, tengo una lista de seis nombres que el agente especial de Denver me ha dado por teléfono hace menos de una hora. Un poli de Aspen ha localizado unas notas antiguas del compañero que atendió la llamada del hombre que dio información sobre la Sombra Sigilosa. Ese agente murió el año pasado y las notas que dejó están escritas en una suerte de taquigrafía extraña, pero en una columna, bajo un encabezamiento que reza «S. 5.», se leen seis nombres: George Magdaleno, Aaron BeauJean, Martin Plunkett, Henry Hernández, Steven Hartov y Gary Mazmanian. Ahora mismo los están rastreando en todas las bases de datos del país y Jack Mulhearn llamará más tarde a la oficina de Westchester con el resultado.

Siento un hormigueo especial. La detención de Anderson va a ser cosa del Buró, sólo nosotros, cuatro agentes con escopetas. Él es el teniente más joven de la historia de la policía estatal de Wisconsin. ¿Qué sucedió?

Y el cerco al Sigiloso se va estrechando. Dos de los nombres son latinos y cuatro son lo bastante infrecuentes como para que no salgan veinte posibles sospechosos por cada uno. Si le añadimos fuerte, alto, de pelo oscuro y de entre treinta y cinco y cuarenta años, la lista aún se reducirá más: queda enviar la foto de la ficha policial o del carnet de conducir de los sospechosos a los agentes de las ciudades donde están los testigos del fraude de las tarjetas de crédito, y apuesto tres contra uno a que confirmarán y no negarán. Ya he ganado cien dólares a cuenta de Anderson y todavía me dura la racha de suerte. ¿Quién eres, Sigiloso? ¿Dónde estás? Ven aquí. Nosotros te detendremos, te acusaremos, te llevaremos ante el juez y, cuando te condenen, te buscaremos una buena celda en una buena prisión federal. Si tienes suerte, a lo mejor coincides con el ex teniente Ross Anderson. Estoy seguro de que los dos tendréis mucho de qué hablar.

24

Nervioso como el sheriff de Solo ante el peligro a la espera del duelo, me pasé la mañana preparando el gran momento.

En primer lugar, fui a Brooks Brothers, en Scarsdale. Ross quería que pareciese un poli y, como no tenía trajes ni combinaciones adecuadas de chaqueta y pantalones, decidí comprar un atuendo convenientemente elegante para mi debut como policía. Al entrar en la tienda, caí en la cuenta de que no llevaba traje y corbata desde que era niño y, cuando le pedí a un vendedor que me enseñara las chaquetas cruzadas de verano de talla extragrande, experimenté la misma sensación de humillación que Ross en su juventud. Con aire de superioridad, el vendedor replicó que las chaquetas cruzadas venían por tallas numeradas y sugirió que me probara alguna de la 52. Irritado ahora, le hice caso y me decidí por una chaqueta de lino azul marino que a mi entender tenía suficiente clase para desarmar a una alumna de Vassar. El vendedor hizo un gesto de impaciencia ante mis modales y cuando le dije «pantalones, cuarenta y ocho», señaló unas hileras de percheros metálicos y se alejó. Encontré unos azul claro que combinaban con la chaqueta y los cogí; camino del cajero, escogí una camisa blanca y la primera corbata que vi, roja oscura con un estampado de palos de golf cruzados. El precio total de mi indumentaria para el reto definitivo fue de 311 dólares y cuando dejé la tienda me sentí como si saliera de la cárcel.

Me cambié en la parte de atrás del Muertemóvil II y solté una maldición cuando descubrí que no recordaba cómo se hacía el nudo de la corbata. Me la colgué del cuello abierto de la camisa, conduje hasta una armería de Yonkers y me gasté noventa dólares en algo útil: una pistolera de cintura, de cuero negro, para mi 38 de cañón corto. Dediqué el resto de la mañana a pasar el arma del compartimento de seguridad del Muertemóvil II a mi hermoso y flamante complemento, que me ajusté al cinturón para poder sacar el arma con la mano contraria. Hecho esto, me dirigí a Croton.

El caserón de veraneo parecía distinto a la luz del día y cuando llamé a la puerta advertí la causa: todo en mí, desde mi ropa a mi pasado y mi futuro, estaba cambiando a una velocidad tan desbocada que modificaba sutilmente cuanto veía.

Mady Behrens abrió la puerta, modificada hasta resultar casi irreconocible: la rubia burbujeante en ropa de tenis del día anterior se veía ahora ojerosa y suspicaz, una arpía al acecho envuelta en un albornoz empapado.

– Anoche detuvieron a Ross -soltó-. Unos policías armados se lo llevaron. El padre de Richie dice que es por un asunto muy grave.

El porche se volvió arenas movedizas bajo mis pies y la boca abierta de la arpía pareció una invitación a la resolución más fácil del mundo. Me disponía a echar mano a la pistolera cuando ella me fastidió el objetivo:

– Sabía que Ross tenía una vena ruin -espetó-, pero no puedo creer que…

Eché a correr al Muertemóvil II . Mientras volaba a esconderme, unos monstruos danzaban en el parabrisas.

Transcripción del interrogatorio inicial de Ross Anderson. Realizado en la sede central del FBI del condado de Westchester, New Roch, Nueva York, 14.00 horas, 8/9/83. Presentes: Ross Anderson; su abogado, John Bigelow, contratado por Richard Ligget, tío del teniente Anderson; el inspector Thomas Dusenberry y el agente especial John Mulhearn, del Grupo Especial Federal contra Asesinos en Serie; agente especial Sidney Peak, agente a cargo, oficina de New Rochelle:

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