Tom Piccirilli
Clase Nocturna
The Night Class, 2002
A Michele, la chica de la primera fila.
Y a Vince Harper, compañero de estudios.
Me gustaría agradecer a las siguientes personas amistad y el continuo apoyo que me han prestado a lo largo de los años:
Ed Gorman, Lee Seymour, Dallas Mayr, Douglas Clegg, Gerard Houarner, Jack Cady, Don D’Auria y Matt Schwartz.
Somos criaturas de un día
¿Qué somos? ¿Qué no somos?
El hombre es el sueño de una sombra.
– Píndaro
Odas Píticas
Criaturas de un día
La clase de ética bastó para inducir a Cal a matar.
El profesor Yokver desvariaba frente a su mesa de caoba, recorriendo los pasillos como un sacerdote demente entregado a una prédica sobre el juicio y los fuegos del infierno, esperando a que el ángel de la oratoria se apoderara de él. Levantó aquellos brazos suyos que parecían plumeros y empezó a gesticular salvajemente. Sus dedos se estremecieron como pequeños tentáculos mientras exclamaba:
– ¿Qué es el mal, muchachos? ¿Qué es el bien, qué es el mal? ¿Lo sabéis? -Golpeó la pizarra con los borradores para dar mayor énfasis a sus palabras. Todo el mundo en la clase parecía estar disfrutando del espectáculo-. ¿Lo sabéis, muchachos? ¿Lo sabéis?
Un novato de la primera fila tomaba apuntes tan deprisa que parecía un boy scout tratando de encender una fogata con dos ramitas. Concentrado en poner por escrito hasta la última palabra que brotaba de los labios de Yokver, el muchacho casi jadeaba, con la lengua fuera ¿Qué podía estar escribiendo?
Cal miró sus propios folios, vacíos.
Pero era una buena pregunta y se preguntó si conocía la respuesta.
Al otro lado del aula se sentaba Candida Celeste, con aquella sonrisa fotográfica y sensual que aún hacía que sintiera mariposas en el estómago cuando lo pillaba desprevenido, mostrando su perfecta dentadura. Tuvo que entornar la mirada y no pudo seguir mirando sus labios sin gruñir. Ella, con el suéter de animadora abierto hasta el cuarto botón -igual que desde primero- se arregló la melena, negra como un cielo nocturno, y recorrió con una uña pintada de rosa la superficie entera de su escote perfectamente bronceado. Lo primero que pensó fue que debía de haber pasado en Florida las vacaciones navideñas. Y entonces, con repentina y espantosa claridad, comprendió, oh, Dios, el Yok la está poniendo cachonda. La escena era tan surrealista que Cal sintió una punzada dolorosa detrás de los ojos.
Tosió, sacudió la cabeza y consultó su reloj. Las 8:15 de la mañana. Otra hora y veinte minutos de pesadilla matutina.
– ¿Es que tiene usted alguna cita de enorme importancia y lo estamos entreteniendo, se-ñah Prentiss? -preguntó el profesor Yokver, mientras se volvía a mitad de paso y recorría el aula de arriba abajo una, dos, tres veces. Se le daba muy bien aquel deje sureño, que le hacía parecer un personaje de Flannery O’Connor o un pijo de Carson McCullers.
Finalmente, se detuvo frente al pupitre de Cal y se inclinó para examinarlo con una sonrisa desprovista de todo humor.
Cal volvió la vista hacia la izquierda y se miraron el uno al otro, tan cerca que sus barbillas casi se tocaban. Reparó en que llevaba torcida la corbata de topos y que la perilla de chivo finamente recortada, un poco descentrada, no apuntaba exactamente hacia el suelo, y el largo cabello recogido en una coleta le llegaba casi hasta la mitad de la espalda. El polvo de tiza lo envolvía como una neblina. Sacudía los flacos brazos con tanta vehemencia que se arrancó sus propias gafas,, se revolvió tratando de salvarlas y logró cogerlas antes de que cayeran al suelo. Fue un movimiento muy elegante, la verdad, como los de los luchadores de kung-fu que lanzan cuchillos al aire y los recogen al bajar, girando, y dejó a Cal bastante impresionado.
– Por favor, no permita que lo retrasemos, señor Prentiss. Huhhh. Hessss. -Yokver sopló sobre los cristales de sus gafas y se las limpió en las solapas. El ostentoso dibujo de la chaqueta deportiva que llevaba dejó a Cal hipnotizado un momento, tratando de sumergirse en sus espirales. Uno podía adentrarse allí, más y más adentro cada vez, y no volver a salir a la superficie-. ¿Dónde estaba, hmmmm? ¿Qué pensamientos nos lo habían arrebatado, eh?
Una jaqueca abrió un par de tenazas y a continuación las cerró con fuerza sobre él. Los rojizos rayos del sol de la primera mañana, más brillantes que la sonrisa de Candida Celeste, entraron como saetas por las rendijas que dejaban las persianas venecianas e incidieron directamente sobre su rostro. Parpadeó y apartó la cara de la luz.
Todos se volvieron en sus asientos y lo miraron. A veces pasaba. ¿Qué estaban mirando?… como si alguien fuera a levantarse, a apuntarlo con el dedo y a gritar, «¡j’accuse!». En un sitio así no era difícil desarrollar complejos y él tenía la impresión de que estaba empezando a hacerlo. El novato de la primera fila coronó la ardiente meta de sus notas, aminoró su incesante escribir y finalmente se detuvo. También él se volvió en su pupitre y lo miró.
Candida Celeste soltó una risilla al oír que el Yok repetía su «¿hmmm?», al igual que el fornido jugador de football que se sentaba en diagonal con respecto a ella y estaba haciendo lo imposible por enredarse en un amoroso duelo de pies con ella. No lo logró, pero se esforzó tanto que Cal oyó el crujido de sus articulaciones. Uno o dos más de los presentes recogieron también el «hmmm», imitando el tono y alargándolo. Willy y Rose añadieron sus propios «¿Hmmmmm?». Willy lo hizo balanceándose en su asiento, con un gesto que recordaba ligeramente a Stevie Wonder. Siguieron haciéndolo hasta estar en un mismo tono, en clave de sol bemol. Cal estuvo a punto de sonreír. La chica que se sentaba justo enfrente de Candida lo miró a los ojos y sonrió. Tras un par de segundos le guiñó un ojo, lo que resultó una auténtica sorpresa para él.
– Eh, señor Prentiss. ¿Dónde está?
– Aquí mismo, en mi asiento -respondió Cal.
– Nada de eso.
– Que sí.
– No.
– Vale. No estoy aquí. -Puede que fuera cierto. Algunas veces le daba la impresión de que era así. En cualquier caso, al Yok le gustaban las respuestas cómicas, de modo que dejó que rumiara la suya un rato. Lo único que Cal quería era levantarse y salir de allí cuanto antes. Aquel día la paranoia llegaba temprano. Su elevada presión sanguínea -a sus veintiún años, 160 sobre 90- palpitaba en sus muñecas con la fuerza de un martillo neumático, mientras los demás pensamientos aullaban como gatos enfurecidos por debajo. Le daba la impresión de que tenía las plantas de los pies resbaladizas, como si acabaran de encerar las baldosas del suelo y corriera el riesgo de irse de cabeza al suelo en caso de levantarse demasiado deprisa y tratar de echar a correr.
A Yokver le gustaba jugar con los nervios de la gente. Cal dijo:
– No estoy en ninguna parte -y trató de dejar la cosa así, sabiendo, e incluso esperándolo en parte, que no iba a ser tan fácil.
– Hmm, Hhh-mmh-hhhhmmm hmmm hhmmm ammm -continuaron Willy y Rose, entre carcajadas y miraditas amorosas, a pesar de que ninguno de ellos sabía lo que estaba haciendo realmente.
– ¿Eh? -dijo Candida, con aquellos incisivos tan blancos y encantadores.
Yok se quedó con la boca abierta, los ojos llenos de orgullo y una especie de pesar, pero también agradecimiento y aprecio infinitos por la atención que estaba recibiendo. Cal sabía que le gustaba meterse con él porque en eso se garantizaba el apoyo de toda la clase. Puede que hubieran descubierto lo que era el bien y el mal, allí mismo y en ese mismo momento.
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