James Ellroy - El Asesino de la Carretera

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Martin Plunkett ha sembrado Estados Unidos con un rastro de muertes. Cuando el FBI consigue darle caza, decide confesar sus crímenes a cambio de que su autobiografía vea la luz. Así, escribe sus memorias mientras cumple las cuatro cadenas perpetuas a que ha sido condenado.
Nacido en Los Ángeles en los años cincuenta, su adolescencia es extraña y compleja, hasta el punto de que, en cierto modo, acaba provocando el suicidio de su madre. A raíz de este suceso, queda bajo la tutela de un oficial de policía, de quien aprende justo lo que no debía: el oficio de ladrón. Martin tiene una inteligencia extraordinaria y cierta tendencia al aislamiento, por lo que va construyendo sus obsesiones mientras continúa con los atracos. Tras pasar un año en la cárcel, comete su primer asesinato.

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Pesados corsés, zapatos y hebillas de cinturones caen al suelo produciendo unos ruidos sordos y mi padre y la mujer quedan desnudos. Ambos tienen pelo oscuro en los sitios secretos. Él tiene lo mismo que yo, pero más grande. Ella, sólo pelo. Las pelucas claras y el pelo oscuro quedan mal, lo que siento está mal, pero de todos modos me acerco de puntillas y miro.

Lo que veo es feo y agradable. Mi padre es fuerte y está en forma, tiene los hombros y el pecho anchos y la cintura fina. Él está bien, pero la mujer tiene las piernas gordas, los tobillos gruesos, unos grandes dientes de caballo, una cicatriz en la barriga, y lleva el esmalte de uñas picado. Se meten en la cama y ruedan de un lado a otro, y el colchón hace tic tic tic. La mujer dice «Métela», mi padre lo hace y lo que se ve es horrible, por eso cierro los ojos y escucho el tic tic tic. Oigo que están a gusto y yo también estoy a gusto allí, cada vez mejor mientras mi padre gruñe con el TIC TIC TIC. Mi padre gruñe cada vez más fuerte, TIC, TIC, TIC, TIC, TIC, TIC, TIC y yo también me toco. Cada vez estoy más a gusto y corro al baño porque sé que tiene que salir algo. No sale nada, pero la tengo grande.

Quiero más tics para que se me ponga más grande, pero ya no hay ninguno. Me acerco a la puerta del dormitorio y veo a mi padre dormido, roncando. La mujer me ve y me llama haciéndome una seña con el dedo. Orgulloso de lo que tengo, voy a enseñárselo.

Ella es fea y le apesta el aliento, pero su peluca es bonita y su mano me da gusto. Quiero que mi padre lo vea y alargo el brazo para tocarlo, pero la mujer me detiene poniendo la boca en ese sitio.

Tic tic tic tic al tiempo que ella se mueve en la cama, cerrando los labios alrededor de mí; tic tic tic tic cierro los ojos; tic tic tic tic me muerde, y abro los ojos, y mi madre está allí blandiendo una espátula de acero mate y una sartén, y yo me aparto y la mujer tiene sangre en los labios. Empuja a mi madre y echa a correr, se le cae la peluca. Mi padre ronca y mi madre me pone la peluca en la cara y yo me duermo, aplastado bajo un asfixiante aliento de licor que hace tic tic tic tic.

Todavía estamos en 1953, pero más adelante. Mi madre me da pastillas para que no recuerde. Las pastillas salen de un frasco con una etiqueta que pone fenobarbital sódico y, cada vez que me da una, introduce una nota en otro frasco. En las notas pide a Dios que me perdone por haber hecho lo que hice con la mujer de la peluca.

Unas manos ásperas me sacaron del ovillo de mi sueño y una voz, antes perfectamente encantadora, ahora destilaba agitación:

– ¡Eh! ¡Eh, tío! ¿Te estás poniendo gilipollas conmigo?

Salí del útero que yo mismo me había creado, llorando y agitando los brazos, y un manotazo de revés alcanzó a Ross en la mandíbula y lo tiró de la cama. Se puso en pie y vi que ya estaba vestido. Desnudo, me sentí con ventaja.

– Mejor así -dijo Ross, atusándose el bigote-. Llevaba rato preocupado por ti.

Nos quedamos donde estábamos. Ross hizo el numerito del cocodrilo y yo me enfrenté a lo que me había ocurrido treinta años atrás. El calor de la diminuta habitación me secó las lágrimas y la única cosa del mundo de la que estuve seguro fue que el siguiente ser humano perfecto que se cruzara en mi camino iba a morir de una manera tan horrible que no se podría describir con palabras… o se alejaría indemne, conmutada su pena de muerte por mi madre en su tumba y por el asesino que tenía delante de mí. Me vestí bajo la atenta mirada de Ross y pensé que lo único terrible sobre las dos posibles resoluciones sería esperar a conocer cuál era.

– Gracias -le dije, devolviéndole la mirada, y él me respondió con su mueca patentada de niño al que han pillado con la mano en la caja de las galletas.

– De nada. La juerga espartana es un buen deporte, de vez en cuando. ¿Has tenido pesadillas?

– Rollos del pasado. Nada importante.

– Yo no sueño nunca. Supongo que es porque llevo una vida llena de aventuras. Si me hubiera pegado cualquier otro hombre, lo habría matado.

– Podrías haberme matado, teniente. Podrías haberme matado y hacerlo pasar por lo que hubieras querido. Y podrías haber sacado provecho del acto.

Ross esbozó una ancha sonrisa, mostrando sus dientes imperfectos. En ese momento, lo amé.

– Lo dices porque sabes que yo nunca te haría daño, queridísimo amigo.

Un compasivo atajo para salir del dilema centelleó en mi mente y se lo transmití a Ross, pues conocía demasiado bien todas las implicaciones del plan.

– Conoces esta zona a fondo, ¿verdad?

– Como la palma de mi mano, amigo mío.

– Pues hagamos un trabajo juntos. Rubias, morenas, no me importa, siempre y cuando sean perfectas.

– Pásame a recoger mañana hacia mediodía -dijo Ross, acariciando a Connie-. Iremos a las actividades de verano del Vassar y del Sarah Lawrence. Ponte camisa y corbata para que parezcas policía y te garantizo una buena diversión.

Me acerqué a él y lo besé en los labios, sabiendo que si no podía matar a nuestra víctima perfecta, tendría que concluir mi viaje sangriento matándolo a él, mi libertador y único testigo. Aquel pensamiento me tranquilizó, deshice nuestro abrazo y me marché de la habitación. Mientras bajaba la escalera, la casa era un hervidero de charlas y risas, y lo último que oí antes de abrir la puerta de la calle fue una excitada voz de soprano que decía: «Richie, ¿no te parece que Ross tal vez sea gay?»

Del diario de Thomas Dusenberry:

8/9/83

1.10 horas

A bordo del vuelo 228 de la Eastern Flight

De Washington, D.C. a Nueva York

¡Tengo a uno!

Voy de camino a Croton, Nueva York. Un equipo de agentes de la oficina de Westchester vendrá a recogerme al aeropuerto de La Guardia y luego iremos a una casa de veraneo de Croton a arrestar a un teniente de la policía estatal de Wisconsin por los homicidios de las siete chicas rubias y morenas y, por increíble que parezca, también el de Saul Malvin.

Ha ocurrido así. El jefe de Asuntos Internos de la policía estatal de Wisconsin me ha llamado a Quantico hace tres horas. Me ha dicho que su único posible sospechoso era el teniente Koss Anderson, comandante de puesto de la subcomisaría de Huyserville. Como sargento encargado de extradiciones y búsquedas y capturas, estuvo en las ciudades donde murieron las cuatro rubias las noches de los homicidios y había llegado a ellas en avión entre uno y tres días antes de cada asesinato. En cada caso, regresó con su preso entre 24-48 horas después de la hora de la muerte de las víctimas, según estimaciones del forense. Y para colmo:

1.- El grupo sanguíneo de Anderson es 0+.

2.- Como sargento de patrulla a finales de 1978 y principios de 1979, Anderson trabajó en la zona donde se encontraron los cadáveres de las tres morenas.

3.- Anderson supervisó el despliegue de vigilancia para detener al asesino de las morenas.

4.- El 11/3/76, en el cumplimiento de su deber, Anderson disparó contra un traficante de marihuana armado. El hombre, William Gretzler, era amigo suyo de la infancia.

5.- El expediente de la policía estatal de Wisconsin sobre los asesinatos de las morenas estaba archivado en la sala de la brigada de detectives de la subcomisaría de Huyserville, donde Anderson había desempeñado distintos trabajos durante seis años, los últimos ocho meses como comandante de puesto.

6.- Desde su ascenso a teniente, hace ocho meses, Anderson ha sido visto a menudo en las salas de brigada de los departamentos de policía de Janesville y de Beloit, de donde han desaparecido los expedientes de las otras morenas.

7.- Anderson fue visto leyendo los expedientes de las brigadas Antivicio de Louisville y de Des Moines veinticuatro horas antes de los homicidios ocurridos en esas ciudades.

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