Jordi Sierra i Fabra - El asesinato de Johann Sebastian Bach

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«Laura Torras era todo lo que los solitarios y no tan solitarios sueñan alguna vez en la monotonía de su existencia». Una mañana de verano de Barcelona en un edificio de la calle, Johann Sebastian Bach, Daniel Ros descubre en el piso de enfrente el cuerpo destripado de su vecina. Ha sido víctima de un verdadero sádico. Pocos minutos después, conoce a Julia, una chica muy atractiva que aparece en el piso de Laura y dice ser su prima.
En vez de llamar a la policía, el periodista decide comenzar su propia investigación y descubre, poco a poco, que detrás de su oficio de modelo, Laura, escondía una vida mucho menos fascinante. Testarudo y con don para verse envuelto en líos, el periodista sigue varias pistas que llevarán hasta diversos sospechosos y, sobre todo, a volver a encontrarse con Julia, cuyas mentiras le dejan tan confundido como sus encantos juveniles.
En un juego de pistas a través de la ciudad, envuelto de imágenes que evocan escenas del cine americano, Daniel Ros descubre que el glamour puede transformarse, en ocasiones, en una película de terror.

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– Es urgente, ya lo verá -la animé.

No la pagaban para saber qué era importante y qué no, ni para valorar a las visitas sino para dar los recados, así que dio media vuelta. A lo lejos escuché una voz de hombre. Hablaba en tono airado. Se me ocurrió preguntar:

– ¿El señor Poncela también está en casa?

– Sí -me informó la criada-. Hoy todavía no ha salido. ¿Quiere que le diga a él que han llegado los Reyes Magos?

Me gustó su sentido del humor. Su ironía valía mucho en tiempos como éstos. Deduje que por debajo de su uniforme, latía el alma impenitente de una rebelde. Una más.

– Gracias, me quedo con la señora.

Acabó de retirarse. No quería ver a Constantino Poncela, y mucho menos antes de «liquidar» con su mujer. La criada no tardó ni medio minuto en reaparecer. Regresó mucho más tranquila y feliz. Tendría unos treinta años, cara redonda, cuerpo discreto y voluntad. Parecía legal.

– ¿Quiere acompañarme, por favor?

La seguí. Me condujo a una sala abarrotada de libros. Me dejó en ella con un escueto «buenos días» y se retiró sin tiempo para más. Dejé el maletín en el suelo y quemé el único minuto en que estuve allí, solo, mirando si por algún lado asomaba uno de mis libros policiacos. Nada. Todo eran obras clásicas. Un ambiente noble.

Como el de Ágata Garrigós, señora de Poncela.

Entró en la estancia tan elegante y correcta como la viera el día anterior. Pensé lo mismo: tenía clase. Eso no se compra, se nace con ello. Me costó imaginármela con el energúmeno de su marido, pero la vida siempre nos da extraños compañeros de viaje. Me observó desde una discreta distancia, llena de prudencias, sin llegar a tenderme la mano. No se traicionó en ningún momento. De cerca se me antojó una mujer muy agradable, sin sofisticación pese a la calidad que la envolvía. No tenía sentido darle vueltas a nada, así que fui directo al grano.

– Señora Poncela, no me conoce -empecé a decir-, pero creo que esto es suyo, o al menos estaba dispuesta a pagar por ello.

Le tendí las fotografías, no los negativos.

Frunció el ceño, pero lo desfrunció al momento cuando miró las instantáneas. Le bastó con ver la primera para saber de qué le estaba hablando.

Se puso pálida.

– No entiendo… -se quedó cortada.

– No es lo que se imagina -quise tranquilizarla-. Me llamo Daniel Ros y soy periodista. Lo único que busco es información.

– Sigo sin entender. -Las fotografías se agitaron en su mano.

– ¿Mi relación con esto? -la ayudé-. Bastarán un par de segundos para que se sienta más calmada, no tema.

Me estudió un poco mejor. Debí de poner cara de buena persona, aunque mi aspecto fuese desastroso. Algo de luz iba formándose en su mente: yo acababa de darle aquello por lo que había estado dispuesta a pagar. Era algo más que un ofrecimiento: era una prueba de amistad. Se sentó en una silla y me ofreció hacer lo mismo.

– Señora Poncela -volví a hablar-, usted estaba dispuesta a pagar por esas fotos. Ignoro para qué las quiere, pero ahora ya las tiene, y gratis. Sin embargo, a cambio, necesito unas respuestas.

– ¿No cree que esto es algo muy… privado, señor…?

– Ros, Daniel Ros -le recordé. Y continué-: Puede que me baste con simples afirmaciones y negaciones. Nada más. -Intenté ser lo más convincente que pude-. Sin embargo, debe saber que hay dos personas muertas en todo este caso, ambas asesinadas, y que tal vez sea mejor que hable conmigo ahora que con la policía después. Si lo que pretendía recuperando estas fotos era evitar el escándalo…

– ¿Ha dicho dos… asesinatos? -La palidez se acentuó en su rostro.

– La primera, la mujer que aparece en esas fotos con su marido. El segundo, el hombre que las tomó y los chantajeaba a ambos.

– No entiendo… ¿Qué quiere decir?

– Señora Poncela, mientras usted iba a pagar por las fotos, su marido iba a hacerlo por los negativos. Eso los coloca a ambos en una posición delicada.

– ¡Dios mío! -Se llevó una mano a la boca.

– ¿Se encuentra bien?

– ¿Para qué quiere saber todo esto, señor Ros? -Hizo caso omiso de mi pregunta-. ¿Va a escribir un artículo sangrante escarbando en la porquería ajena?

No me habría creído el cuento de la vecinita encantadora, máxime teniendo en cuenta que Laura me había salido un poco puta.

– No me conoce, pero le doy mi palabra de honor de que si escribo algo, hablaré de todo menos de eso. -Señalé las fotografías que seguían aferradas por los dedos de su mano-. De otro modo, no se las habría dado sin más. Si necesito saber quién mató a Laura es por motivos personales, nada más.

Cerró los ojos. No la dejé reaccionar.

– Señora Poncela, ayúdeme y se ayudará a sí misma.

Se estremeció. De alguna parte del piso se escuchó de nuevo la voz enfadada de su marido.

– Yo… no puedo…

– Por favor.

– ¿Cómo? -Volvió a abrirlos.

– Contestando a mis preguntas.

Sentí que estaba acorralada. Las fotografías debían de quemarle las manos. Se levantó para dejarlas en la repisa inferior de la librería más próxima a ella y volvió a sentarse.

– ¿Qué quiere saber? -dijo con voz ahogada.

– ¿Cuánto estaba dispuesta a pagar por eso?

– Primero… me llamaron y me dijeron que tenían unas fotografías comprometedoras de Constantino, y que si las quería… debía darles sesenta mil euros. Ésa fue la… sí, la primera llamada. Luego alguien volvió a telefonearme y me pidió cuarenta mil.

– No entiendo.

– La primera vez me llamó un hombre. Dijo que me daba una semana para tener el dinero en metálico. Luego, ayer, de improviso, una mujer dijo que me lo daba por cuarenta mil si la transacción se llevaba a cabo esta misma mañana. Yo no la creí y me reuní con ella para que me enseñara lo que se suponía que iba a comprar. Vi esas mismas fotos y le dije que me telefonease hoy. Estaba esperando esa llamada cuando ha aparecido usted.

– Al principio no aceptó el chantaje del hombre.

– No, cierto.

– Pero fue ayer a casa de la mujer de las fotos, y dejó una nota aceptando el pago.

– ¿Cómo sabe eso? -se envaró.

– Es largo de contar, y no viene al caso, se lo aseguro, esté tranquila. -Saqué la nota del bolsillo y se la tendí-. Puede destruirla usted misma. Lo que quiero saber es por qué cambió de idea con respecto al chantaje.

El desasosiego volvió a ella. Tampoco era de las que se amilanaba fácilmente. Tenía las fotos. Tenía la nota incriminatoria. Yo se lo estaba dando todo gratis. Unió sus manos sobre el regazo y entrecruzó los dedos apretándolas con fuerza. Los nudillos se le blanquearon.

– ¿De verdad es tan importante?

– Sí, si calla para proteger a su marido.

– Yo no le protejo a él, señor Ros, aunque no creo que haya matado a nadie si es lo que piensa o quiere decir.

– Entonces ¿para qué quería esas fotografías?

Llegaba al límite de su resistencia.

– Señora Poncela -insistí-. Le he dado algo por lo que estaba dispuesta a pagar cuarenta mil euros y por lo que le pedían sesenta mil. Si esto no le merece confianza…

– Quiero divorciarme de mi marido y ésta es la prueba que necesito, señor Ros.

Lo dijo de pronto. Fue un disparo.

Y se hizo la luz.

– Gracias. -Reconocí su valor.

– Quizá le parezca monstruoso, o difícil de entender.

Había conocido a Constantino Poncela. No me extrañaba. Preferí callar lo que pensaba; en cambio, dije:

– Es usted toda una mujer, así que imagino que tendrá sus razones, aunque sólo sean ésas. -Señalé las imágenes.

– Verá , señor Ros… -habló despacio, tanto para sí misma como para mí-. Un desliz no es motivo de divorcio, al menos según lo veo yo. Pero sí puede ser la gota que colme el vaso. Cuando Constantino y yo nos casamos, mi familia tenía dinero, mucho dinero. Él no. Él no tenía dónde caerse muerto. Las fábricas, los negocios, todo estaba a mi nombre, porque a poco de casarnos mis padres murieron y pasó a mí, su única hija. En el testamento de mi padre, supongo que porque sabía con quién me había casado, puesto que yo estaba enamorada y por lo tanto ciega, había una cláusula en la que decía que yo debería seguir siendo la única dueña de todo. Siempre, o lo perdería. Me daba igual, aunque sí es cierto que habría sido tan tonta como para ponerlo a nombre de los dos. Mi padre me preservó. En la actualidad, los negocios de los Garrigós siguen siendo míos, aunque los lleve Constantino. Yo nunca le he cortado las alas, ha tenido acceso libre a bancos y medios. Jamás le hice preguntas. Sin embargo… él se olvidó de algo esencial, algo que para mí es muy importante. Habrá quien lo llame orgullo, dignidad, respeto… Yo lo llamo honestidad. Una y otra vez cerré los ojos a sus devaneos. No soy tonta. Reuniones, viajes, una mentira aquí, un descuido allá. Creyó que yo vivía en una nube. Y mi error fue callar. Como muchas mujeres. Callar, fingir, ignorar. Yo tampoco era ya la misma de cuando nos casamos. Pensé que si lo necesitaba… Además, no eran amantes, queridas, una secretaria o algo parecido. Constantino debió de imaginar que eso sí sería peligroso. A él le han ido siempre las prostitutas de lujo, de primera clase. Y, al final, todo tiene un límite. Una prostituta deja una huella leve. Cien, un tufo insoportable. Sus aventuras, por llamarlo de una manera elegante, ya eran algo más. Estos últimos meses han sido muy duros. No sé si fue ella, la de la fotografía, pero… Hasta que se me ha caído la venda, ¿entiende, señor Ros? El Constantino con quien me casé ya no es el Constantino de hoy. No le conozco. Es un extraño para mí. Ayer mismo, al salir de casa de esa mujer tras dejarle la nota, fui al banco y ordené que bloquearan todas sus cuentas. No creo que lo sepa. Esperaba a tener hoy estas fotografías para decirle que todo había terminado. Ésta es la historia.

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