Allan Folsom - El día de la confesión

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Harry Adisson, hombre de éxito y famoso abogado de Hollywood, recibe una inquietante llamada de su hermano, Daniel Adisson, un sacerdote que reside en el Vaticano y al que no ve desde hace diez años, pidiéndole ayuda. Al intentar ponerse en contacto con él le comunican la noticia de la muerte de su hermano en un atentado terrorista. Harry decide viajar hasta Roma para repatriar su cuerpo. Pero cuando llega, descubre que los restos que le presentan no son los de Daniel y que, poco antes de su muerte, éste había sido acusado de participar en el asesinato de cardenal del Vaticano. Harry confía en la inocencia de su hermano y está convencido de que sigo vivo, pero tendrá que demostrarlo. Todo se complica cuando el propio Harry es acusado de haber asesinado a un policía y tiene que huir de los carabinieri y de las autoridades eclesiásticas, que temen que sepa más de la cuenta.
Mientras tanto, en China, un hombre se prepara para poner en marcha un plan maquiavélico organizado por cierta autoridad del Vaticano obsesionada por hacerse con el control de aquel país.

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De nuevo Harry echó un vistazo a la tarjeta de Pio. ¿Y por qué no el detective de homicidios italiano? Ya se conocían, y Pio lo había exhortado a llamarlo. Harry necesitaba confiar en alguien y quería creer que Pio era digno de confianza.

12.35 h

Una persona de la oficina de Pio que hablaba inglés le comunicó que el ispettore capo se hallaba ausente, pero tomó nota del nombre y número de teléfono de Harry y le aseguró que ya lo llamaría. Eso era todo. Que lo llamaría. No sabía cuándo.

12.55 h

¿Qué haría si Pio no llamaba? No lo sabía, pero decidió que lo mejor era confiar en el policía y en su profesionalidad y esperar que lo llamara antes de las seis y media de la mañana siguiente.

13.20 h

Harry estaba afeitándose después de una ducha cuando sonó el teléfono, al que contestó en el cuarto de baño ensuciándolo con espuma Ralph Lauren.

– Señor Addison.

Era Jacov Farel. Jamás olvidaría esa voz.

– Ha sucedido algo relacionado con su hermano, pensé que le interesaría.

– ¿De qué se trata?

– Preferiría que lo viera usted mismo, señor Addison. Mi chófer lo recogerá y lo llevará a un lugar cercano al de la explosión del autocar. Nos veremos allí.

– ¿Cuándo?

– En diez minutos.

– Bien, en diez minutos.

El nombre del conductor era Lestingi o Lestini, Harry no entendió muy bien la pronunciación, pero no preguntó de nuevo porque, al parecer, el hombre no hablaba inglés. Equipado con gafas oscuras de aviador, un polo beige, vaqueros y zapatillas de deporte, Harry se acomodó en el asiento trasero del Opel rojo y no apartó los ojos de las calles de la ciudad.

La idea de otro encuentro con Farel lo inquietaba, pero aún más inquietante resultaba imaginar qué habría encontrado, porque era evidente que, fuera lo que fuese, no beneficiaría a Danny.

En el asiento delantero, Lestingi o Lestini, vestido con el traje negro de rigor de los soldados de Farel, redujo la marcha al llegar al peaje, tomó el recibo y aceleró hasta la autostrada. En un instante, la ciudad desapareció de su vista y ante ellos se abrió un horizonte de viñedos.

En dirección norte, con el ruido de los neumáticos y del motor como única melodía de fondo, pasaron delante de letreros que indicaban el camino a las ciudades de Ferronia, Fiano y Civitella San Paolo. Harry pensó en Pio y deseó que, en lugar de Farel, lo hubiese llamado él. A pesar de que tanto Pio como Roscani eran policías duros, al menos eran humanos, pero Farel, con su cuerpo voluminoso, voz ronca y mirada penetrante, parecía una especie de bestia despiadada.

Como responsable de la seguridad de una nación -y de un papa-, quizás era ésa la imagen que debía dar. También era posible que una responsabilidad de semejante calibre, con el paso del tiempo y de manera inadvertida, lo transformase a uno en alguien que no era en realidad.

DIECISÉIS

Veinte minutos más tarde, el chófer de Farel abandonó la autostrada, pagó el peaje y se adentró en una carretera rural. Al principio pasaron por delante de una gasolinera y de un enorme almacén de maquinaria agrícola pero, con excepción de estos dos edificios, durante el resto del camino sólo había maizales a ambos lados de la autopista. Aunque el autocar había explotado en la amostrada, cada vez se alejaban más de ella.

– ¿Adónde vamos? -preguntó Harry inquieto.

El conductor lo miró por el espejo retrovisor y sacudió la cabeza:

– Non capisco inglese.

En los últimos minutos no se habían cruzado con un solo coche. Harry miró por la ventana y contempló los exuberantes tallos de maíz, más altos que el coche, y los pequeños senderos que cruzaban los campos. De pronto, el conductor comenzó a aminorar la velocidad y, sin previo aviso, viró a la derecha, abandonó la carretera y se adentró por un largo camino de tierra. De modo instintivo, Harry se fijó en el cierre de las puertas, pero lo único que encontró fue agujeros en la tapicería.

De pronto recordó que se trataba de un coche de la policía y que las puertas sólo se abrían desde el exterior.

– ¿Adónde vamos? -repitió Harry, alzando la voz y con el corazón latiéndole con fuerza y las manos empapadas de sudor.

– Non capisco inglese.

El conductor miró a través del espejo retrovisor y apretó el acelerador. El vehículo retomó velocidad y avanzó entre botes y sacudidas por el camino levantando una nube de polvo a su paso. Harry se agarró para conservar el equilibrio mientras sentía que el sudor le recorría los brazos. Por primera vez en su vida, experimentó auténtico miedo.

Tomaron una curva cerrada, y de pronto apareció ante ellos un edificio moderno de dos plantas con un Alfa Romeo gris aparcado delante junto a un tractor. El Opel frenó y se detuvo. El conductor se apeó, abrió la puerta de Harry y le indicó que bajara.

– ¡Joder! -masculló Harry.

Salió del coche despacio, atento a las manos del chófer y pensando en cómo reaccionar si hacía un gesto extraño. En ese momento se abrió la puerta de la casa y salieron dos hombres: el primero era Farel y el segundo, para gran alivio de Harry, era Pio, seguidos de un hombre y dos chicos jóvenes. Harry exhaló un suspiro y observó que detrás de la casa, tras una hilera de árboles, el tráfico circulaba por la autostrada. No habían hecho más que dar un rodeo desde la autopista y acercarse a la casa por detrás.

DIECISIETE

– El ispettore capo se lo explicará todo.

Farel miró a Harry con fijeza por unos segundos antes de dar media vuelta y acompañar a Pio hasta el maletero del Alfa Romeo. En ese momento Harry se percató de que los policías llevaban guantes quirúrgicos y de que Pio sostenía un objeto en una bolsa de plástico.

Pio lo depositó en el maletero y, tras quitarse los guantes, tomó una libreta y arrancó una especie de formulario que firmó y entregó a Farel. El policía del Vaticano firmó a su vez el impreso y arrancó la primera hoja, que dobló e introdujo en el bolsillo de la chaqueta.

Antes de subir al Opel, Farel se despidió del hombre de la granja con un ademán y lanzó una nueva mirada a Harry. El motor rugió y, con un chirrido de los neumáticos sobre la grava, Farel y el conductor desaparecieron levantando una nube de polvo tras de sí.

– Grazie -dijo Pio al hombre.

– Prego -respondió éste y entró en la casa con los chicos. Pio miró a Harry.

– Son sus hijos. Ellos la encontraron.

– ¿Qué encontraron?

– La pistola.

Pio guió a Harry a la parte posterior del coche y le enseñó lo que había guardado: eran los restos de una pistola dentro de una bolsa transparente. A través del plástico, Harry distinguió la forma de un silenciador pegado a un cañón con el metal chamuscado y la culata derretida.

– Todavía está cargada, señor Addison. Es probable que al volcar el vehículo, saliera volando por la ventana, de lo contrario la munición habría estallado y el arma habría quedado destruida -le explicó Pio.

– ¿Intenta decirme que el arma pertenecía a mi hermano?

– No intento decir nada, señor Addison, excepto que la mayoría de los peregrinos a Asís no llevan pistolas automáticas con silenciador… Para su información, se trata de una Llama quince, automática de cañón pequeño, fabricada en España -Pio cerró el maletero de un golpe.

Pasaron por los maizales en silencio mientras el coche dejaba una estela de polvo en el camino pedregoso. Al llegar a la carretera rural, Pío giró a la izquierda hacia la autostrada.

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