– Pues yo te lo diré. Estoy de los Anderson, los Liggett y los Cafferty hasta el gorro; casi todos son gente transparente, que se ve cómo es. Mi madre y mis hermanas son débiles, mi padre es estúpido y orgulloso, y mi primo Richie Liggett, al que seguramente conocerás, es listo, pero con su concepción de la vida, propia de estudiante graduado, está más perdido de lo que podrías imaginar. Otra prima, Rosie Cafferty, es la típica adolescente salida aficionada a los italianos y a los coches potentes. Menos mal que es rica, porque si no sería puta. Mi pri…
– Pero ¿qué se siente?-insistí, mientras dejaba atrás la autopista.
Ross meditó la respuesta mientras, a lo largo de dos kilómetros, íbamos pasando por delante de unas enormes casas blancas. De las calzadas de acceso salían furgonetas llenas de gente con equipaje y en algunos patios delanteros había inquilinos devolviendo las llaves. Las luces de las casas me recordaron los robos con escalo.
– ¿Me lo dirás de una vez?-espeté.
– ¿Quieres una definición de familia?-Ross se rio-. Vale. Familia es sentirse más o menos cercano a unas personas porque sabes que están vinculadas contigo por la sangre, lo cual te obliga a soportarlas, al margen de lo que pienses de cada una de ellas. Así, con el paso de los años, al final acabas a acostumbrándote y resulta interesante observarlos y saber que tú eres más listo. Además, están obligados para contigo y pueden hacerte favores. Dobla a la izquierda en la esquina y aparca.
Reduje la velocidad, doblé la esquina y aparqué delante de una enorme casa blanca que sería de la época de la guerra de la Independencia.
– Bonita casa, ¿eh?-dijo Ross, señalando la montaña de juguetes tirados en el césped inmaculado-. Familia y dinero en un mismo paquete. En esta zona hay mucha pasta, pero los chicos todavía se comportan como salvajes. Vamos.
Cruzamos la hierba y el porche y entramos por la puerta, abierta de par en par. La casa estaba llena de alfombras y muebles caros que necesitaban que les quitaran el polvo, y había ropa deportiva, raquetas de tenis y palos de golf diseminados por el vestíbulo y el salón.
– Vaya pandilla de patanes. Richie y Rosie están aquí con sus amantes y yo tengo que alojarme en una habitación pequeña como un cuarto de limpieza. La reunión empieza mañana por la noche en el club náutico de Mamaroneck y los primos solteros se han instalado aquí para poder follar a sus anchas sin molestar al gran papá Ligget. ¡Eh! Achtung! ¡Aquí llega el gran Ross!
Oí pasos en el piso de arriba y, al cabo de unos momentos, dos parejas vestidas con prendas de tenis blancas bajaron la escalera. Los chicos eran la gimnasia integral personificada, uno al estilo blanco, anglosajón y protestante; el otro al estilo italiano. Las dos chicas eran una morena y una pelirroja sacadas de los anuncios de Ralph Lauren que había visto durante mis accesos de lectura. Los cuatro dijeron «hola» y «hola, Ross» al unísono y me miraron de soslayo, como si de entrada no hubiesen reparado en mi presencia. Ross estrechó las manos a los muchachos y abrazó a las chicas; luego, se llevó los dedos a la boca y silbó. El sonido agudo interrumpió todo el palique y Ross me presentó:
– Eh, chicos, un poquito de educación. Primos, éste es mi amigo Billy Rohrsfield. Billy, de izquierda a derecha tenemos a Richie Ligget, Mady Behrens, Rosie Cafferty y Dom de Nunzio.
Pensando en los modales, estreché las manos masculinas y besé las femeninas. Los muchachos se quedaron boquiabiertos y las chicas soltaron unas risitas. Al ver que Ross se acariciaba el polo, me caldeé de nuevo.
– ¿Dobles mixtos al aire libre y también bajo techo? -preguntó Ross con un guiño. Todos se rieron ante el ingenio de ese hombre al que era evidente que adoraban y, tras coger bolsas de deporte del suelo y raquetas, se marcharon. Cruzaron la puerta en una cacofonía de «hasta luego» y «adiós» y «ha sido un placer conocerte».
La escena terminó de una manera tan repentina que tuve que parpadear y hundir los pies en la alfombra para orientarme.
– El choque cultural -dijo Ross, al ver mi expresión-. Ven, te enseñaré la casa. Ahora la tenemos toda para nosotros solos.
Se tocó el cocodrilo del pecho y de pronto comprendí que lo hacía para no tocarme a mí.
– Primero enséñame tu habitación -pedí.
Los dos supimos a qué me refería.
– Connie la Cocodrilo . -Ross se tocó el pecho-. La única mujer que no me ha defraudado nunca; por eso la llevo tan cerca del corazón.
Señaló la escalera y me guiñó el ojo.
– Camina, queridísimo amigo -dije, haciéndole una reverencia, y Ross encajó de mala gana el tanto, riendo en voz alta y revelando un pequeño defecto en sus dientes casi perfectos que siempre quedaba camuflado bajo las tensas sonrisas y los pelos del bigote. Abrió la marcha y yo respingué ante la epifanía del amante.
Lo seguí al dormitorio sin sentir mis propios pasos, y cuando entró y buscó el interruptor de la luz, apenas me oí decir «No». El «adiós, Connie» de Ross retumbó en la oscuridad y luego se oyeron cremalleras y hebillas de cinturón y zapatos que golpeaban el suelo. Los muelles de la cama crujieron. Ya estábamos juntos.
Nos abrazamos, nos acariciamos, nos besamos. Sentimos el peso del otro y nos frotamos con las manos. Éramos impacto en vez de fusión, fuerza en vez de ternura. Nuestra fiebre aumentó al tiempo que crecía la presión de nuestros músculos. Nos debatimos en abrazos en los que cada uno trataba de ser más fuerte que el otro, y cuando ambos notamos que éramos unos combatientes iguales, nos concentramos en nuestras entrepiernas y nos empujamos hasta que hubimos terminado, acabado, ido más allá y muerto… juntos.
Permanecimos tumbados, jadeantes y sudorosos. Mis labios rozaban el pecho de Ross, que se movió para interrumpir el contacto. Yo quería establecer de nuevo el vínculo, pero noté en su respiración que Ross se recomponía, que buscaba una explicación racional, que huía de lo que aquello nos hacía, de lo que le hacía a él. Comprendí que pronto diría algo intrínsecamente amable para diluir la fuerza del «nosotros» y no me sentí capaz de escucharlo. Me encogí como un ovillo, me cubrí los oídos y cerré los ojos con fuerza hasta que quedé aturdido. Oía tenuemente los latidos del corazón de Ross, muy tenuemente lo oía murmurar elegantes desmentidos de lo que acabábamos de hacer. Pese a todo, las palabras sacudían mi cuerpo y las excluí con todas mis fuerzas, con mi músculo y con mi voluntad, enroscándome cada vez más hasta que perdí el control de los sentidos y mi propio control.
Tic/latido, tic/latido, tic/latido, la extraña música rítmica cuya cadencia me dice: «Esto es un sueño.» Enroscado en mi ovillo, sé que soy un niño, tengo cuatro o cinco años, estamos en 1953, en un mundo distinto. Estoy en la cama y una presión en lo que mi madre llama «ahí» me obliga a ir al baño y aliviarme. Me dispongo a volver a mi ovillo, pero unos pasos que suben la escalera me distraen y me quedo en la penumbra del pasillo, a la espera de ver los lugares secretos de mis padres. Cuando los pasos llegan al descansillo, veo que son un hombre y una mujer que llevan pelucas empolvadas y unos trajes sacados de mis libros de láminas del jardín de infancia, unas prendas como las que, en un mundo distinto, llevaban George Washington y la realeza europea. Huelo a licor y sé que el hombre es mi padre, pero la mujer es demasiado bonita para tratarse de mi madre.
Van al dormitorio principal y encienden la luz. Mi padre dice: «Está en San Bernardino, en casa de su tía, y el niño duerme.» La mujer dice: «¿Nos dejamos la peluca? Será más excitante. Siempre he querido ser rubia.» Mi padre alarga la mano para apagar la luz y la mujer dice: «No.»
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