Allan Folsom - El día de la confesión

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Harry Adisson, hombre de éxito y famoso abogado de Hollywood, recibe una inquietante llamada de su hermano, Daniel Adisson, un sacerdote que reside en el Vaticano y al que no ve desde hace diez años, pidiéndole ayuda. Al intentar ponerse en contacto con él le comunican la noticia de la muerte de su hermano en un atentado terrorista. Harry decide viajar hasta Roma para repatriar su cuerpo. Pero cuando llega, descubre que los restos que le presentan no son los de Daniel y que, poco antes de su muerte, éste había sido acusado de participar en el asesinato de cardenal del Vaticano. Harry confía en la inocencia de su hermano y está convencido de que sigo vivo, pero tendrá que demostrarlo. Todo se complica cuando el propio Harry es acusado de haber asesinado a un policía y tiene que huir de los carabinieri y de las autoridades eclesiásticas, que temen que sepa más de la cuenta.
Mientras tanto, en China, un hombre se prepara para poner en marcha un plan maquiavélico organizado por cierta autoridad del Vaticano obsesionada por hacerse con el control de aquel país.

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– ¿Dónde está su socio? -preguntó Harry para romper el silencio.

– En la confirmación de su hijo, se ha tomado el día libre.

– Lo he llamado antes…

– Lo sé. ¿Para qué?

– Para comentarle lo que ocurrió en la funeraria…

Pio siguió conduciendo en silencio esperando a que Harry acabara la frase.

– ¿Es que no lo sabe? -Harry preguntó sorprendido. Estaba seguro de que el incidente había llegado a oídos de Farel y de que éste habría informado a Pio.

– ¿Qué es lo que no sé?

– Estuve en la funeraria y vi los restos de mi hermano. No es él.

Pio volvió la cabeza.

– ¿Está seguro?

– Sí.

– Habrán cometido un error… -dijo encogiéndose de hombros-. Estas cosas ocurren y, dadas las circunstancias, no es de extrañar.

– Los restos son los mismos que identificó el cardenal Marsciano -lo interrumpió Harry.

– ¿Cómo lo sabe?

– Estaba allí. Me lo aseguró él mismo.

– ¿Marsciano estaba en la funeraria?

– Sí.

Pio parecía sorprendido de verdad. Su reacción bastó para que Harry se decidiera a contarle el resto. En treinta segundos le explicó la historia sobre el lunar de Danny y por qué creía que jamás se lo habría extirpado. También le relató su reunión privada con Marsciano en el despacho de Gasparri y le describió cómo el cardenal había intentado convencerlo de que los restos del ataúd eran los de su hermano y de que más valía que abandonara el país lo antes posible.

Pio frenó en el peaje, guardó el recibo y se adentró en la autostrada en dirección a Roma.

– ¿Está seguro de que no se trata de un error por su parte…?

– No, no es un error -contestó Harry con vehemencia.

– Sus efectos personales se encontraron en el lugar del siniestro…

– Los tengo aquí -Harry palpó el bolsillo de la chaqueta donde guardaba el sobre que le había entregado Gasparri-. El pasaporte, el reloj, las gafas, el documento de identidad del Vaticano…; es posible que todo esto fuera suyo, pero el cuerpo no lo es.

– Y usted cree que el cardenal Marsciano está al corriente de todo.

– Sí.

– Supongo que es consciente de que el cardenal es uno de los hombres más poderosos e influyentes del Vaticano.

– También lo era el cardenal Parma.

Pio estudió a Harry con detenimiento y luego echó un vistazo al espejo retrovisor. A unos trescientos metros detrás de ellos un Renault verde oscuro los seguía desde hacía rato.

– ¿Sabe lo que pensaría yo si estuviera en su lugar? -Pio no apartó los ojos de la carretera-. Me preguntaría si mi hermano sigue con vida, y si es así, dónde está.

Que Danny viviese era una idea que había cruzado la mente de Harry cuando descubrió que los restos del ataúd no eran los de su hermano, pero prefería no pensar en ello. Danny viajaba en el autocar cuando explotó y todos los supervivientes habían sido identificados, por tanto, era imposible que estuviera vivo, del mismo modo que era imposible que Madeline hubiera sobrevivido tantas horas bajo el hielo. Aun así, Harry, con once años y temblando de frío, se había negado a marcharse a casa a cambiarse de ropa mientras la brigada de bomberos no finalizara su labor. A pesar de que Madeline debía de tener más frío que él en esa agua negra y helada, Harry estaba convencido de que continuaba con vida, pero se equivocó; Danny tampoco podía estar vivo. El mero hecho de contemplar dicha posibilidad no sólo resultaba poco realista, sino demasiado doloroso.

– Cualquiera pensaría lo mismo, señor Addison. Cuando cambian las pruebas es natural concebir esperanzas. ¿Y si está vivo? A mí también me gustaría saberlo. ¿Por qué no intentamos averiguarlo? -Pio sonrió, no sin cierta satisfacción, y miró de nuevo por el espejo retrovisor.

Habían llegado a la cima de una colina y detrás de ellos, casi a medio kilómetro de distancia, circulaba un camión cargado de madera. Justo en ese momento un coche adelantó al camión.

El Renault verde.

DIECIOCHO

Eran más de las cuatro de la tarde cuando abandonaron la autostrada y se incorporaron al tráfico que circulaba por Via Salaria hacia el centro de la ciudad. Pio no había apartado la vista del Renault verde. Estaba convencido de que el coche los seguiría después de la caseta de peaje y se preparó para pedir ayuda por radio. Sin embargo, para su sorpresa, el coche verde prosiguió su camino por la amostrada.

A pesar de ello, le inquietaba su presencia y el hecho de que los siguiera durante tanto rato. Mientras explicaba su idea a Harry, no apartó la vista de la carretera ni por un segundo.

Se trataba, le comentó, de utilizar la pistola encontrada en el lugar de la explosión como excusa para mantener a Harry durante más tiempo en Roma para el interrogatorio y visitar de nuevo a las víctimas del autocar de Asís. La policía preguntaría a los supervivientes si habían visto a un hombre con una pistola en el autocar, cuestión que no se había planteado antes porque no había razones para sospechar de la presencia de un pistolero. Si disparó, pero empleó el silenciador, era posible que el resto de los pasajeros no lo hubiera oído. Habría supuesto una acción muy arriesgada, propia de un profesional. Bien ejecutada podría haber dado resultado, pues lo más probable era que los ocupantes del autocar pensaran que la víctima dormía y que el crimen no se descubriera hasta la llegada a la estación terminal cuando todos se hubiesen apeado.

Esta nueva hipótesis justificaba volver a interrogar a los supervivientes y examinar de nuevo los cadáveres. Algunos de los ocho supervivientes permanecían hospitalizados. Si el padre Daniel no figuraba entre ellos -y Pio estaba seguro de que así era-, comenzarían a investigar a los muertos con el pretexto de buscar heridas de bala, algo que se habría pasado por alto con facilidad en la autopsia, considerando el estado en que se encontraban los cuerpos y el pequeño calibre de la pistola.

De este modo, examinarían los cuerpos desde un punto de vista diferente, ya que esta vez buscarían a una persona en particular, al padre Daniel y, si después de todo, no daban con sus restos, contarían con pruebas suficientes para sospechar que el presunto asesino del cardenal vicario de Roma seguía vivo.

Sólo Roscani conocería el verdadero objetivo de la investigación, nadie más, ni siquiera Farel.

– Debo advertirle, señor Addison -dijo Pio al detenerse frente a un semáforo en rojo-, que Farel no tardará en descubrirnos y, cuando esto ocurra, es posible que detenga la investigación.

– ¿Por qué?

– Por lo mismo que le advirtió el cardenal Marsciano: si lo que ha sucedido está relacionado con la política del Vaticano, Farel cerrará el caso. El Vaticano es un estado soberano que no pertenece a Italia. Nuestro trabajo consiste en cooperar con la Santa Sede y ayudarles en lo posible, pero si no nos invitan a pasar, no podemos entrar.

– ¿Y entonces qué?

El semáforo se puso verde, y Pio aceleró al tiempo que cambiaba de marcha.

– Entonces nada, a no ser que usted solicite ayuda a Farel, pero le aseguro que no se la prestará.

Harry observó que Pio miraba de nuevo por el espejo retrovisor como había hecho en repetidas ocasiones en la autostrada, pero entonces pensó que el policía estaba actuando con prudencia; sin embargo, ésta era la tercera vez que miraba en los últimos minutos, y ya no estaban en la autopista, sino en medio de la ciudad.

– ¿Sucede algo?

– No lo sé.

Desde que se adentraron en Via Salaria, Pio permaneció atento a un pequeño Peugeot blanco que circulaba detrás de ellos. El policía giró por Via Chiana y después a la derecha, por Corso Trieste. El Peugeot sorteó el tráfico sin despegarse del Alfa.

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