Allan Folsom - El día de la confesión

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Harry Adisson, hombre de éxito y famoso abogado de Hollywood, recibe una inquietante llamada de su hermano, Daniel Adisson, un sacerdote que reside en el Vaticano y al que no ve desde hace diez años, pidiéndole ayuda. Al intentar ponerse en contacto con él le comunican la noticia de la muerte de su hermano en un atentado terrorista. Harry decide viajar hasta Roma para repatriar su cuerpo. Pero cuando llega, descubre que los restos que le presentan no son los de Daniel y que, poco antes de su muerte, éste había sido acusado de participar en el asesinato de cardenal del Vaticano. Harry confía en la inocencia de su hermano y está convencido de que sigo vivo, pero tendrá que demostrarlo. Todo se complica cuando el propio Harry es acusado de haber asesinado a un policía y tiene que huir de los carabinieri y de las autoridades eclesiásticas, que temen que sepa más de la cuenta.
Mientras tanto, en China, un hombre se prepara para poner en marcha un plan maquiavélico organizado por cierta autoridad del Vaticano obsesionada por hacerse con el control de aquel país.

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CIENTO CINCUENTA Y OCHO

Marsciano había visto la enorme figura a través del humo en el preciso momento en que Hércules golpeaba con la muleta al hombre de negro. Lo había visto ascender la colina al otro lado de la torre de Radio Vaticano y, en ese instante, supo que no se encontraría en el tren cuando partiera. Tenía un asunto pendiente que debía arreglar solo.

Palestrina ya no llevaba la sencilla sotana negra con el alzacuello blanco, sino el atuendo completo de un cardenal: casaca negra con ribetes y botones rojos, una faja roja en la cintura, un solideo negro en la cabeza y una cruz de oro colgada del cuello.

Palestrina se había detenido unos instantes ante la fuente del Águila. No le había costado encontrarla a pesar del humo, pero, por primera vez, no sintió el aura del gran símbolo heráldico de los Borghese del que siempre había extraído su fuerza y. su valor. Al contemplar la estatua no percibió la magia que alimentaba el espíritu del rey guerrero que moraba en su interior, sino la simple figura de un águila, una escultura, el adorno de una fuente, nada más.

Tapándose la nariz y la boca con la mano, se dirigió al único refugio que conocía.

Notó el enorme esfuerzo que le suponía ascender la colina. Y lo notó aún más cuando abrió la puerta de la torre y comenzó a subir por la estrecha escalera de mármol hasta el piso superior de Radio Vaticano. El corazón le latía con fuerza y sus pulmones estaban a punto de estallar cuando por fin penetró en la pequeña capilla, al lado de los estudios, y se arrodilló en el suelo de mármol negro frente al altar.

Vacío.

Como el águila.

Radio Vaticano era su refugio, el bastión desde donde dirigiría las fuerzas de defensa del reino, desde donde proclamaría al mundo la grandeza de la Santa Sede, más poderosa que nunca…, una Santa Sede que controlaba el nombramiento de obispos, las normas de comportamiento de los sacerdotes, los sacramentos, incluido el matrimonio, la fundación de nuevas iglesias, seminarios y universidades. Una Iglesia a la que en el siglo venidero se incorporaría, pueblo a pueblo, ciudad a ciudad, un nuevo rebaño que representaba una cuarta parte de la población mundial. Roma se convertiría de nuevo en el centro de la religión más poderosa de la historia y, además, se beneficiaría de las ganancias obtenidas gracias al control del suministro de agua y energía de ese enorme país. En poco tiempo, gracias a la visión de futuro de Palestrina, un antiguo concepto cobraría nueva fuerza: Roma locuta est; causa finita est, «Roma ha hablado, el asunto está zanjado».

Pero el asunto no estaba zanjado. El Vaticano se hallaba sitiado y las llamas consumían parte de la ciudad. El Santo Padre había visto la oscuridad, el águila de los Borghese no le había transmitido su poder. Palestrina había estado en lo cierto desde el principio sobre el padre Daniel y su hermano: eran mensajeros de los espíritus de las tinieblas, y el humo que habían traído consigo portaba la enfermedad que antes había matado a Alejandro. El Santo Padre no se había equivocado, el oscuro presentimiento que le oprimía el corazón no era un achaque, sino la sombra de la muerte. De pronto Palestrina alzó la cabeza; creía que se encontraba solo, pero no era así. De todos modos, no necesitaba volverse, sabía bien de quién se trataba.

– Rece conmigo, Eminencia -murmuró.

Marsciano estaba de pie, a sus espaldas.

– Rezar, ¿por qué?

Palestrina se incorporó despacio y, con la vista clavada en Marsciano, sonrió.

– Por la salvación -respondió.

Marsciano lo miró fijamente:

– Dios ha intervenido -dijo-, el envenenador ha sido capturado y asesinado, no habrá un tercer lago.

– Lo sé.

Palestrina sonrió de nuevo antes de dar media vuelta, santiguarse y arrodillarse ante el altar.

– Ahora que lo sabes, reza conmigo.

Palestrina sintió que Marsciano se acercaba. De pronto, el secretario gruñó. Algo destelló y notó la hoja que le atravesaba la base del cuello, entre los omóplatos, y la fuerza y la rabia con la que apretaba Marsciano.

– No hay tercer lago -gimió Palestrina, al tiempo que estiraba los brazos hacia atrás en un vano intento de sujetar a Marsciano.

– Si no es hoy, será mañana, pero siempre encontrarás la manera de crear otra pesadilla, y después otra, y otra… -En ese momento Marsciano visualizó la expresión de horror que reflejaba el rostro angustiado que apareció por televisión momentos antes que irrumpiese Harry Addison en la torre. Era el rostro de su amigo Yan Yeh, el banquero chino, a quien acompañaban a su coche en el complejo de Pekín después de notificarle el envenenamiento de su mujer e hijo por el agua de Wuxi.

Con la mirada fija en el altar, Marsciano sintió el abrecartas en la mano al empujarlo y retorcerlo con todas sus fuerzas, clavándolo en el cuello de aquel cuerpo que se convulsionaba como una serpiente monstruosa que intentaba huir, temeroso de que se le escurriera de las manos cubiertas de sangre.

Palestrina emitió un último alarido, su cuerpo se convulsionó y, de pronto, se quedó inmóvil. Marsciano exhaló un suspiró y dio un paso atrás. Con las manos ensangrentadas y el corazón acelerado, contempló con espanto lo que había hecho.

– Santa María, madre de Dios, ruega por nosotros pecadores ahora y en la hora de nuestra muerte… -susurró.

De pronto, Marsciano sintió la presencia de otra persona en la estancia.

Farel estaba de pie en el umbral.

– Tenía usted razón, Eminencia -dijo, cerrando la puerta tras de sí-. Mañana habría encontrado otro lago… -Farel contempló a Palestrina antes de dirigirse de nuevo a Marsciano.

– Lo que ha hecho, tenía que hacerse, pero a mí me faltaba el valor para ello… Como él bien decía, no era más que un golfillo de la calle, un scugnizzo.

– No, dottor Farel -replicó Marsciano-. Era un hombre y un cardenal de la Iglesia.

CIENTO CINCUENTA Y NUEVE

10.58 h

Jadeante y sudando a mares, Eaton aguardaba detrás de la estación intentando contener un ataque de tos. La pequeña brisa que acababa de levantarse había dispersado un poco el humo, lo suficiente para permitirle contemplar la escena que se producía ante sus ojos: Harry Addison descendía por la colina con el enano en brazos, el enano junto a quien había abandonado el apartamento de Via Niccolò V por la mañana. Caminaba deprisa, ocultándose tras una hilera de árboles al borde del camino de la estación.

A unos quince metros de distancia, Eaton divisó la locomotora verde que se aproximaba con lentitud a un vagón abandonado, en el que, con toda seguridad, pensaban huir. Miró atrás y contempló las puertas abiertas del Vaticano, después continuó buscando al padre Daniel, a quien se llevaría de allí aunque tuviera que cargar con él en brazos.

Eaton pasó por detrás de la estación y quedó de espaldas a las puertas abiertas. Ante sí vio al jefe de estación de pelo blanco que supervisaba la operación.

El hombre y los dos ocupantes de la locomotora constituían un inconveniente, pero el mayor problema apareció ante sus ojos encarnado en la figura de Adrianna Hall, que surgió de la nada y empezó a cruzar la colina en dirección a Harry y el enano.

Harry se detuvo al verla y le gritó unas palabras, como pidiéndole que se marchara, pero Adrianna no le hizo caso y continuó acercándose hasta caminar junto a Harry y observar al enano que llevaba en brazos. Ella le hablaba, pero Harry seguía caminando colina abajo hacia la estación.

– ¡Mierda! -masculló Eaton, mientras buscaba con la mirada al padre Daniel.

– ¡Adrianna, vete de aquí! ¡No sabes qué estás haciendo! -gritó Harry, a punto de tropezar.

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