Allan Folsom - El día de la confesión

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Harry Adisson, hombre de éxito y famoso abogado de Hollywood, recibe una inquietante llamada de su hermano, Daniel Adisson, un sacerdote que reside en el Vaticano y al que no ve desde hace diez años, pidiéndole ayuda. Al intentar ponerse en contacto con él le comunican la noticia de la muerte de su hermano en un atentado terrorista. Harry decide viajar hasta Roma para repatriar su cuerpo. Pero cuando llega, descubre que los restos que le presentan no son los de Daniel y que, poco antes de su muerte, éste había sido acusado de participar en el asesinato de cardenal del Vaticano. Harry confía en la inocencia de su hermano y está convencido de que sigo vivo, pero tendrá que demostrarlo. Todo se complica cuando el propio Harry es acusado de haber asesinado a un policía y tiene que huir de los carabinieri y de las autoridades eclesiásticas, que temen que sepa más de la cuenta.
Mientras tanto, en China, un hombre se prepara para poner en marcha un plan maquiavélico organizado por cierta autoridad del Vaticano obsesionada por hacerse con el control de aquel país.

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– Oooorahhhhhh!

El grito de guerra celta retumbó en las paredes de piedra y de pronto Danny quedó a la vista.

– ¡Ahora! -gritó Harry.

Kind giró de golpe en el momento en que Danny arrojaba las dos últimas botellas de cerveza a los pies del terrorista. Una después de la otra, las botellas estallaron en llamas.

Por un breve instante, Thomas Kind sintió el retroceso de la pistola en sus manos y ya no vio nada. Había fuego por todas partes. Comenzó a correr pero, al respirar, inhaló humo y éste encendió sus pulmones. Sintió un dolor punzante, el dolor más punzante que jamás había experimentado, le faltaba el aire, no podía gritar. Sólo sabía que su cuerpo se encontraba en llamas y que corría hacia la puerta, desde donde se veía el cielo y los portones de la muralla. A pesar del terrible dolor que afectaba a cada parte de su ser, se sentía en paz consigo mismo. Al margen de lo que hubiera hecho en vida, para Thomas José Álvarez-Ríos Kind la enfermedad que había usurpado su alma terminaba para siempre. No importaba que el coste resultara enorme; pues por fin sería libre.

El tren continuaba pitando cuando Scala y Castelletti aparecieron a toda prisa por las vías. Después de oír los disparos y el silbato sin ver aparecer el tren habían decidido entrar. Se detuvieron en seco al ver a un hombre en llamas que cruzaba las puertas del muro corriendo.

Los policías contuvieron el aliento al verlo avanzar tres metros, cuatro, hasta que al final se desplomó sobre los raíles. Se hallaba treinta metros dentro de territorio italiano.

CIENTO SESENTA Y DOS

Harry oyó el estruendo de las enormes puertas de hierro al cerrarse tras él. Enfrente, una ambulancia atravesó el mar de guardias suizos con camisas azules y se dirigió al edificio de la estación. A continuación los auxiliares y el médico corrieron al lugar donde se encontraba Elena arrodillada junto a Hércules. En cuestión de segundos le inyectaron el suero, lo colocaron en una camilla y lo introdujeron en una ambulancia que desapareció entre el ejército de soldados del Vaticano.

Al ver marchar la ambulancia, Harry sintió que se llevaban una parte de él y, cuando se dio la vuelta, encontró a Danny, que lo observaba desde la silla de ruedas. Por su mirada, supo que experimentaba lo mismo; una sensación de dej à vu, de contemplar impotentes que alguien a quien querían se alejaba en una ambulancia. Veinticinco años antes, el cuerpo de su hermana había sido rescatado del estanque helado y transportado en una ambulancia cubierto por una manta. La diferencia era que se encontraban en Roma, no en Maine, y que Hércules seguía vivo.

De pronto Harry se acordó de Elena y la vio de pie, sola, observándolos a distancia, ajena a los soldados que la rodeaban; era como si comprendiera que se trataba de un momento importante para los hermanos en el que deseaba participar, pero dudaba si debía entrometerse. En ese momento se transformó en la persona a quien más amaba.

Sin pensar, Harry se acercó a Elena y delante de Danny y la multitud de camisas azules, la besó con toda la ternura y el amor de que fue capaz.

CIENTO SESENTA Y TRES

Harry, Elena y Danny permanecieron sentados toda la tarde en una pequeña sala de espera privada del hospital de San Juan. Harry tomó la mano a Elena e intentó no pensar en los hombres que él había matado, ni en los que otros habían matado. No quería pensar en Eaton, ni en Thomas Kind. Lo peor era pensar en Adrianna; la primera noche que estuvieron juntos percibió el miedo que le inspiraba la muerte y, no obstante, todos sus reportajes guardaban relación con la muerte de una u otra manera, desde la guerra en Croacia hasta el asesinato del cardenal vicario de Roma, pasando por los refugiados que huían de sangrientas guerras civiles en África. ¿Qué es lo que le había dicho? Que si hubiera tenido hijos no habría sido libre de hacer lo que hacía, pero ¿quién sabe?, quizás era eso lo que de verdad quería pero no sabía cómo lograrlo: compaginar la casa, los niños y el trabajo. Como no podía tener las tres cosas, había optado por aquello que más parecía aportarle en la vida, y con seguridad el trabajo lo era, hasta que la mató.

Poco antes de la cena, el cardenal Marsciano se unió a ellos. Una hora más tarde llegó Roscani, pálido y en silla de ruedas, empujado por un enfermero.

A las diez menos cinco se abrió la puerta de la sala y entró un cirujano, todavía vestido con ropa de quirófano. -Se pondrá bien -aseveró en italiano-. Hércules vivirá. -No fue necesaria una traducción, Harry le entendió a la perfección.

– Grazie -dijo poniéndose en pie-. Grazie.

– Prego. -El cirujano miró a todos los presentes y anunció que después regresaría con más información, y, tras inclinar la cabeza en un gesto de asentimiento, dio media vuelta y cerró la puerta tras de sí.

El silencio que siguió fue muy profundo y afectó a todos por igual. El hecho de que el enano de las alcantarillas se recuperara constituía una noticia feliz en una historia retorcida y dolorosa que habían compartido de maneras diferentes. Todavía les faltaba asimilar el hecho de que la pesadilla había acabado y de que era el momento de recoger los platos rotos.

Farel se había hecho cargo de la situación en un instante, tanto para protegerse a sí mismo como para resguardar a la Santa Sede. En cuestión de horas, el jefe de la policía del Vaticano había convocado una rueda de prensa que retransmitió la televisión nacional. Según el comunicado, a última hora de la mañana el terrorista suramericano Thomas José Álvarez-Ríos Kind había provocado un ataque incendiario en un presunto intento por acabar con la vida del Papa. Durante el ataque había asesinado a la corresponsal de la World News Net Work, Adrianna Hall, y al jefe de la CIA en Roma, James Eaton, que había acudido en su auxilio. Por otro lado, el estimado secretario de Estado del Vaticano, el cardenal Umberto Palestrina, había fallecido a causa de un paro cardíaco mientras intentaba proteger la vida del Santo Padre. Como punto final de la conferencia, Farel declaró que Thomas Kind se había convertido en el único sospechoso de los asesinatos del cardenal vicario de Roma y del detective italiano Gianni Pio, así como de la explosión del autocar de Asís. El terrorista había muerto al estallarle una bomba en las manos. Farel no hizo mención alguna de la presencia de Roscani en territorio del Vaticano.

Roscani había abandonado su habitación en el hospital para informar en persona a los Addison y a Elena Voso del comunicado de prensa, y para dejar claro que no se presentarían cargos en su contra. Le sorprendió ver a Marsciano, y por poco tiempo albergó la esperanza de que éste le concediese una entrevista a solas para aclarar las muertes tanto del cardenal vicario de Roma como de Palestrina, la contratación de Thomas Kind y la catástrofe de China, pero el cardenal se excusó diciendo que, dadas las circunstancias, cualquier pregunta relacionada con la Santa Sede habría de formularse a través de los canales oficiales del Vaticano, lo que en realidad significaba que Marsciano no revelaría lo que sabía a nadie, ni entonces ni nunca. Puesto que no tenía alternativa, Roscani aceptó la disculpa y habló con los demás.

Al ispettore capo le extrañó su propia actitud, pues, a pesar del cansancio, decidió esperar con el resto la noticia sobre el estado de Hércules; no se trataba de un compromiso, sino de algo que deseaba hacer, quizá porque se sentía tan partícipe de los hechos como ellos o porque el enano había tocado una fibra de su ser y se preocupaba tanto por él como los otros. En el estado de agotamiento y confusión en el que se encontraban todos, ¿cómo iban a tener las ideas claras? Por lo menos había dejado de fumar, algo positivo en toda esa historia.

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