Tom Piccirilli - Clase Nocturna

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Tras el regreso de las vacaciones navideñas, Caleb Prentiss hace un macabro descubrimiento: durante su ausencia, una chica desconocida ha sido brutalmente asesinada en su dormitorio. Para él, un estudiante frustrado por el tedio de los estudios, ese suceso supondrá algo más que un incidente extraño y se convertirá en una obsesión a la que aferrar su oscura vida de universidad. Emprenderá una búsqueda desesperada por averiguar la identidad de la chica y del misterioso asesino, una búsqueda que no podrá abandonar ni siquiera cuando toda su vida empiece a derrumbarse a su alrededor.
En un viaje iniciático a través del misterio, el miedo y la desesperación, Piccirilli eleva el listón del terror con una obra maestra indiscutible. Clase nocturna es algo más que una historia, es una sobrecogedora experiencia que muchos lectores tardarán en olvidar.

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Finalmente, al mismo tiempo que abría la boca para decir algo, sin saber muy bien el qué, sonó algo parecido al crujido de un bloque de hielo cerca de su oreja. ¿Un plástico arrugado? ¿Alguien que masticaba? El sonido perdió intensidad hasta convertirse en un zumbido monótono, seguido por el agudo aullido de unas lejanas carcajadas, o una sirena, o los gruñidos de unos cerdos o un ruido de retroalimentación eléctrica, y Cal apartó el receptor de sí con un movimiento brusco y un gemido. Siguieron unos sonidos crujientes, como toses quebradizas y hojas secas desmenuzadas una a una al otro lado de la línea.

Sostuvo el teléfono a casi tres centímetros de su oreja. Una voz tenue y remota musitaba algo ininteligible.

– ¿Hay… alguien ahí? -Algo rígido empezó a girar en el interior de su pecho-. ¡Oiga! -gritó-. Vamos. Vamos, diga algo.

Otro gimoteo etéreo, más claro pero no más inteligible, tan lejano aún que la punta de las orejas le ardió al tratar de acercarse el aparato, buscando palabras.

Los fantasmas querían su muerte.

– ¿Quién es? -respondió con un susurro, mientras pensaba en la facilidad con la que se había abierto la puerta y comprendía que alguien había estado en su cuarto y había salido sin cerrar.

Arrojó el teléfono al otro lado de la habitación. Se partió contra la pared y levantó la fina capa de pintura de color melocotón que ocultaba las manchas de sangre.

3

Tenía que arriesgarse y entrar en el sótano de la biblioteca a plena luz del día.

Nadie iba a fijarse, e incluso en caso de que lo hicieran, ¿a quién iba a importarle que un muchacho se escabullera entre unas ramas y se colara por una ventana manchada de barro y con el tirador roto? ¿Qué iba a robar? ¿ Las obras completas de George Elliot ? ¿ Les Fleurs du Mal ? ¿Tal vez una copia de El padre muerto de Blancanieves, de Donald Barthelme? En cuestiones de sigilo, colarse en la biblioteca no era lo que se dice una hazaña.

Pero si hubieras estado por allí el año pasado, alrededor de las cuatro de la mañana, y te hubieran despertado unos espantosos jadeos y unos extraños ruidos que se dirigían hacia tu ventana, situada en el segundo piso, y resulta que hubieras salido de la cama para echar un vistazo -tras haber estado soñando de nuevo con tu hermana, que extendía hacia ti sus rojos brazos- y hubieras gritado y dado un respingo al ver un gigantesco culo blanco brillando a la luz de la luna, y los 120 kilos de Fruggy Fred jugando a la Mosca Humana en la pared -con extremada agilidad, por cierto, para un chico de su tamaño-, apoyando todo el peso en los pies y colgado de los ladrillos como un escalador, desnudo y con el cuerpo cubierto de algo brillante y resbaladizo, puede que aceite para bebés o vaselina o sirope de arce o incluso miel, escalando la pared cubierta de hiedra para regresar al dormitorio solo unos minutos después de haber escapado corriendo de la habitación de su novia tras una terrible pelea con la señora -enfurecida y armada con un cuchillo, porque había estropeado los últimos momentos de su romántico encuentro, justo antes de hacer el amor, al quedarse de nuevo dormido en los juegos previos-, oye, eso sí que habría sido algo digno de figurar en los anales del movimiento subrepticio.

En realidad, colarse en la biblioteca era una tontería, pero a Cal seguía sin gustarle la idea de entrar en el sótano por la mañana. Tenía los hombros agarrotados por la presión nerviosa. Aquella aventura azuzaba su imaginación. Había vuelto a pensar en su hermana y eso nunca era buena señal. Se miró las manos pero continuó andando. Experimentó una sutil pero intensa sensación de miedo al dejar el dormitorio y atravesar el amplio jardín trasero. El gélido aire de febrero le enfrió la cara.

No terminaba de entender cómo había empezado aquella relación con una muerta desconocida ni dónde creía que iba a terminar.

Cuanto más se esforzaba en explicar las circunstancias con palabras, más morbosos se volvían sus pensamientos. Uno sabe que las cosas están poniéndose feas cuando hasta él mismo empieza a darse cuenta. Caleb, temeroso de su predisposición genética, trataba siempre de evitar cualquier exceso de extravío mental. ¿Era eso lo que había en su interior? ¿La necesidad de meterse en la bañera con una cuchilla de afeitar?

Mientras caminaba y el cielo se enturbiaba sobre él, como una gasa blanca desgarrada, pensó, a la gente como tú la encierran en pabellones y celdas acolchadas.

Y después de un momento, añadió, sí, es cierto, pero siempre nos dejan salir de nuevo.

Si Jodi hubiera conocido su tesis, lo habría flagelado con una retahíla de espantosos nombres y términos sicológicos -Neurosis Obsesiva de Tabúes Espaciales, Polaridad Ansiedad-Histeria, El Ego y la Micción en los Estados Oníricos, Catexis Flotante por Castración- o cosas peores. Lo habría convertido en la estrella de uno de sus trabajos de sicología anormal. Habría empezado a entrevistarlo con una grabadora y le habría enseñado manchas de tinta con forma de culos adolescentes. Alcanzarían cierta notoriedad, saldrían en un programa de la televisión local por cable, en los programas matutinos, y luego saldrían de gira. Podría recorrer el país en una jaula para leones mientras ella llevaba un sombrero de copa y sostenía un látigo de domador, y después del espectáculo se tendería en una esquina, sobre un montón de paja, y trataría de conseguir que los niños le tiraran cacahuetes pelados.

Era evidente que había llegado demasiado lejos para abandonar ahora. La tesis había crecido hasta convertirse en un libro, y el libro había cobrado una vida propia y extraña. La mohosa habitación oculta en las retorcidas y oscuras entrañas de los túneles del sótano de la biblioteca se había convertido en parte de él, lo mismo que la chica.

El viento cobró mayor fuerza y Cal cerró las manos en los bolsillos sobre los desgarrones de tela y sus notas y papeles.

El reloj de la torre repicó una vez.

9:30.

Sylvia Campbell estaba muerta, a la edad de dieciocho.

Asesinada seis semanas atrás, durante las vacaciones de invierno, en la habitación de Caleb, bajo la ventana a la que había pegado su cama, probablemente para poder dormir cómodamente sin que el calor del radiador la mantuviera despierta. A Caleb no le importaba sentir el aire caliente toda la noche, pero por alguna razón había dejado la cama donde ella la había puesto.

¿Quién eras?

Durantes las vacaciones, por razones de conveniencia, la universidad dejaba solo dos dormitorios abiertos las veinticuatro horas del día, suficientes para alojar a los 400 estudiantes que se matriculaban en los cursos invernales impartidos durante las cinco semanas de vacaciones que separaban los semestres de otoño y primavera. Cal había estado pensando en dejar la escuela o cambiar de dormitorio o hacer cualquier otra cosa para enfrentarse al mundo. Se trasladó y dejó sus cosas en un guardamuebles, sin saber si regresaría. Todo lo que no se llevaría consigo en las vacaciones de Navidad.

En cuatro años, nunca había tenido el mismo cuarto dos veces -era parte de lo que necesitaba para sentir que ya estaba haciendo algo con su vida- pero en su último semestre le habían permitido quedarse con aquel. No lo quería, pero no iban a tomarse la molestia de asignarle otro. El programa de alojamiento adjudicaría a su cuarto un estudiante diferente durante todo el curso. Parecía que iba a causar un montón de problemas pero lo cierto es que no lo pensó demasiado.

¿Por qué mentiste?

El día antes de Nochebuena, aproximadamente una hora después de su último examen final, dio un beso de despedida a Jodi y se marchó, diciéndole que pasaría las vacaciones con un amigo del instituto que vivía en Montana. No tenía ningún amigo del instituto, ni en Montana ni en ningún otro sitio, pero no quería que ella le tuviera lástima y, desde luego, no estaba dispuesto a pasar un mes con su familia. Se marchó con la idea de recorrer el país a la manera de Kerouac, algo así, haciendo quién sabe qué, y tratando de no topar con ningún asesino en serie mientras estuviera haciéndolo. Se dijo que tal vez pudiera volver a sentir el entusiasmo y las aspiraciones adolescentes que había abandonado en la pubertad.

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