Jordi Sierra i Fabra - El asesinato de Johann Sebastian Bach

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«Laura Torras era todo lo que los solitarios y no tan solitarios sueñan alguna vez en la monotonía de su existencia». Una mañana de verano de Barcelona en un edificio de la calle, Johann Sebastian Bach, Daniel Ros descubre en el piso de enfrente el cuerpo destripado de su vecina. Ha sido víctima de un verdadero sádico. Pocos minutos después, conoce a Julia, una chica muy atractiva que aparece en el piso de Laura y dice ser su prima.
En vez de llamar a la policía, el periodista decide comenzar su propia investigación y descubre, poco a poco, que detrás de su oficio de modelo, Laura, escondía una vida mucho menos fascinante. Testarudo y con don para verse envuelto en líos, el periodista sigue varias pistas que llevarán hasta diversos sospechosos y, sobre todo, a volver a encontrarse con Julia, cuyas mentiras le dejan tan confundido como sus encantos juveniles.
En un juego de pistas a través de la ciudad, envuelto de imágenes que evocan escenas del cine americano, Daniel Ros descubre que el glamour puede transformarse, en ocasiones, en una película de terror.

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– ¿Quién eres tú? -consiguió preguntar.

– ¿Y tú?

– Yo he sido la primera -me recordó.

La voz era firme. Se adivinaban en ella rasgos de miedo, por las manchas, la sorpresa de ver allí a un desconocido, pero no mostraba sumisión sino más bien todo lo contrario, valentía. Me pareció la clásica persona enérgica, habituada a luchar, con carácter. El hecho de que me tuteara, aunque yo fuera mucho mayor que ella, resultaba significativo.

– Soy el vecino de Laura -dije-. Vivo ahí enfrente.

– ¿Cómo te llamas?

– Daniel Ros.

– Nunca he oído hablar de ti. Laura…

– Éramos vecinos, no amigos Lo de «éramos» fue un desliz.

– Entonces ¿qué haces aquí? -Desvió su mirada de la mía para volver a mirar las manchas. Cuando los alzó de nuevo fue para fruncir el ceño y gritar con más fuerza en dirección al interior del piso-: ¡Laura!

No me moví.

– ¿Qué está pasando aquí? -quiso saber la recién llegada mientras guardaba las llaves del piso en su bolso. Todavía llevaba la maleta colgando de su mano izquierda-. ¿Y esto? -Señaló la sangre.

Me sentí atrapado, inútil.

– Escucha, hay algo que…

No me hizo caso. Dejó la maleta en el suelo y trató de entrar, pasando por mi lado. Tuve que interponerme. Cuando quiso apartarme la sujeté con ambas manos. No le gustó que la tocara. A mí, sí. Tenía la carne fresca, como si no hiciera calor, y la piel muy suave. Se apartó dando un paso hacia atrás y me miró, asustada por primera vez.

– ¿Dónde está Laura? -repitió.

– Está muerta -dije yo.

– No digas estupideces.

– Alguien la ha asesinado esta noche.

Se lo solté a bocajarro, con premeditación y quizá con crueldad, deduje por la forma en que me miró y se apartó de mí. Asimiló mis palabras y algo le hizo ver que yo hablaba en serio. Eso la hizo reaccionar también con más miedo. Dio un paso atrás y calculó sus posibilidades.

Decidí ser menos brusco, sólo para tratar de evitar que gritase o le entrase la histeria.

– Escucha, por favor -le mostré mis manos abiertas, limpias de todo mal y, por supuesto, de sangre-. No sé lo que ha pasado aquí esta noche, ni quién la ha matado, pero todo ha sucedido hace horas. Acabo de salir de mi piso, he visto la puerta abierta, la sangre en el suelo, he entrado y… eso es todo. No hace ni cinco minutos que estoy aquí.

Siguió inmóvil, desconcertándome. No sabía si iba a ponerse a gritar o…, ¿o qué?

Hasta que, poco a poco, la vi hundirse, empequeñecerse. Dos pequeñas motas de humedad aparecieron en sus ojos. La verdad iba entrando en su razón, se apoderaba de ella. Miró a mi espalda.

– No es agradable de ver, te lo juro -traté de convencerla.

Empecé a hacerlo, aunque todavía se resistió.

– ¿Qué… quieres decir?

– El asesino se ha ensañado.

– Dios…

No quería estar hablando allí, en el recibidor de un piso que había asaltado un sádico, con un cadáver destrozado a menos de cinco metros y unas manchas de sangre capaces de gritar más en silencio que mi compañera si, después de todo, se ponía histérica. Caminé hacia la puerta y ella se apartó de un salto.

– Ven -la invité-. Será mejor que vayamos a mi casa.

– ¿No vas a llamar a la policía?

– Todavía no.

– ¿Por qué?

– Salgamos de aquí, por favor.

Abrí la puerta del piso de Laura. La aparecida me miró con ira y algo de frustración. La noticia empezaba a aturdiría y, al fin y al cabo, tenía que decidir si yo era de fiar. No creo que se rindiese, pero aceptó lo evidente, aunque tenía dos opciones: seguirme o, ahora que nada lo impedía, entrar y ver el cuerpo. Dudó un par de segundos, pero finalmente me tranquilizó haciendo lo que imponía el sentido común. Recogió la maleta del suelo y le dio la espalda al horror. Pasó por mi lado y llegó al rellano. Antes de cerrar la puerta vi algo colgado de la pared, detrás de ella.

Las llaves del piso de Laura.

Alargué la mano, las atrapé y me las metí en el bolsillo del pantalón. Visto y no visto. Temerario.

Y desde luego absurdo, incriminatorio, por mucho que mi instinto me hubiese dicho que las cogiese y yo acabase de obedecerle, todo en una fracción de segundo.

Cerré la puerta del piso, apreté el botón de la luz del rellano, saqué mis llaves y abrí mi propia casa. Me aparté para dejar paso a mi compañera. Vaciló por última vez.

Allí, en mitad de ninguna parte, me pareció una diosa.

Nunca olvidaré cómo pasó por mi lado y entró en mi piso. Evoqué a Claudia Cardinale en La chica de la maleta, otro de mis ítems infantiles más recurrentes.

Y fui tras sus pasos.

IV

Lo hizo cuando estuvo en mi propia sala, todavía de pie, hundida su resistencia.

Lloró.

No me acerqué. No quise ni tocarla. Dejé que lo hiciera con libertad, sola, doblada sobre sí misma. Llorar ayuda a relajarse, y quería que estuviese relajada. Dejó la maleta en el suelo, la bolsa a su lado, y finalmente se le doblaron las rodillas y se sentó en una de mis butacas. La belleza siempre me ha podido. Para mí es algo difícil de asimilar. Laura era bella. La aparecida era bella. Teníamos una muerta y ni siquiera sabía cómo se llamaba. De hecho, era como si el cadáver de Laura siguiese entre los dos.

– ¿Quieres algo fuerte?

Me dijo que sí con la cabeza.

– ¿Café o… algo mucho más fuerte?

– ¿Tienes coñac?

No bebo, pero por Navidad siempre te regalan botellas. Fui a la cocina y encontré un Napoleón nuevo, sin abrir. Debía de llevar diez años en casa. O sea que si ya era noble de cuna, ahora debía de serlo aún más. Saqué el precinto, cogí una copa y regresé con ella. Se la serví y dejé la botella en la mesita, por si quería más. Lo hizo desaparecer de un trago pero no repitió. Mantuvo la copa entre sus manos, a modo de sustento. El latigazo interior la hizo reaccionar un poco.

– Siento lo sucedido -dije-. ¿Cómo te llamas?

Se tomó su tiempo. Daba la impresión de empezar a considerarlo todo muy detenidamente. Estaba en el piso de un desconocido a quien ella misma había empezado a tutear, como debía de hacer con todo el mundo y más en su ambiente.

– Julia.

– Nunca te he visto por aquí.

– No.

– Pero tenías la llave del piso de Laura.

– Sí.

La grieta por la que se me abría no se hizo mayor. Miró la botella de Napoleón. Me miró. Miró lo que me rodeaba. Vivir solo te da libertad, y cuando la mujer de la limpieza lleva dos días sin venir…

– ¿Venías a quedarte con Laura? -señalé su maleta.

– Sí, me pidió que viniese a pasar unos días con ella.

– ¿Por qué?

Me había pasado. Demasiado rápido. Demasiado profesional. Lo supe por mí mismo antes de que su reacción me lo confirmase. Sus manos apretaron la copa y sus inmensos ojos grises mi alma antes de que se envarase al decir:

– ¿Me estás… interrogando?

– No -intenté sonar convincente.

– Pues lo parece.

– Quería saber qué clase de relación tenías con Laura, eso es todo.

– ¿Qué relación tenías tú?

– La que te he dicho: éramos vecinos.

– ¿Nada más?

Pensé que lo más sincero habría sido manifestar algo así como que ojalá hubiera habido algo más. Pero mi sentido del humor no encajaba en la escena. No era elegante. Yo sí había visto el cuerpo. Preferí ser conciliador. Julia era mi único nexo con lo que pudiera haber en aquella historia.

Empezaba a saber por qué aún no había llamado a Paco.

– Apenas si la conocía -dije con sinceridad-. Nos cruzábamos en el vestíbulo, a veces coincidíamos en el rellano, en el ascensor… Una vez me pidió un poco de café, y otra vez le di una carta que me habían dejado por error. Sólo estuve en su piso en una ocasión, y fue porque me llamó para pedirme ayuda: le había entrado un pequeño ratoncito por la ventana y estaba escondido detrás de un mueble. Así que hice de san Jorge librándola del león, aunque no obtuve recompensa.

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