Tom Piccirilli - Clase Nocturna

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Tras el regreso de las vacaciones navideñas, Caleb Prentiss hace un macabro descubrimiento: durante su ausencia, una chica desconocida ha sido brutalmente asesinada en su dormitorio. Para él, un estudiante frustrado por el tedio de los estudios, ese suceso supondrá algo más que un incidente extraño y se convertirá en una obsesión a la que aferrar su oscura vida de universidad. Emprenderá una búsqueda desesperada por averiguar la identidad de la chica y del misterioso asesino, una búsqueda que no podrá abandonar ni siquiera cuando toda su vida empiece a derrumbarse a su alrededor.
En un viaje iniciático a través del misterio, el miedo y la desesperación, Piccirilli eleva el listón del terror con una obra maestra indiscutible. Clase nocturna es algo más que una historia, es una sobrecogedora experiencia que muchos lectores tardarán en olvidar.

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Melissa Lea levantó el gato y le hizo bailar y maullar sobre el mostrador de la caseta. Lo apretó contra su pecho y empezó a besarle la cara.

– Mua mua mua. Besito, besito. Na na bu bu. Me gustas de veras, Cal. Sé que no es un momento especialmente apropiado para decírtelo pero hoy he sido capaz de hilar dos pensamientos coherentes seguidos mientras estaba haciendo mi trabajo.

– ¿Por qué?

– Porque no dejaba de pensar en que mañana iba a desayunar contigo. -El gato le mordisqueó la oreja.

Esto provocó la misma pregunta:

– ¿Por qué?

Al menos ahora tenía la oportunidad de recibir una respuesta, aunque la pregunta le hizo recordar a la señora, de pie sobre él, tratando de sorberle el alma.

Melissa Lea se encogió de hombros.

– Eres mono. Oye, siento ser tan lanzada. No quiero complicarte más la vida, pero pienso que hay que ser honesta.

– Bien.

– Lo que me has contado sobre la universidad me ha asustado mucho. Podrías hacer que presentaran cargos contra ellos, estoy segura. Que se reúna una junta de revisión. Puede que hasta avisar a la policía.

– El alcalde estaba en la fiesta.

Lo miró y él se dio cuenta de que no podía culparla por no creerlo del todo. Sonaba como una exageración, una conspiración insólita. Aunque también es verdad que la basura como esa era bastante habitual. Sacerdotes que se aprovechaban de los monaguillos, profesoras de instituto que se quedaban embarazadas de sus alumnos. ¿Quién demonios sabía qué estaba pasando ahí fuera?

– ¿Qué significa eso? -preguntó Melissa Lea-. Probablemente, que ya ha pasado antes, y que esos degenerados lo ven como algo normal. -Se recostó en el banco-. ¿No crees, Cal?

– No lo sé. -Consideró la posibilidad de decirle que se marchaba por la mañana pero no pudo encontrar el modo de hacerlo. El secreto estaría a salvo mientras siguiera en su interior. Le arrancó el resto de la lengua al peluche y la tiró. Lo único en lo que ahora mismo podía confiar era en la abrumadora sensación de estupidez que lo embargaba. Y hasta eso sonaba un poco a tontería. No era capaz de explicar lo mal estudiante que se había vuelto.

– Me alegro de que estés aquí -dijo ella.

– Claro.

– En serio.

El vaho de su aliento lo tocó. Los postigos del Reino de las Bolas golpearon con fuerza las planchas de madera del costado de la caseta y Melissa Lea dio un respingo.

– Yo también me alegro de que estés aquí conmigo, Melissa. -Era la verdad, una parte de ella, y pensó que había que decirla en voz alta, aunque la verdad ya no tenía el mismo significado que antes de aquella noche-. ¿Ha sido una coincidencia el encuentro? ¿Dos veces en el mismo día? -Teniendo en cuenta, además, que antes no se había fijado en ella.

– Nada de lo que pasó en la casa del decano fue culpa tuya, Cal. Debes creerlo. No tiene sentido que te sientas culpable.

Por supuesto que era culpa suya, tanto como de ellos, porque debería haberse dado cuenta. El Yok se había esforzado tanto por hostigarlo durante la instrucción que al final se había convertido en una especie de broma privada. Podía imaginarse a Yokver y a los demás, sonriendo, pensando lo sencillo que había sido, diciéndose que era muy fácil ponerle a alguien el texto delante de los ojos sin que viera los hechos. Cuatro años así y no se había dado cuenta hasta ahora. Se preguntó si no sería mejor dejarse ir y acabar de una vez, acostarse con la señora y liberar toda su hostilidad, ser bueno y vicioso para poder graduarse con honores.

Atrapada por el viento, la lengua del peluche pasó sobre sus zapatos. La señora Beasley y Kitty Guarda-todo flotaron por un instante a la luz de la luna. Puede que su hermana siguiera allí pero ahora debía de estar evitándolo. Cal deseaba lo que todo el mundo acaba por desear alguna vez en su vida: la oportunidad de empezar de nuevo volviendo atrás en el tiempo, con un poco más de sentido común, y los nervios un poco menos tensos. Pero nunca había pensado que le ocurriría tan pronto, con solo veintiún años. Podía marcharse, podía vivir, pero ya no era capaz de saber si le quedaba algún sitio para escapar.

Preguntó:

– ¿Crees que tus compañeros de cuarto seguirán discutiendo?

– Bueno, uno es un republicano furibundo que piensa que la Administración Reagan estaba compuesta por las mentes más brillantes desde que los Padres Fundadores elaboraron la Declaración de Independencia. El otro es un estudiante de humanidades que cita a Timothy Leary y Abie Hoffman y se niega a creer que estén muertos. Verás, la cabeza de Leary fue congelada a pesar de que su cuerpo había quedado reducido a cenizas en el accidente de la Lanzadera Espacial. Ha memorizado la mayor parte de las transcripciones del juicio por la Chicago Ocho. También piensa que Bill Clinton tenía buen aspecto corriendo con aquellos pantalones cortos.

– Imposible.

– Sí, son bastante raros. Lo más probable es que sigan discutiendo hasta el amanecer. No sería la primera vez.

– Muy bien, entonces vayamos a mi cuarto.

Melissa bajó del banquillo de un salto y el gato le dio un beso en la mejilla.

– Mua mua mua. Na na bu bu. Creía que nunca ibas a pedírmelo.

14

Alguien se había molestado en limpiar las manchas de sangre, gracias a Dios.

El chico nuevo de la entrada estaba allí sentado, asintiendo, la cabeza pelirroja inclinada hacia atrás sobre el fulcro de un cuello muy fino. Levantó la mirada en cuanto los oyó entrar. Con el fin de disimular el acné que le cubría la piel, se había dejado crecer una pelusa de color óxido. No estaba teniendo demasiada suerte.

Toro debía de haber despedido a la chica de los auriculares. El actual era el mejor que había visto hasta el momento. Verificó el carné de la universidad de Cal y pidió a Melissa Lea que firmara, y luego se quedó con sus carnés y les prometió que se los devolvería cuando ella se marchara del dormitorio.

En su habitación, bloqueando la entrada con el cuerpo, Cal se aseguró de que la puerta del baño estaba cerrada para que Melissa no viera el abrigo y los calcetines manchados de sangre. La peste seguía siendo intensa, aunque ella no parecía darse cuenta. Se quitó el abrigo sacudiendo los hombros y lo dejó doblado sobre el respaldo de su silla, sacó el gato de peluche de su bolsillo y lo dejó cuidadosamente sobre la mesa. El gato era una curiosa atracción y no dejaba de molestarlo: un juguete destinado a Jodi, ganado pero robado al mismo tiempo, exhibido como una medalla por otra chica. Una especie de final, pero sin cierre. Tantos sueños por un animal de pega.

Melissa Lea se volvió y lo miró con curiosidad al ver el destrozado teléfono y la mantequilla de cacahuete tirada por el suelo. Le explicó lo de la extraña llamada que había recibido y mantuvo la mentira del perro muerto.

– No ha sido lo que se dice el mejor día del mundo.

– Ya me imagino.

– Lo siento. -Mierda, había vuelto a hacerlo.

– Tampoco tienes que preocuparte por eso. -Se arrodilló y empezó a reunir los fragmentos de plástico de teléfono con el dorso de la mano.

– Ten cuidado -dijo Caleb, acercándose-. Hay cristales. -Melissa dejó escapar un gritito de dolor y Cal vio una gotita de sangre entre el índice y el pulgar de su mano-. Es culpa mía. Tendría que haberte avisado. Esta mañana se me ha roto un tarro de mantequilla de cacahuete.

Ella le tendió la mano.

– No es culpa tuya. Un par de cristales diminutos. Mira a ver si puedes sacarlos con las uñas. -Contuvo la respiración mientras él le cogía la muñeca y sacaba los cristales-. Es como cuando te cortas con un papel.

Podía hacer eso, si quería. Abandonarlo todo y empezar lentamente, desde cero. Estos eran los elementos del romance. El contacto suave, el anhelo de amistad y consuelo. No había olvidado cómo se sonreía, a pesar de que le hiciera sentir como si hubiera tenido los tendones de las mejillas oxidados. Quedaba todavía muchísimo tiempo antes del amanecer. No tenía por qué seguir cargando con la monja.

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