Tom Piccirilli - Clase Nocturna

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Tras el regreso de las vacaciones navideñas, Caleb Prentiss hace un macabro descubrimiento: durante su ausencia, una chica desconocida ha sido brutalmente asesinada en su dormitorio. Para él, un estudiante frustrado por el tedio de los estudios, ese suceso supondrá algo más que un incidente extraño y se convertirá en una obsesión a la que aferrar su oscura vida de universidad. Emprenderá una búsqueda desesperada por averiguar la identidad de la chica y del misterioso asesino, una búsqueda que no podrá abandonar ni siquiera cuando toda su vida empiece a derrumbarse a su alrededor.
En un viaje iniciático a través del misterio, el miedo y la desesperación, Piccirilli eleva el listón del terror con una obra maestra indiscutible. Clase nocturna es algo más que una historia, es una sobrecogedora experiencia que muchos lectores tardarán en olvidar.

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A lo mejor debería ir a hablar con Fruggy Fred. Consultó su reloj, que tenía el cristal empañado de sudor.

No tenía por qué haberse molestado. Era imposible que Fruggy estuviera despierto a esas horas de la mañana. El tío era capaz de dormir dieciséis horas al día y dormitar algunas de las restantes. Lo llamaba terapia de sueño, de modo que trataba el asunto con solemnidad y reverencia. Caleb sentía a menudo como si un grueso descorchador estuviera atravesándole el pecho cuando Fruggy hablaba de ello.

– Si controlas el sueño del mundo controlas el mundo -dijo en una ocasión Fruggy Fred, con voz soñolienta, a las ondas de la KLAP, antes de quedarse dormido sobre el panel de control. La lúgubre canción de los Doors, «When The Music Is Over» había sonado ininterrumpidamente cuatro veces antes de que Rocky y los demás guardias de seguridad echaran la puerta abajo.

Fruggy no estaba disponible al menos hasta las tres de la tarde, cuando empezaba su turno en la radio.

9:05.

9:06.

Caleb pensó en ir a buscar a Jodi y tratar de persuadirla para que se saltara las clases restantes, pero sabía que no lo conseguiría. Ella siempre se había tomado los estudios con mucha seriedad -demasiada seriedad-, incluso en la escuela elemental, hasta tal punto que había aparecido en la prensa local por no haberse perdido un solo día de clase hasta su graduación. Entendía las razones pero hubiera preferido que las cosas fueran diferentes. En aquel momento estaba al borde de un ataque de melancolía.

Ella creía que tenía que ser infatigable si quería escapar al destino de la miseria que sufría el resto de su familia. Dos hermanos y dos hermanas, todos menores que ella y ya con familias propias y cada vez más numerosas -niños a los que no podían mantener, antecedentes por robo, tráfico de drogas y por disparar contra perros, un par de niños retrasados que nunca podrían recibir la atención especializada que precisaban-.

A su hermano Johnny lo habían apuñalado en seis ocasiones diferentes, y disparado en otras dos, y el tío seguía en la calle robando coches, a pesar de que le faltaba la mitad del intestino delgado. A Rusell le iba más el allanamiento de morada y por las noches solía deslizarse por tuberías y enrejados, cuando la gente estaba cenando y viendo la televisión. Lo habían detenido en cinco o seis ocasiones ya, pero la policía no podía encerrarlo demasiado tiempo porque nunca robaba nada que valiera más de cincuenta pavos. Sobre todo monederos, zapatos de mujer, relojes-radio, fotografías antiguas en blanco y negro y cualquier ejemplar del Reader Digest que pudiera encontrar. Caleb sabía que en realidad no era un ladrón sino una especie de fetichista.

Tenía también el desagradable presentimiento de que sus hermanos podían haber abusado sexualmente de ella en alguna ocasión, y sus dientes manchados, sus barrigas de cerdo y sus tatuajes proyectaban en su mente imágenes especialmente pavorosas, aunque lo cierto es que ella nunca había dicho nada. En ocasiones daba patadas y lloraba mientras dormía. Caleb se preguntaba si podría pedirle a Fruggy Fred que la siguiera en una de sus pesadillas, entrara en su subconsciente y regresara con toda la verdad.

Una de las cosas más incongruentes era que su madre, una alcohólica, guardaba todavía los primeros cuadernos de matemáticas y caligrafía de Jodi, llenos de estrellas doradas y con sonrisas pintadas por todas partes. Los había ojeado en alguna ocasión, página tras página en las que hasta los primeros signos y símbolos eran perfectos. Cada proyecto, realizado sin tacha: el tracto digestivo dibujado a escala precisa, el sistema límbico, mapas del tiempo más detallados que los de Mary Grissom, todo elaborado de manera exhaustiva y precisa, año tras año. ¿Qué niña de cinco años no mezclaba las b y las d ?

Ahora, en el último semestre de su año de graduación, estaba más absorta que nunca en sus estudios. Había muchas cosas entre ellos, cosas que no se decían pero se inferían, y surgían cada vez más a cada día que pasaba. Ella había tenido que ir al dentista a que le hiciera una férula de plástico porque habían empezado a rechinarle los dientes con mucha fuerza. El término clínico era bruxismo, y el sonido lo mantenía despierto durante la noche y le crispaba los nervios durante el día. Pero se había convertido en tal medida en parte de ella, que Jodi ya ni lo oía.

Su media académica, sus cartas de referencia, sus contactos en la facultad y sus investigaciones: La esquizofrenia como estímulo y como medio de expresión de una memoria racial, el miedo primario, y la ascensión de la mente animal del hombre. No tenía ni idea de lo que significaba, o lo que implicaba su significado. Ella había tratado de explicárselo en una ocasión, pero habían terminado haciendo el amor. Era mucho mejor así.

9:10.

Caleb apoyó los codos en la ventana y contempló el presente antes de que tuviera tiempo de alejarse más de él. Al año siguiente Jodi iría a la facultad de Medicina, y por mucho que le había asegurado que eso no afectaría a su relación, él había visto la verdad en sus ojos. Ya estaba deshaciéndose. Confiaba en que sus propias mentiras no resultasen tan evidentes, pero tenía la sensación de que no era así.

El teléfono del pasillo seguía sonando y finalmente logró que se levantara. Se acercó, preguntándose si alguien lo cogería. Cuando habían pasado unos catorce tonos, se dio cuenta de que era el suyo.

Sacó la llave mientras corría por el pasillo, casi seguro, pero no del todo, de que probablemente, alguien que no hubiera colgado a estas alturas esperaría otro minuto. Como llevaba solo los calcetines en los pies, resbaló sobre las baldosas y estuvo a punto de chocar de cabeza contra la pared. Llegó a su cuarto corriendo, introdujo la llave en la cerradura y giró el picaporte. ¿Quién podía estar tan desesperado por hablar con él?

En un movimiento rápido, la puerta se abrió con mucha más facilidad de lo normal, el picaporte se le escurrió entre los dedos y el impulso que llevaba lo lanzó demasiado deprisa al interior del cuarto. Patinó sobre la alfombra y logró mantener el equilibrio pero estuvo a punto de caer de rodillas al chocar de costado con la silla del escritorio. Jesús, iba a partirse una pierna si seguía así. Llovieron libros de la estantería y el frasco de cacahuetes que había sobre el pequeño refrigerador cayó al suelo y se hizo añicos.

– Maldición. -Levantó el teléfono-. ¿Sí? -Con mucho cuidado, reunió los trozos de cristal de mayor tamaño empujándolos con el pie-. ¿Quién es? Eh, no cuelgue ahora, que estoy aquí.

No había señal, ni esa clase de estática que indica que hay una conexión defectuosa.

El aire esperaba, tan gélido que casi pudo sentir un descenso de la temperatura.

– ¿Sí…?

Vacío. Esperó, y el seco silencio se prolongó idéntico otros cinco latidos de corazón, y luego ocho, y diez, contabilizados sin ninguna razón. Al otro lado no se oía una respiración, no había un pitido de tren ni un solo sonido de fondo que pudiera darle alguna pista. Nada que sugiriera la presencia de algo humano, y por eso esperó tanto tiempo, ya que aquello había esperado tanto tiempo por él.

Mientras se acercaba más al receptor, creyó poder detectar una presencia. Algo mucho mayor que él mismo estaba tratando de atraerlo allá dentro. No terminaba de decidirse a decir nada más: el silencio era tan completo que parecía como si no tuviera un teléfono en la mano y no hubiera un oído escuchándolo.

Diecisiete, diecinueve, veinticinco latidos, la cosa empezaba a rozar el ridículo, lo sabía, pero ahora estaba aquella sensación agradable y emocionante que recorría su columna vertebral. No se habían equivocado de número. Alguien lo quería desesperadamente. ¿Quién demonios es y por qué no me habla?

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