Jordi Sierra i Fabra - El asesinato de Johann Sebastian Bach

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«Laura Torras era todo lo que los solitarios y no tan solitarios sueñan alguna vez en la monotonía de su existencia». Una mañana de verano de Barcelona en un edificio de la calle, Johann Sebastian Bach, Daniel Ros descubre en el piso de enfrente el cuerpo destripado de su vecina. Ha sido víctima de un verdadero sádico. Pocos minutos después, conoce a Julia, una chica muy atractiva que aparece en el piso de Laura y dice ser su prima.
En vez de llamar a la policía, el periodista decide comenzar su propia investigación y descubre, poco a poco, que detrás de su oficio de modelo, Laura, escondía una vida mucho menos fascinante. Testarudo y con don para verse envuelto en líos, el periodista sigue varias pistas que llevarán hasta diversos sospechosos y, sobre todo, a volver a encontrarse con Julia, cuyas mentiras le dejan tan confundido como sus encantos juveniles.
En un juego de pistas a través de la ciudad, envuelto de imágenes que evocan escenas del cine americano, Daniel Ros descubre que el glamour puede transformarse, en ocasiones, en una película de terror.

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– No lo sé. Tendría que mirar en el libro de pedidos.

– ¿Puedes hacerlo?

Mi suerte desapareció allí. El talón desapareció de mi vista, devuelto al cajón, y ella se puso firmes y en guardia. Frunció el ceño.

– ¿No venía a pagar la corona?

– No.

– ¿Entonces a qué vienen tantas preguntas?

En España nadie saca billetes como en las películas, ni le guiña un ojo a la chica haciéndose pasar por el chico. Utilicé la verdad.

– Soy periodista -dije-. Esto es una investigación oficial.

– ¿Que tiene que ver…?

– Vamos -la interrumpí con misterio-. Será mejor que me lo cuentes a mí que a la policía.

– ¿La policía? ¿Por qué?

– Ha habido un crimen -la asusté-, y esas flores forman parte de la investigación. Estoy escribiendo acerca de ello.

No le di tiempo para que lo pensara demasiado. Logré impresionarla. Por eso le gustaban mis novelas. Debía de meterse hasta el alma en ellas. El libro de pedidos estaba sobre el mostrador. Lo empujé suavemente hacia ella y conseguí que lo abriera casi por inercia. Buscó por entre una marea de anotaciones hechas con una letra nefasta hasta que detuvo el índice en una.

– Aquí está -señaló-. Laura Torras para el entierro de Elena Malla. Entrega a las doce y media de la mañana. Inscripción en la cinta: «Tu amiga. Eternamente, Laura».

Al levantar los ojos del libro se encontró con mi sonrisa.

– Gracias.

– No hay de qué -musitó.

Yo ya estaba en la puerta cuando me detuvo.

– Oiga, el talón…

Le mostré mis manos desnudas e insolventes.

– Me temo que tu jefe va a hacer algo más que enfadarse. -Luego apunté con el índice de mi mano derecha al libro y pregunté-: ¿Te gusta?

– Sí.

– Cuando lo termines léete Las horas muertas. Es mi favorito.

– Ya lo he leído -me sorprendió-. Y prefiero El secreto.

Decidí comprar todas mis flores en esa floristería llegado el momento en que tuviera que comprarle flores a alguien. Salí, caminé unos pasos para alejarme de su proximidad y extraje la agenda electrónica de Laura. El nombre de Elena Malla figuraba en ella, con dirección y teléfono incluidos. Vivía en Sants, cerca de Badal. Era otra pista ambigua, como todas, pero era la única alternativa que tenía de momento. Allí donde hubiese muertos, se producían acontecimientos.

Caminé hasta la entrada del Clínico por aquel lado, el de la calle Villarroel. Si no recordaba mal, de otra luctuosa visita anterior, Pompas Fúnebres estaba por allí cerca, en el largo pasillo de la planta inferior. Me alegré de acertar y de que nada hubiese cambiado por esa parte del hospital. El lugar era una especie de sala no muy grande, sin ventilación, con algunas mesas y sillas. Un letrero de «Prohibido fumar» destacaba por encima del resto. Tuve que esperar cinco minutos a que un hombre terminara de vender un nicho a unas mujeres enlutadas. Cuando se retiraron me senté delante de él. Demasiado rápido para su gusto, así que le puse mi carné de periodista por delante.

– ¿Puedo hacerle un par de preguntas?

Suavizó la expresión, aunque menos de lo que cabía esperar.

– ¿Algo genérico o concreto? -inquirió con profesionalidad.

– Concreto: el entierro de Elena Malla.

– Llega un día larde -distendió los labios-. Eso fue ayer.

– Necesito información. -Fui aún más concreto.

– ¿Era alguien importante? -vaciló.

– Tal vez. Eso es lo que estoy investigando. Puede que haya algo detrás. ¿Recuerda quién pagó el entierro?

– Sí, desde luego. -Le cambió la cara. Un rayo de luz se la atravesó de lado a lado mientras hacía un gesto de admiración con la mano derecha-. Es imposible de olvidar.

– ¿Una mujer joven y muy guapa?

– La misma.

– ¿Qué parentesco tenía con la finada? -Fui exquisito en el lenguaje.

– Ninguno, creo.

– Entonces ¿cómo apareció por aquí?

– Me parece que fue la única dirección o teléfono que encontraron los de urgencias. La llamaron, vino, y eso es todo.

Los tres cheques del talonario de Laura encajaban: hospital, entierro y flores.

– ¿La trajeron de urgencia?

– Sí, anteayer, aunque ya no pudo hacerse nada. Ésta lo hizo bien.

– ¿El qué?

– Pues el suicidio. ¿No lo sabía?

Por la cara que puse comprendió que no, que no lo sabía. Y se suponía que era un periodista informado.

Eso fue todo lo que saqué de él.

XIII

Subí a urgencias. El de Pompas Fúnebres no recordaba nada más, o no quiso decírmelo. Se había quedado con Laura y punto. Por lo visto, Elena Malla estaba sola, aunque él no se pasaba las veinticuatro horas del día allá, ni hablaba con todo el mundo, naturalmente.

Naturalmente.

La sala de urgencias de un gran hospital es el sitio menos recomendable del mundo para los corazones sensibles. Demasiadas lágrimas, demasiados gritos, demasiada sangre, demasiado de todo y nada bueno. Prisas y nervios por parte de los acompañantes, camillas que llevan a candidatos al cementerio, calma y mesura en los rostros de los médicos y las enfermeras que, con cara de circunstancias, iban dando partes de guerra. Contrastes. Un mundo se movía a cien por hora y el otro a cámara lenta. Para unos era la vida, su vida. Para los otros, la rutina, el roce constante con lo trágico.

Tuve que enseñar mi carné tres veces para que me hicieran caso. Y nadie se impresionó demasiado.

– ¿Es por lo del preso de la Modelo que se ha autolesionado tragándose trozos de cuchillas de afeitar envueltos en algodón? -me preguntó una enfermera con carita de ángel.

Le dije que no era por él, ni por el herido en el atraco de la sucursal bancaria del día. Eso la desilusionó.

– Ayer enterraron a una chica que se había suicidado el día anterior. Quería ver a los médicos que la atendieron.

Me señaló un mostrador defendido por cien kilos de enfermera, mantuvo su sonrisa de ánimo y se despidió de mí diciéndome:

– Hasta luego.

Crucé los dedos y toqué madera. Allí dentro, un «hasta luego» tenía muy poco de prometedor.

Unos quince kilos de enfermera se movieron hacia mí para mirarme. Era lo que debía pesarle la cabeza. El resto se mantuvo inalterable. Le puse el carné delante y bizqueó para poder leerlo. Como el resto, sobrada, no se inmutó demasiado.

Ahora sólo provocaba eso la televisión.

Le repetí la pregunta a ella, le supliqué ayuda, puse cara de buen chico y de odiar a las anoréxicas. Elena Malla. Suicidio. Laura Torras. No habló hasta que yo dejé de hacerlo.

– El médico que estaba de guardia cuando ingresaron a esa mujer no se encuentra aquí ahora -me informó.

– ¿Y el que firmó el parte de defunción?

– Tampoco.

No miraba ningún registro. O tenía buena memoria, o nadie más había muerto víctima de su propia mano dos días antes, o recordaba el caso. También es posible que quisiera quitárseme de encima.

La juzgué prematuramente y mal.

– Pero le buscaré a la enfermera jefe -me dijo-. Si espera un momento, intentaré localizarla.

No merezco mi suerte.

Le di las gracias y esperé. Intenté mirar al suelo o al techo, pero no a mi alrededor. Algo difícil. En el espacio de cuatro minutos entraron a una niña inconsciente que se había bebido un vaso de no sé qué porquería biodegradable y a un anciano con la cadera rota, machacado por los reproches de su hija, que no dejaba de repetirle:

– ¡A ver qué hacemos ahora, porque ya me dirás, tozudo, que eres un tozudo! ¿Quién te mandaba…? ¡Si es que no se te puede dejar solo!

Por la cara del hombre vi que sufría más por la paliza de su hija que por su propio dolor.

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