Jordi Sierra i Fabra - El asesinato de Johann Sebastian Bach

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«Laura Torras era todo lo que los solitarios y no tan solitarios sueñan alguna vez en la monotonía de su existencia». Una mañana de verano de Barcelona en un edificio de la calle, Johann Sebastian Bach, Daniel Ros descubre en el piso de enfrente el cuerpo destripado de su vecina. Ha sido víctima de un verdadero sádico. Pocos minutos después, conoce a Julia, una chica muy atractiva que aparece en el piso de Laura y dice ser su prima.
En vez de llamar a la policía, el periodista decide comenzar su propia investigación y descubre, poco a poco, que detrás de su oficio de modelo, Laura, escondía una vida mucho menos fascinante. Testarudo y con don para verse envuelto en líos, el periodista sigue varias pistas que llevarán hasta diversos sospechosos y, sobre todo, a volver a encontrarse con Julia, cuyas mentiras le dejan tan confundido como sus encantos juveniles.
En un juego de pistas a través de la ciudad, envuelto de imágenes que evocan escenas del cine americano, Daniel Ros descubre que el glamour puede transformarse, en ocasiones, en una película de terror.

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No le gustó la pregunta. Lo supe porque, en mitad del silencio que sobrevino a ella, la carpeta resbaló de entre sus manos y parte del contenido se esparció por el suelo, diseminando decenas de Lauras a nuestros pies.

Tuve la misma sensación que si viera el cadáver destripado, rodeado por algunas de aquellas mismas fotografías formando un halo de vida en torno a su muerte.

IX

Estaba seguro de algo: un amante maduro no está dispuesto a hablar de su querida, y menos con un periodista.

Así que lo tenía crudo con Andrés Valcárcel.

Mientras subía en el ascensor, camino del cielo de su ático, en la avenida de Sarria, y por lo tanto cerca de mi casa, decidí cambiar de táctica. Solía irme bien cuando me hacía pasar por detective privado. Algo en mí me confería cierta credibilidad.

De todas formas, estaba seguro de que no iba a encontrarle. Un empresario no está en casa a mediodía, aunque sea la hora de comer. Pero lo único que tenía Luis Martín eran sus señas particulares. Necesitaba las de su despacho.

Me abrió la puerta una mujer, aunque no la suya ni tampoco una criada. Vestía uniforme de enfermera, cofia incluida, y era lo más parecido a un cruce de un bulldog con un búho. Era como Robin Williams en aquella película en la que se hacía pasar por asistenta para poder estar con sus hijos. Me taladró con ojos de lo segundo, pero acentuó más la expresión de lo primero.

– ¿Usted dirá?

– Quisiera ver al señor Valcárcel -me empleé con toda corrección.

No se movió.

– Me temo que esto sea imposible.

No agregó nada, así que me quedé sin saber por qué era imposible y qué clase de metedura de pata estaba cometiendo. Quizá hubiese muerto hacía años.

– Puedo volver…

– El señor Valcárcel no recibe -me espetó contundente.

Estaba perdido, y me habría rendido sin más, de no ser porque entonces los dos oímos una voz fuerte y enérgica que procedía de algún lugar cercano, dentro de la lujosa casa.

– ¿Quién es, señorita Gómez?

Apareció un hombre en una silla de ruedas. Un hombre castigado por algo que lo tenía allí, aplastado, pero no vencido. Un hombre de buena planta, sesentón, que conservaba todavía parte de su magnetismo.

– Desearía hablar con usted, señor Valcárcel -aproveché mi oportunidad.

La enfermera-carcelera subió un par de centímetros todos los niveles de su cuerpo, estatura, pecho y mal humor.

– Le he dicho…

– ¡Oh, vamos, señorita Gómez! ¿Qué pasa? ¿No puedo recibir visitas?

– Señor Valcárcel -se volvió hacia él uniendo ambas manos a la altura del estómago-, le recuerdo que…

El hombre podía estar enfermo, pero no hundido, y menos aún afónico.

– ¡Maldita sea, cállese! -gritó-. ¡Ya estoy harto, coño! ¡Creo que nadie viene a verme desde lo del maldito infarto porque le tienen miedo!

La señorita Gómez debía estar bregada en mil combates parecidos, porque ni se echó a llorar ni se rindió fácilmente. Se cuadró delante de la silla de ruedas.

– ¡Ni siquiera sabe quién es ni qué desea! -También elevó la voz-. ¿Quiere que le vendan una enciclopedia?

Andrés Valcárcel me miró con la esperanza de que no fuera un vendedor de enciclopedias.

– Me llamo Ros -dije-. Soy detective privado.

Eso fue definitivo. Hasta la enfermera me observó curiosa aunque no impresionada.

– ¿Detective privado? -repitió el paciente.

Por allí no parecía haber nadie más. Ninguna esposa con las antenas puestas.

– Quisiera hablar de Laura Torras.

Fui sutil, correcto. Sólo dejé ir el nombre. Y fue suficiente. La cara del dueño de la casa cambió. Arqueó las cejas por la sorpresa y su interés se hizo transparente.

– Pase, pase -me invitó.

– ¡Señor Valcárcel! -quiso insistir la enfermera.

Yo ya estaba dentro, siguiendo el acompasado rodar de la silla, que era eléctrica.

– ¡Cállese de una vez!, ¿quiere? ¡Maldito loro, con usted sí que acabaré víctima de un infarto!

La dejamos reponiéndose de su conmoción y enfilamos por un pasillo hasta un estudio que tenía las puertas abiertas. Andrés Valcárcel esperó a que yo entrase y las cerró. Luego respiró con alivio, igual que si acabase de dejar al otro lado al mismísimo demonio. Le estudié un poco mejor. Alto, elegante, de porte distinguido aún en sus circunstancias, cabello blanco, mucha clase, y el sello de una vida muy activa todavía colgando de sus gestos o su voz. Sus ojos eran firmes. Tenía sendas bolsas debajo de cada uno, pero eran firmes. El infarto le había hecho mayor, no viejo. Su estado, fuese cual fuese en aquellos momentos, debía de ser un golpe para su resistencia.

– Mis hijos se preocupan demasiado por mí -justificó la presencia de la señorita Gómez-. Estaría mejor solo.

– ¿Fue grave?

– ¿El infarto? No, en absoluto, aunque siendo el segundo… Ya sabe. Me han dicho que el tercero suele ser el definitivo. -Hizo un gesto con la mano derecha-. Tonterías. Algo débil sí estoy, pero en unos días se acabó. No voy a quedarme aquí. Para eso mejor me muero del todo. Además, no quiero que mis hijos me arruinen el negocio. -Mostró una risa hueca.

– ¿Y su esposa?

– Murió hace casi un año.

Era la pieza que no encajaba. Le encontré un mayor sentido a todo, incluso al hecho de que hubiera aceptado hablar conmigo con tanta rapidez, sin una explicación, por más que el nombre de Laura Torras fuese un sacacorchos y lo de que yo fuera detective siempre motivara sorpresa. Pero me sentí incómodo. Aquel hombre había tenido el cuerpo de Laura en el apogeo de su juventud. Eso me causó desasosiego.

– ¿Detective? -Fue directo al grano-. ¿Tiene Laura algún problema?

– Ha desaparecido -dije.

– ¿Cómo que ha desaparecido?

– Estoy tratando de dar con ella.

Habría esperado una señal de preocupación, o un destello de inquietud, pero lejos de una reacción así, Andrés Valcárcel arqueó de nuevo las cejas y dibujó en sus labios una tenue sonrisa de burla, casi de ironía.

– Laura no desaparece nunca -dijo.

– Pues esta vez lleva unos días ausente.

– ¿Quién le ha encargado buscarla?

– No estoy autorizado a…

– Sus padres, ya. -Se encogió de hombros.

– Veo que está tranquilo, así que piensa que no le ha sucedido nada malo.

– ¿A Laura? ¡Cielos, no! Ya le he dicho que nunca desaparece. Tal vez para los demás sí, pero ella sabe muy bien dónde está, se lo aseguro. Por cierto, ¿quién le ha hablado de mí?

– Su nombre ha salido algunas veces en mi investigación.

– Qué más da -se dejó caer hacia atrás y me señaló una butaca. Yo seguía de pie. Acepté su ofrecimiento-. Ahora ya no importa.

– ¿Usted y ella ya no…?

– No. -Soltó un respingo y se inundó de cenizas-. Por desgracia, ya no. Fue una relación muy hermosa, pero corta. Apenas dos años. Supongo que debería estar enfadado con ella, odiarla, y sin embargo… ¿La conoce?

– Personalmente no, pero he visto fotografías, claro.

– Hay un poema de no sé qué autor que dice: «No odies nunca a quien hayas amado». Deberían conocerlo todas esas parejas que se tiran los trastos a la cabeza cuando se divorcian, o los idiotas que matan a sus mujeres. Por lo que respecta a Laura, nadie podía enfadarse nunca con ella, y mucho menos odiarla. Te podía. Diluía un enfado como un azucarillo, con una sonrisa, un gesto o una caricia. Eso sí, había que aceptarla como era, y supongo que seguirá siendo igual. Se toma o se deja, y si se hace lo primero…

– Usted la amaba.

– Sí -aceptó sin rubor-. La amaba, y mucho. Posiblemente no vuelva a querer a nadie como la quise a ella. Laura me regaló lo más esencial: la vida. Por desgracia las cosas salieron mal.

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