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Tom Piccirilli: Clase Nocturna

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Tom Piccirilli Clase Nocturna

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Tras el regreso de las vacaciones navideñas, Caleb Prentiss hace un macabro descubrimiento: durante su ausencia, una chica desconocida ha sido brutalmente asesinada en su dormitorio. Para él, un estudiante frustrado por el tedio de los estudios, ese suceso supondrá algo más que un incidente extraño y se convertirá en una obsesión a la que aferrar su oscura vida de universidad. Emprenderá una búsqueda desesperada por averiguar la identidad de la chica y del misterioso asesino, una búsqueda que no podrá abandonar ni siquiera cuando toda su vida empiece a derrumbarse a su alrededor. En un viaje iniciático a través del misterio, el miedo y la desesperación, Piccirilli eleva el listón del terror con una obra maestra indiscutible. Clase nocturna es algo más que una historia, es una sobrecogedora experiencia que muchos lectores tardarán en olvidar.

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– Llevo en esta clase tres semanas y hasta el momento no he visto que abandonara un solo segundo su monólogo de teatrillo de Atlantic City para hablar de cualquier dilema ético, moral o social, o de asuntos serios como la otra vida, el racismo, la censura, la pornografía, el aborto o… -Buscó algo relevante y todo brotó en una sola cadena de imágenes, a pesar de que él mismo rara vez dedicaba un momento a pensar en estas cosas-… la prostitución, la Jihad, el incesto, Ruby Ridge, el hedonismo, la guerra, o esos cabezas de chorlito que quieren encerrar a los enfermos de SIDA en un campo de concentración en el desierto, las nuevas leyes sociales, la Seguridad Social, Oklahoma City. -Tragó una saliva más espesa que el sirope-. O el suicidio.

– Oh.

Acudieron más imágenes, pero ya había completado la escala y estaba volviendo a ver la imagen de su hermana, levantando hacia él unos brazos empapados de rojo.

– Machaca usted a Nietzsche, insulta a Camus, menosprecia a Sartre y… -El Yok asomó la lengua un momento, lo que le dio una excelente pista-… y le saca la lengua a Bertrand Russell y Sócrates. -Cal sabía que tenía que dar un último golpe. Vamos, los riñones son un punto débil-. Y además le he visto mirándole el escote a mi chica.

Jodi gruñó como si hubiera recibido una puñalada y Yokver la miró, clavó la vista en su pecho, y su sonrisa empezó a ascender más de lo debido, tanto, que las comisuras de sus labios estuvieron casi tocando los lóbulos de sus orejas. Cal se preguntó cuándo dejaría de sonreír.

El jugador preguntó a Candida:

– ¿Quién es Jihad?

Ella se encogió de hombros y lanzó a Cal una mirada intensa que tenía algo de alentadora, frenética y carnal.

El profesor Yokver se rió socarronamente, fingió pánico tirándose del pelo, con la boca abierta, y entonces pidió más con un gesto, sigue dándole, Calvin. Tenía la cara demasiado colorada y había una llama en algún lugar del interior de sus turbios ojos.

– Pero además de todo eso, no permitió que dejara la clase cuando quise hacerlo, hijo de puta, y no pienso seguir malgastando mi vida en este infierno.

– ¿No? -preguntó el Yok-. ¿Es que tienes un infierno mejor esperando?

– Probablemente -señaló Cal-. Y tiene usted tiza en la corbata. Me largo de aquí. Que lo paséis todos bien.

Cogió su abrigo, atravesó la puerta y bajó dos tramos de escalera antes de que su visión empezara a perder el tinte rojizo, y se diera cuenta de la importancia de lo que acababa de hacer. Puede que Jodi tuviera que apechugar ahora con las consecuencias. Puede que lo expulsaran, y en ese caso no podría concluir la última parte del trabajo que tenía que hacer.

Le dolía la boca por la tensión del gruñido que había estado conteniendo y sentía un picor en el puente de la nariz. En el vestíbulo, sudando, levantó la mirada hacia las caras de otros profesores que daban sus clases con las puertas abiertas y cuyas voces, escurriéndose por los pasillos de la historia, parecían todas tener sentido. La acústica era buena y sus palabras resonaban en su esternón. Se calmó un poco y salió al exterior, donde recibió el azote del frío de la mañana, una brisa de febrero que le puso la piel de gallina. Tuvo que obligar a su ceño, enfurecido y decepcionado con Jodi por no haberlo seguido, a desfruncirse.

Oyó el tañido de las campanas, una vez, para dar las medias horas.

8:30.

Aquel día solo había estado vivo cuarenta y cinco minutos.

Ética.

Jesús, Dios. La Ética iba a acabar con él.

2

Una frase de un libro de sicología sobre la Tortura China del Agua acudió a sus pensamientos: sentado en una cómoda silla, el corazón de la víctima explotaría de temor esperando una nueva gota.

No era muy académica, si uno lo pensaba, pero era así. De regreso en la sala de estar de su dormitorio, Cal se dejó caer en el sofá y trató de ver las noticias matutinas. El control vertical estaba un poco desajustado desde que Rocky, el guardia de seguridad, arrojara a un vendedor de marihuana contra el televisor, así que la imagen daba un salto cada pocos segundos. Caleb se descubrió anticipándose a cada sacudida de la pantalla, con un temblor en las rodillas, como un velocista preparado para emprender su carrera. Su respiración vibraba en sus cavidades nasales.

– Oh, tío -murmuró, mientras se echaba sobre el regazo un deshilachado cojín de felpa-. Esta mañana tengo la cabeza como un nido de víboras. -El tiempo reptaba con lentitud, como un ciempiés arrastrándose por su cuello. Al final iba a ser un día de aúpa.

La sección de deportes dejó de emitir repeticiones de las mejores jugadas de la semana.

– Y ahora volvemos con la encantadora Mary Grissom con el parte del tiempo.

Unos dientes muy blancos aparecieron fugazmente. Mary Grissom se alisó la falda plisada contra los muslos y levantó una mano hacia el mapa del tiempo.

– Gracias, Phil. Muy bien, quiero que todos tengáis en cuenta que aquí no soy más que la mensajera. La cosa va a estar mal todo lo que queda de hoy y todo el día de mañana, amigos, con nevadas que darán paso a granizadas antes de la medianoche de mañana… -Bisecada por la línea vacilante que la recorría con el detenimiento de un amante devoto, continuó señalando las flechas curvadas y azules que señalaban el frente frío que se les estaba acercando.

Cal se cubrió el rostro con el cojín y trató de escuchar. A esas alturas, el resto del dormitorio debía de estar preparándose para el desayuno y las clases de las 9:30. El ruido de los secadores, las duchas, los baños y las radios que sintonizaban la emisora de la universidad, la KLAP, ahogó el sonido de la televisión. Parecía que sus planes para llevar a Jodi aquella noche a la feria de invierno habían sido derribados en pleno vuelo. Últimamente no podían tomarse ni un pequeño respiro.

– Yippie, yappie, yahoooooey -murmuró-. Puede que esto sea la soga en una vida amorosa llena ya de fricciones.

Entraron dos chicas del tercer piso y sus bonitas y tímidas sonrisas lo flagelaron. Vaya, así que había estado de nuevo pensando en voz alta. Era parte de su encanto. Le pasaba a veces.

– Alzheimer, señoritas -les explicó-. Suele presentarse cuando uno termina su tesis de licenciatura.

Vestidas con camisones de algodón y zapatillas de andar por casa, se rieron de él, cambiaron de canal, se sentaron y empezaron a ver «La tribu de los Brady», aparentemente sin que les molestara, al menos por el momento, el movimiento de la imagen. Caleb se dio cuenta desde los primeros segundos de que se trataba del episodio en el que Cindy pierde a Kitty Guarda-todo -su muñeca, sospechosamente parecida a la señora Beasley, de «Cosas de casa» que la joven Buffy llevaba obsesivamente colgada del cinturón, solo que sin las gafas de abuela. No recordaba el nombre verdadero de Buffy, de la actriz. El hermano, Johnny Whittaker, hizo Tom Sawyer y Sigmund and The Sea Monsters, y luego se alistó en los Cuerpos de Paz para escapar a la maldición de los niños actores-.

Buffy murió de una sobredosis, recordaba Cal.

Hay veces en que uno no puede pensar en nada bueno, ni aunque esté viendo «La tribu de los Brady». En el pasillo, el agua emitía ruidos metálicos al pasar por los radiadores y la condensación enturbiaba las ventanas que había sobre ellos. Su mirada se perdió entre los matorrales cubiertos de escarcha.

Mientras estaba en clase no se le ocurría nada más apetecible que pasar el día entero retozando, pero ahora no se sentía con ganas de leer, dormir, o hacer la colada, que realmente hacía mucha falta. Por la ladera de la colina marchaban manadas de estudiantes en dirección a los edificios de física y biología, mientras otros cruzaban el césped para dirigirse a los departamentos de humanidades de Camden Hall o al gimnasio. Nunca había entendido que la gente hiciera ejercicio al comenzar el día, aunque Willy lo hacía a menudo. Un teléfono sonó en algún lugar cercano.

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